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– Hubo tres ofertas, milord. La primera empezó con ciento cincuenta guineas. Luego, ofrecí doscientas, pero lord Cambridge subió a trescientas -el secretario se encogió de hombros-. Milord, ¿qué más podía hacer?

– Esa propiedad no vale todo ese dinero -refunfuñó el conde.

– Mientras el secretario real contaba el dinero, me pidió que lo esperara. Y así lo hice.

– ¿Y qué te dijo? -inquirió el conde con curiosidad.

– Me hizo muchas preguntas acerca de su persona, señor. Y me dijo que si milord fuera a verlo, tal vez podría convertirse en el dueño de la propiedad.

– Probablemente pretende beneficiarse con la venta de la propiedad -se irritó el conde-. Quizás esté confabulado con el secretario del rey en este negocio. ¡No quiero que me estafe un cortesano intrigante! ¡Maldición!

– Dudo que lord Cambridge sea un estafador, milord. Su vestimenta es soberbia y se podría decir que es un dandy. Pero sus modales son francos y directos. Es difícil reconciliar esas dos imágenes, pero debo decirle que me parece un hombre de bien. No creo que sea deshonesto.

– Muy interesante, Rob. Siempre has sido bueno para juzgar a las personas -acotó el conde-. Entonces, ¿me aconsejas que vaya a encontrarme con este lord Cambridge?

– Sin dudarlo, milord. Todavía es invierno y la tierra está sin cultivar. El ganado se halla en los establos, así que en este momento hay poco trabajo. ¿No es en invierno cuando los nobles visitan la corte? ¿Qué daño le podría hacer conversar con lord Cambridge? Me parece que nada puede empeorar su situación.

– Admito que siento una enorme curiosidad. Por otra parte, tú te encargarás de la propiedad durante mi ausencia, Rob. Pero esta vez, te juro que no regresaré a casa hasta que consiga una esposa.

– Es más probable que la encuentre en el palacio y no aquí. Ninguno de nuestros vecinos tiene hijas casaderas.

– No quiero desposar a una muchacha malcriada que solo piense en vestidos y en cómo gastar mi dinero. Un hombre debe tener una mujer con quien pueda conversar de vez en cuando. Esas niñas de la corte no sirven más que para bailar. Se ríen como tontas, coquetean y besan en los rincones oscuros al primer caballero que se les cruza en el camino. Sin embargo, no hay que perder las esperanzas. Tal vez haya alguna mujer para mí. Una muchacha dócil que se ocupe de llevar la casa y criar a mis hijos sin quejas ni lamentos. Y que no malgaste mi dinero en naderías.

– Nunca la encontrará, milord, si no va a la corte -insistió Robert Burton-. Sin duda, el rey lo acogerá, ya que estuvo a su servicio durante ocho años.

– Es cierto. Ser un diplomático que representa a Enrique Tudor no es una tarea fácil, Rob. Pero yo hice mi trabajo con esmero y fidelidad en San Lorenzo, cuando echaron al idiota de Howard, y también en Cleves.

– Nos habríamos sentido todos muy felices si hubiese regresado a casa con una novia, aunque fuera una dama extranjera.

– En San Lorenzo, las damas eran demasiado liberales en sus costumbres para que resultaran de mi agrado. Y en Cleves eran muy pacatas. No, por favor, necesito una buena esposa inglesa. Espero tener la suerte de encontrarla.

– Permanezca en la corte lo que resta del invierno, milord. Pero antes que nada, vaya a visitar a lord Cambridge para averiguar qué le ofrece. Y, además, fíjese si encuentra una bella joven que satisfaga sus deseos, señor -sonrió Robert Burton. Hacía años que servía al conde y se había ganado la libertad de hablar abiertamente con él.

Bueno, entonces debo ir a Londres aunque más no sea para ver qué me dice lord Cambridge. Y tal vez lo convenza de que me entregue las tierras que deseo.

Pocos días más tarde, el conde de Witton partió hacia el palacio. Cuando llegó a Londres, la corte se había retirado de Greenwich y se había instalado de nuevo en Richmond. Lo primero que hizo fue presentarse ante el mayordomo del cardenal Thomas Wolsey para pedirle alojamiento. Había sido el cardenal quien le había asignado las misiones diplomáticas en representación del rey. El conde de Witton dudaba de que el rey se acordara de él, pero estaba seguro de que Wolsey lo recordaría. Le dieron un pequeño cubículo donde podía dejar sus pertenencias y dormir durante la noche. Pero el alimento debía procurárselo por su cuenta. Podía comer en el salón del cardenal, si encontraba algún lugar Ubre. El conde de Witton le agradeció las atenciones al mayordomo y le insistió en que aceptara unas monedas por las molestias ocasionadas.

A la mañana siguiente, se vistió con esmero, pero de manera sobria y le pidió a un remero que lo llevara a la casa de Thomas Bolton. El marinero asintió y comenzó a remar río arriba y con la marea creciente. Ya habían pasado Richmond cuando comenzaron a acercarse a la costa. En medio de un bello parque se erigía una casa de varios pisos y techo de pizarra. Atracaron en el muelle; el conde salió de la barca y le lanzó una moneda de valor al marinero.

– ¿No quiere que lo espere, milord? -preguntó el remero.

Como el conde vio dos barcas amarradas al otro lado del muelle, dijo;

– No, gracias. Supongo que mi anfitrión me llevará de regreso en cuanto lo necesite.

Caminó a través del sendero de grava que conducía a la residencia y, cuando se hallaba a mitad de camino, un sirviente se acercó para ver quién era el extraño que andaba por el parque.

– Soy el conde de Witton y vengo a ver a lord Cambridge -dijo a modo de presentación.

– Pase, milord. Mi amo lo está esperando. Por favor, sígame.

El conde se sorprendió al entrar en una maravillosa sala que parecía ocupar toda la longitud de la casa. En una de las paredes había enormes ventanales que daban al río. La habitación estaba totalmente revestida en madera y el techo era artesonado. El piso de madera estaba cubierto por las más exquisitas alfombras orientales. Al fondo, dos grandes mastines de hierro flanqueaban el gigantesco hogar donde rugía un poderoso fuego. El fino mobiliario de roble brillaba y había cuencos con distintas fragancias que aromatizaban el ambiente. Sobre un amplio aparador había una bandeja de plata con su correspondiente juego de copas de vino y jarras de cristal.

De pronto, se abrió una de las puertas y apareció un caballero. Llevaba un jubón de terciopelo color borravino con cuello de fina piel. De las mangas abiertas asomaba una sofisticada seda negra que remataba en un gracioso encaje.

– Mi querido lord St. Claire -dijo el caballero, mientras le extendía su mano colmada de anillos-. Le doy la bienvenida. Mi nombre es Thomas Bolton, lord Cambridge. Por favor, sentémonos junto al fuego. ¿Tiene sed? Puedo ofrecerle unos vinos españoles excelentes. Pero no, mejor los bebemos más tarde, cuando celebremos nuestro acuerdo.

El conde aceptó la mano y se sorprendió por la firmeza de su apretón. Luego se sentó, francamente abrumado por la presencia de lord Cambridge.

– Dígame, milord. ¿Por qué acuerdo vamos a brindar? -se animó a preguntar.

Thomas Bolton sonrió.

– El único que le permitirá poseer las tierras de lord Melvyn, que es lo que desea. Y, a cambio, usted me dará lo que yo deseo. Es realmente muy simple, milord.

– No sé si podré reunir el dinero necesario para pagarle lo que pretende por Melville.

– Querido, esa tierra no vale el precio que pagué por ella -rió Tom.

– ¿Entonces, por qué ofreció una suma tan ridícula? -preguntó desconcertado.

– Porque quería comprarla, por supuesto. Me alegro de que su agente lo haya convencido de venir a verme. Parece ser un buen hombre y un fiel servidor. Y desde que su secretario partió, me he dedicado a hacer averiguaciones sobre su persona.

– ¡No me diga! -dijo el conde con asombro. Era la conversación más extraña que había tenido en su vida.

– Usted es el cuarto conde de Witton. Su linaje es antiguo y su familia fue siempre leal a quien estuviera en el trono. Una manera inteligente de actuar, debo agregar. Estuvo al servicio de Enrique Tudor en el continente como embajador y negociador durante mucho tiempo. Su madre murió cuando apenas tenía dos años. Su padre falleció hace un año y es por eso que usted regresó a su hogar. Tiene dos hermanas mayores, Marjorie y Susanna. Las dos están casadas con hombres respetables, pero no de gran alcurnia, obviamente, ya que sus dotes son más bien modestas. Se dice de usted que es un hombre honesto, inteligente y escrupuloso en sus transacciones. Nunca se ha casado y ni siquiera estuvo comprometido con mujer alguna.