– Nunca imaginé que un hombre pudiera lucir tan bien. Ni siquiera el rey viste así. Pero, por favor, no vaya a repetir estas palabras a Su Majestad.
– Y usted, milord, no vaya a repetir que el rey suele consultarme sobre su guardarropa. Ahora, si está listo, querido Crispin, le propongo partir hacia el palacio para que inspeccione a Philippa Meredith. Estoy seguro de que la aceptará como esposa.
CAPÍTULO 07
– Allí están mi heredera y su hermana mayor; es la que sentada a los pies de la reina, a quien mucho le simpatiza. Quizá Philippa le recuerde su juventud, cuando ella y la leal Rosamund compartieron momentos de dicha y también de tristeza -susurró lord Cambridge.
– ¿Es la muchacha vestida de verde? -quiso confirmar el conde.
– Sí, de verde Tudor -bromeó Tom-. Todavía no tiene dieciséis años y ya es una perfecta dama de la corte. ¿Qué opina? Le ofrezco riqueza, la tierra que desea y una hermosa jovencita por esposa.
Crispin St. Claire trataba de no mirarla con insistencia. Era una criatura encantadora, de rasgos delicados y, si bien no era noble, solo un insensato la consideraría una persona vulgar.
– Es muy bella, pero busco algo más que belleza en una mujer.
– Es culta y refinada.
– ¿Y es inteligente, milord?
Thomas Bolton sintió una ligera irritación y dijo con aspereza:
– Si perteneciera a la familia más noble, ¿sería usted tan quisquilloso? Las muchachas de sangre azul suelen morir jóvenes y no son muy fértiles. Si quiere que su familia se perpetúe, deberá casarse con una mujer que no pertenezca a su entorno natural. No obstante, si no le interesa desposar a mi sobrina, no tiene más que decirlo y nos despediremos como buenos amigos.
– Necesito una esposa con quien pueda mantener una conversación inteligente, milord -alegó St. Claire-. Prefiero quedarme soltero y causar la desaparición de los condes de Witton a casarme con una dama cuyo único tema de conversación sea el bordado, la casa y los niños. Y creo que a usted tampoco le interesaría una mujer así.
Lord Cambridge no pudo contener la risa.
– No, señor, no me interesaría una mujer así. Si ese es su temor, no debe preocuparse. Philippa es capaz de opinar sobre cualquier cosa. Puede volverlo loco, pero aburrirlo, jamás. Lo enfurecerá, lo hará reír, pero nunca sentirá una pizca de tedio con ella, se lo garantizo, muchacho. Entonces, ¿desea que se la presente o prefiere que nos separemos?
– Sus palabras son muy convincentes -admitió St. Claire-. Estoy intrigado. De acuerdo, quiero conocerla.
– ¡Excelente! Hablaré con mi sobrina y arreglaremos un encuentro en un lugar menos público y bullicioso.
– ¿Por qué no ahora mismo? -preguntó el conde sorprendido y también algo desilusionado.
– En asuntos tan delicados como este, es mejor actuar con cautela y preparar bien el terreno. Philippa quedó muy enojada y dolorida por el desaire de Giles FitzHugh, me temo que ha perdido la confianza en los hombres.
– ¿Amaba tanto a ese joven?
– ¡No, en absoluto! Pero ella estaba convencida de que lo quería, pese a que apenas se conocían -explicó lord Cambridge-. Ahora, pienso que mi sobrina hubiese preferido ver muerto a ese joven que ser abandonada por la Santa Iglesia.
– ¿Todavía sigue enojada?
– Aunque lo niegue, yo creo que sí. Pero ya pasaron ocho meses desde ese infortunado incidente y es hora de que Philippa prosiga con su vida, ¿verdad, milord?
El conde asintió.
– ¿Cuándo la conoceré, entonces?
– En unos pocos días. Usted se alojará en mi casa, milord. Dejará de inmediato ese horroroso cuartucho en la residencia del cardenal Wolsey. Philippa no debe pillarnos desprevenidos. Ella y su hermana viven en la corte como damas de honor. Viene a casa a menudo para buscar ropa, pues aquí no tiene suficiente espacio.
– De acuerdo, agradezco su hospitalidad. Si continuara al servicio del rey, seguramente me habrían ofrecido un cuarto mejor. Me hospedaron a regañadientes, ni siquiera hay una chimenea y, por supuesto, jamás me invitan a la mesa del cardenal.
Lord Cambridge se estremeció de indignación.
– Será un hombre inteligente y un gran cardenal, mi querido, pero en definitiva su procedencia lo delata. No tiene modales ni sentido común. Sus palacios de York Place y Hampton Court son más grandes y fastuosos que los del propio rey. Un día Enrique Tudor dejará de tratarlo con tanta consideración. Nadie, ni siquiera un cardenal, debe ubicarse por encima del soberano. En algún momento, Wolsey cometerá un error y sus enemigos no tardarán en prevenir a Su Majestad. No es un hombre querido aunque al rey le resulte útil; su ascenso ha sido vertiginoso, pero su caída será terrible.
– Sin embargo, es extremadamente astuto e inteligente. Cuando servía al rey, él me daba las instrucciones. Según dicen, Wolsey gobierna y el rey juega, aunque, conociendo a los dos, tengo mis dudas. Enrique lo utiliza como a un sirviente cualquiera y mientras él se lleva toda la gloria, el cardenal se lleva todo el desprecio.
– ¡Ah, estoy sorprendido, mi querido conde! Es usted más sagaz de lo que pensaba. Me complace. Ahora, debo ir a conversar con unos amigos. Si desea marcharse antes que yo, tome mi barca y dígale al remero que luego venga a buscarme. -Lord Cambridge se despidió con una reverencia y se perdió en la multitud sonriendo y saludando a diestra y siniestra.
"¡Qué hombre interesante!"-pensó el conde de Witton. Excéntrico, pero interesante. Se retiró a un rincón tranquilo y paseó la mirada por el salón en busca de Philippa. Se había apartado de la reina y bailaba una alegre danza tradicional con un joven. Cuando su vigoroso compañero la levantaba en el aire y la hacía girar, la muchacha echaba la cabeza hacia atrás y reía. El conde sonrió al ver cómo se divertía. ¿Y por qué no habría de hacerlo? Era joven y hermosa. Sintió cierto recelo cuando comenzó la siguiente danza y el rey se acercó a ella. Enrique solo bailaba con aquellas mujeres de la corte que consideraba expertas bailarinas. Por eso, sus potenciales parejas eran escasas, las jóvenes tenían terror de bailar con él y más aun de disgustarlo. Pero a Philippa no la asustaba en lo más mínimo Enrique Tudor. Su gracia y simpatía deslumbraron al monarca mientras bailaban al compás de una bella melodía. Cuando concluyó la danza, el rey besó la mano de la niña y ella le devolvió la gentileza con una reverencia. Luego, volvió a ocupar su lugar junto a la reina. Estaba ruborizada, un largo rizo color caoba se había desprendido del elegante rodete francés, y el conde la encontró sumamente encantadora.
Antes de retirarse, Thomas Bolton quiso ver a su sobrina.
– ¿Puedo robársela un momento, Su Majestad?
– Por su puesto, lord Cambridge -accedió la reina sonriente.
Lord Cambridge ofreció el brazo a Philippa y abandonaron la espaciosa antecámara donde el rey y sus cortesanos disfrutaban de la fiesta. Mientras caminaban por una galería de magníficos tapices, lord Cambridge dijo:
– Mi tesoro, somos las personas más afortunadas del mundo.
– ¿Conseguiste la propiedad que buscabas, tío?
– Sí, pero eso no es todo. Había otro individuo interesado en la propiedad, un caballero cuyas tierras lindan con Melville. Se trata del conde de Witton, es soltero y está buscando esposa -dijo Tom con efusividad.
Philippa lo hizo callar.
– Sé adónde apuntas, tío, y no me gusta nada.
– Podrías ser la condesa de Witton, querida. ¡Imagínate casada con un conde de una antigua familia ilustre!