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Un lacayo la ayudó a descender.

– Lord Cambridge la está esperando en el salón, señorita -dijo mientras la conducía por los jardines. Lucy caminaba detrás de ella. Luego de ingresar a la residencia, el muchacho le quitó la capa y, sin perder un segundo más, Philippa enfiló hacia el salón.

– ¡Tío! -gritó. La estancia era tan cálida y acogedora que olvidó de inmediato el tiempo horrible que hacía afuera. Extendió los brazos hacia lord Cambridge.

– ¡Tesoro mío! -Thomas Bolton se acercó a la joven, tomó sus manos y la besó en ambas mejillas-. Ven, quiero que conozcas a alguien. -La condujo hacia el rincón de la chimenea donde un alto caballero los estaba aguardando junto al fuego-. Philippa Meredith, te presento a Crispin St. Claire, conde de Witton. Milord, ella es la sobrina de quien le he hablado. -Soltó las manos de la joven.

Philippa saludó al hombre con una graciosa reverencia.

– Milord -dijo, bajando los ojos, pero deseosa de observarlo mejor. No había tenido tiempo de decidir si era apuesto o no.

"De cerca, es todavía más bella"-pensó el conde. Levantó con delicadeza la mano de Philippa, la llevó a sus labios y le dio un beso muy suave.

– Señorita Meredith -saludó.

Su voz era profunda y algo ronca. Philippa sintió que un leve escalofrío le recorría la columna vertebral. Echó una rápida ojeada al hombre que retenía su mano y preguntó:

– ¿Podría devolverme mis dedos, milord?

– No sé si quiero devolvérselos -respondió el conde con atrevimiento.

– Muy bien, queridos míos, veo que pueden prescindir de mi grata presencia. Los dejaré solos para que conversen tranquilos y se conozcan -murmuró lord Cambridge y se retiró del salón, convencido de que todo saldría de maravillas.

– ¡Ah, tiene unos hermosos ojos color miel! -exclamó el conde cuando se encontraron sus miradas-. En el baile de la corte, estaba muy lejos como para distinguir el color. Pensé que serían marrones como los de la mayoría de las pelirrojas.

– Heredé el pelo de mi madre y los ojos de mi padre.

– Son preciosos.

– Gracias -replicó Philippa sonrojada.

El conde advirtió enseguida que esa niña nunca había sido cortejada. Sin soltarle la mano, la condujo a uno de los asientos junto a la ventana que daba al Támesis.

– Bien, señorita Meredith, aquí estamos, en una situación un tanto incómoda. ¿Por qué será que quienes buscan nuestro bienestar no comprenden que al hacerlo nos colocan en una situación difícil?

– Usted desea Melville -lanzó Philippa sin rodeos.

– Es cierto. Durante años he llevado a los ganados a pastar en esas tierras. Las necesito, pero no tanto como para aceptar un matrimonio en el que yo o mi esposa seamos infelices. Por el amor de Dios, míreme a los ojos, ha querido observarme desde que entró al salón. No soy el rey; puede mirarme. Tengo treinta años, y soy sano de cuerpo y mente, creo. -Soltó la mano de Philippa y se puso de pie-. ¡Mire de frente al conde de Witton, señorita Meredith!

Philippa lo observó. Era alto y delgado, no se destacaba por su belleza, pero no era desagradable. Tenía una nariz demasiado larga y filosa, un mentón puntiagudo y una boca enorme. Pero poseía unos hermosos ojos grises y unas largas y tupidas pestañas oscuras. El cabello era de color castaño y estaba vestido con elegante sencillez. Llevaba una casaca plisada de terciopelo azul hasta las rodillas, con mangas acampanadas y ribeteadas en piel. La muchacha vislumbró una fina cadena de oro prendida en su jubón de brocado azul. Era el atuendo de un caballero, aunque no necesariamente el de un cortesano. Sin embargo, sus modales denotaban una excesiva seguridad en sí mismo. El hombre, por alguna razón, la irritaba.

La joven se paró enérgicamente.

– ¡No me dé órdenes, milord!

Una sonrisa se dibujó en el rostro del conde, y al instante se desvaneció.

– Es usted muy menuda -opinó-. ¿Su madre también es de contextura pequeña, señorita Meredith?

– Sí, milord, y engendró a siete hijos, seis de ellos viven y gozan de buena salud, y está a punto de parir al octavo. Yo también seré capaz de darle un heredero a mi esposo, señor.

– A algunas damas de la corte no les gustan los niños -señaló St. Claire.

– Soy la mayor de mis hermanos y le aseguro, señor, que me gustan los niños. Si llegáramos a casarnos, milord, no vacilaría en cumplir con mi deber.

– ¿Y quién criaría a nuestros hijos, señorita Meredith?

– Soy dama de honor de la reina, tendré que pasar parte de mi tiempo en la corte.

– Pero si se casa, dejará de ser dama de honor. ¿No consideró esa posibilidad? ¿Habrá alguna otra tarea para usted entre las damas de Su Majestad?

Esa posibilidad no se le había cruzado por la cabeza hasta que él la mencionó. De pronto, advirtió que ninguna de sus compañeras de la corte había regresado luego de contraer matrimonio.

– No lo había pensado… -no pudo contener las lágrimas.

St. Claire tomo rápidamente su mano para consolarla.

– Jamás la alejaría de la corte si se convirtiera en mi esposa. Solo le pediría que pasara el tiempo suficiente en Brierewode para cuidar a los niños. Muchos hombres de mi condición social aceptan que sus hijos sean criados por sirvientes, pero no es mi caso. Podríamos ir a la corte en otoño, durante la temporada de caza, y regresar para las fiestas navideñas. Pasaríamos el invierno en Oxford, nos reuniríamos con Sus Majestades durante la primavera y regresaríamos a casa a comienzos del verano. Mientras esté en la corte, usted podría ofrecer sus servicios a la reina, pero también, si quisiera, podría simplemente divertirse. Después de todo, se lo merece.

– El panorama que me presenta es muy agradable, milord.

– Así es -replicó el conde.

– Ser su esposa sería una gran ventaja para mi familia, pero debo aclararle mi posición, milord, aunque algunos la encuentran ridícula: no me casaré sin antes conocer bien a mi futuro esposo.

– Estoy completamente de acuerdo con usted. Yo también deseo conocer a mi esposa antes de tomar los votos matrimoniales. No obstante, creo que este ha sido un buen comienzo, señorita Meredith.

– Y yo creo, milord, que dadas las circunstancias, debería empezar a tutearme y llamarme Philippa.

– ¿Por qué te pusieron ese nombre? Supongo que será por algún miembro de la familia.

– Mi abuela se llamaba Philippa Neville. Nunca la conocí porque murió junto con mi abuelo y su hijo cuando mamá tenía tres años.

– Neville es un apellido prestigioso en el norte -señaló St. Claire.

– Pero nosotros pertenecemos a una rama menos conocida de la familia -replicó Philippa. No quería que el conde pensara que ella pretendía mostrarse mejor de lo que era.

– Eres honrada, Philippa, una cualidad que admiro tanto en hombres como en mujeres.

– Las mujeres podemos ser honorables, milord -repuso con cierta crudeza.

La conversación se estaba tornando difícil. Ambos se mostraban demasiado formales y corteses. ¿Siempre sería así el conde de Witton? ¿Sabría comportarse de otra manera? Después de todo, tenía treinta años. En la corte había muchos hombres de su edad o incluso mayores que sabían divertirse. El rey, sin ir más lejos, era más viejo y sabía cómo entretenerse.