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– Seguro que eso no será problema -contestó Brock con una sonrisa-. Chip ni siquiera me ha llegado aún del crematorio.

– ¿Chip?

– Charles -se corrigió-. Perdona, es que Paul lo llamaba Chip, pero imagino que ése no era su nombre.

– ¿Y para qué quiere Paul el certificado de defunción de Charles Donner?

Brock se encogió de hombros, como si eso fuera lo más normal del mundo.

– Siempre pide certificados de defunción cuando muere alguien de la granja.

Sintiendo la repentina necesidad de sujetarse a algo firme, Sara apoyó la mano en el respaldo de la silla.

– ¿Muere mucha gente en la granja?

– No -contestó Brock, y se rió, aunque Sara no le vio la gracia-. Siento haberte dado una impresión equivocada. Tampoco tanta gente. Dos a principios de año, y con Chip ya son tres. Y un par el año pasado, si no recuerdo mal.

– Eso me parece mucho -dijo Sara, pensando que Brock no había contado a Abigail, con la que sumarían cuatro en lo que iba de año.

– Bueno, es posible -respondió Brock lentamente, como si acabara de caer en la cuenta de lo poco comunes que eran las circunstancias-. Pero debes tener en cuenta la clase de gente que tienen allí. Marginados, en su mayoría. Creo que es muy cristiano por parte de la familia correr con los gastos.

– ¿De qué murieron?

– Veamos -empezó a decir Brock, tamborileándose en la barbilla con el dedo-. Todos por causas naturales, eso seguro. Eso si consideras que matarse con alcohol y drogas es una causa natural. Uno de ellos, un hombre, estaba tan lleno de alcohol que su cuerpo tardó menos de tres horas en incinerarse. Llevaba puesto su propio combustible. Y eso que era delgado, sin mucha grasa.

Sara sabía que la grasa ardía mejor que el músculo, pero no le gustaba que se lo recordaran con el desayuno tan reciente.

– ¿Y los demás?

– Tengo copias de los certificados de defunción en mi despacho.

– ¿Los firmó Jim Ellers? -preguntó Sara, refiriéndose al forense del condado de Catoogah.

– Sí -respondió Brock, indicándole que lo acompañara al vestíbulo.

Sara lo siguió, preocupada. Jim Ellers era un buen hombre, pero como Brock, era director de una funeraria, no médico. Jim siempre enviaba los casos más difíciles a Sara o al laboratorio estatal. En los últimos ocho años, Sara sólo recordaba haber recibido de Catoogah una herida de bala y una puñalada. Jim no debía de haber visto nada anormal en las muertes de la granja. Tal vez fuera así. Brock tenía razón en que los trabajadores eran marginados. El alcoholismo y la drogadicción eran enfermedades difíciles de tratar, y si no se atajaban, en general producían problemas de salud catastróficos y en último extremo la muerte.

Brock abrió una gran puerta de madera de dos hojas que daba a lo que antes había sido la cocina. Ahora era su despacho, en cuyo centro había un enorme escritorio con una pila de papeles en la bandeja de entrada.

– Mi madre no ha estado en condiciones para poner orden.

– No tiene importancia.

Brock se acercó a la hilera de archivos al fondo del despacho. Volvió a llevarse los dedos a la cara y a tamborilearse en la barbilla, sin abrir ningún cajón.

– ¿Pasa algo?

– Puede que necesite un momento para poder recordar sus nombres. -Sonrió como disculpándose-. Mi madre tiene mucha mejor memoria que yo para estas cosas.

– Brock, esto es importante -comentó Sara-. Vete a buscar a tu madre.

Capítulo 14

– Sí, señora -dijo Jeffrey al teléfono, mirando a Lena con cara de exasperación. Ésta adivinó que Barbara, la secretaria de Paul Ward, parecía dispuesta a contarle su vida y milagros, hasta el último detalle, incluido su número de la seguridad social. La mujer hablaba con voz metálica y tan estridente que Lena la oía a dos metros de distancia-. Me parece bien. Sí, señora. -Jeffrey apoyó la cabeza en la mano-. Ah, disculpe, disculpe -intentó decir, y luego añadió-: Perdone, pero tengo otra llamada. Muchas gracias. -Colgó, aunque siguió oyéndose el cacareo de Barbara por el auricular hasta que él lo colocó en la horquilla-. ¡Madre mía! -exclamó, frotándose la oreja-. ¡Qué barbaridad!

– ¿Ha intentado salvar tu alma?

– Dejémoslo en que se siente muy satisfecha participando en la labor de la iglesia.

– ¿Eso significa que diría cualquier cosa con tal de proteger a Paul?

– Probablemente -contestó Jeffrey, reclinándose en la silla. Miró sus notas, que se reducían a tres palabras-. Confirma que Paul estaba en Savannah. Incluso se acuerda de que la noche en que murió Abby se quedaron los dos trabajando hasta tarde.

Lena sabía que precisar la hora de la muerte no era una ciencia exacta.

– ¿Toda la noche?

– Buena pregunta -dijo él-. También ha dicho que Abby fue a llevar unos papeles un par de días antes de desaparecer.

– ¿Y qué impresión le causó?

– Según ella, estaba tan alegre como siempre. Paul firmó unos documentos, se fueron a comer juntos y luego él la llevó a la estación de autobús.

– Quizá discutieran en la comida.

– Sí, quizá -coincidió él-. Pero ¿qué razón podría tener para matar a su sobrina?

– Tal vez el hijo que ella esperaba era de él -sugirió Lena-. No sería la primera vez.

Jeffrey se rascó la mandíbula.

– Sí -reconoció, y Lena advirtió que aquella idea le desagradaba-. Pero Cole Connolly estaba convencido de que el padre era Chip.

– ¿Estás seguro de que no la envenenó Cole?

– Todo lo seguro que puedo estar -contestó-. Tal vez tengamos que separar las dos cosas, dejar de preocuparnos por quién mató a Abby. ¿Quién mató a Cole? ¿Quién podría desear su muerte?

Lena tenía más dudas acerca de la sinceridad de Cole sobre la muerte de Abby. Jeffrey había quedado conmocionado al verlo morir; hasta qué punto su convicción de la inocencia de Cole no estaría influida por aquella espantosa experiencia.

– Tal vez alguien que sabía que Cole había envenenado a Abby decidió vengarse, quiso que sufriera igual que sufrió Abby -aventuró Lena.

– No le mencioné a nadie de la familia que la habían envenenado hasta después de la muerte de Cole -le recordó él-. Por otro lado, el asesino sabía que él bebía café por las mañanas. Me comentó que las hermanas le insistían en que lo dejase.

Lena dio un paso más.

– Es posible que Rebecca también lo sepa.

Jeffrey asintió.

– Se esconde por alguna razón -dijo Jeffrey. Y añadió-: O al menos espero que esté escondida.

Eso mismo estaba pensando Lena.

– ¿Estás seguro de que Cole no la encerró en algún sitio? ¿Para castigarla por algo?

– Sé que piensas que no debería creerle -dijo Jeffrey-, pero dudo mucho que la secuestrara. La gente como Cole sabe elegir a sus víctimas. -Se inclinó sobre la mesa, con las manos entrelazadas, como si fuera a decir algo vital para el caso-. Eligen a las personas que saben que no lo contarán. Lo mismo sucede con Dale al elegir a Terri. Esos individuos saben a quién pueden zarandear: quién callará y lo aceptará y quién no.

Lena sintió que le ardían las mejillas.

– Rebecca parecía bastante rebelde. Sólo la vimos aquella vez, pero me dio la sensación de que no se dejaba zarandear. -Se encogió de hombros-. Pero eso nunca se sabe, ¿no?

– No, desde luego -convino él, mirándola atentamente-. Por lo que sabemos, podría ser la propia Rebecca quien estuviera detrás de todo.

Frank se detuvo en la puerta con un fajo de papeles en la mano. Señaló algo que ninguno de los dos había pensado.

– El envenenamiento es un crimen de mujer.

– Rebecca estaba asustada cuando habló con nosotros -observó Lena-. No quería que su familia se enterara. Aunque también es posible que no quisiera que se enterasen porque nos mentía.