– Bueno, está bien -murmuró con rencor la muchacha-. Me disculpo, milord.
– Muy bien -aceptó lord Cambridge, satisfecho-. Ahora hagan las paces, por favor. Ambos tienen un espíritu independiente, pero deben aprender que, a veces, hay que ceder para llegar a un acuerdo razonable.
– Es cierto -respondió el conde mirando a Philippa.
– Lamento haberme marchado de una manera tan precipitada -reconoció Philippa con frialdad-. ¡Me sentí ofendida, milord! Nadie ha dudado de mí jamás.
– No fue mi intención -replicó el conde-. Solo me preocupaba por tu buen nombre y honor, Philippa. Me alegra que aceptes de buen grado que te acompañe a Francia.
Ella asintió complacida.
– ¡Excelente, excelente! -celebró lord Cambridge con una amplia sonrisa-. Y ahora, muchachos, ¡a comer! Estoy famélico. Estaban tan concentrados en la pelea que no notaron que la mesa estaba servida. Philippa, hoy pasarás la noche aquí. Está nevando, y no deseo poner en riesgo tu salud por enviarte de regreso al palacio. Partirás a la mañana.
Se sentaron frente a un verdadero banquete. El cocinero de lord Cambridge era un auténtico artista. Comenzaron por el salmón, cortado en finas lonjas, ligeramente asado y aderezado con eneldo. Luego, llegaron las ostras frescas y los camarones al vino. A continuación les sirvieron un pato jugoso nadando en una espesa salsa de vino tinto, pastel de conejo, una fuente de chuletas y otra con jamón de campo. Los ojos se Philippa se abrieron de par en par cuando vio otra fuente de plata colmada de carnosas alcachofas.
– ¡Tío! ¿Dónde las conseguiste? Creía que sólo el rey podía comerlas. Sabes cuánto le gustan.
Lord Cambridge sonrió con picardía.
– Bueno, querida, tengo mis recursos.
– En la cocina del tío Thomas siempre ocurren milagros; no importa en qué casa se encuentre.
– Entonces, usted tiene más de una residencia -se sorprendió el conde.
– Sí. Esta, otra en Greenwich y, por supuesto, la finca de Otterly en Cumbria -respondió Philippa antes de que su tío abriera la boca-. Y todas las casas son idénticas por fuera y por dentro, porque a él no le gustan los cambios. ¿No es cierto, tío?
– Es verdad. Así, mi vida es mucho menos complicada. No importa dónde me encuentre, cada cosa está siempre en el mismo lugar.
– Pero la tapicería es distinta -agregó la muchacha sonriendo.
– Bueno, una pequeña variación nunca viene mal -dijo lord Cambridge en tono burlón.
La cena culminó con una tarta de peras al vino. Las copas permanecieron llenas y los invitados estaban relajados y contentos; afuera, la lluvia no cesaba de caer, una señal de la cercanía de la primavera.
– Philippa juega bastante bien al ajedrez, Crispin -comentó lord Cambridge-. Yo mismo le enseñé. Si me disculpan, estoy exhausto, me retiraré a mis aposentos. -Se puso de pie, les hizo una reverencia y salió de la habitación.
– Mi tío no es muy sutil -confesó Philippa cuando Thomas Bolton ya se había ido.
– Es muy optimista. Piensa que ya no volveremos a pelear -contestó el conde. La joven sonrió.
– Cuando era niña, mi madre era la autoridad de la casa. Estos últimos años en la corte, me sentí libre, como si fuera artífice de mi propio destino, aunque sé que no es así. Ahora, la idea de un marido a quien debo obedecer me perturba. ¿Entiendes lo que siento, milord?
El conde asintió y pensó que desposar a una mujer era como domesticar a una criatura salvaje, al menos en el caso de Philippa.
– Trataré de no ser demasiado estricto contigo -prometió con una amplia sonrisa. Luego, se levantó de la mesa-. Vamos a jugar al ajedrez, señora. Es un juego que disfruto.
Philippa buscó el tablero y las piezas, que colocó prolijamente sobre una mesita junto al hogar.
– ¿Blancas o negras, milord? -preguntó mientras tomaban asiento.
– Negras. Siempre me divirtió ser el Caballero Negro.
– Y a mí, la Reina Blanca -retrucó Philippa moviendo el primer peón.
El conde advirtió enseguida que se enfrentaba a un verdadero rival. La joven no jugaba como solían hacerlo las mujeres, lloriqueando cada vez que perdían una pieza, Philippa jugaba fríamente, calculaba cada movimiento. Era tan astuta que lo sorprendió cuando le arrebató la reina. Durante la partida, no hablaron una sola palabra. Finalmente, él la venció, pero con mucho esfuerzo.
– Al fin encuentro un oponente digno de mi juego -dijo Philippa complacida-. No te dejaré tanta libertad de acción cuando juguemos otra vez.
– ¡Ah! Crees que puedes derrotarme.
– Tal vez. -Recordó que a los hombres no les gustaba que las mujeres los desafiaran, de modo que decidió contenerse.
– ¡Solo "tal vez"? -se mofó el conde.
– Nada es seguro, milord -contestó de inmediato Philippa. Él volvió a reír.
– No me convence tu aparente humildad. Si piensas que puedes vencerme, simplemente hazlo.
Dudaba de que ella pudiera ganarle y se divertía molestándola para ver cómo cambiaba la expresión de su encantador rostro.
En absoluto silencio, la muchacha volvió a colocar las piezas en su lugar, comenzó a jugar con una intensa concentración: no tardó en derrotarlo. Cuando le dio jaque al rey y lo arrinconó junto a su reina, caballos y alfiles, Philippa miró seriamente a su oponente.
– Es cierto, milord. No quería herir tus sentimientos. No se puede vivir en la corte al servicio de los monarcas y ser tan ingenua. Ni los reyes toleran enfrentarse con un mal ajedrecista, así que siempre me las arreglo para dejar ganar al rey. Pero juego con el suficiente nivel para que crea que el triunfo es mérito suyo. Le encanta medirse conmigo, porque le gané a su cuñado, el duque de Suffolk, y a muchos de sus favoritos. Incluso vencí dos veces al cardenal.
– Lord Cambridge tiene razón. Eres una auténtica dama de la corte. Estoy impresionado por tu perspicacia.
– ¿Pero soy el tipo de dama que tomarías por esposa, milord? -preguntó desafiante.
– Si nos casamos, ¿me obedecerás siempre? -preguntó el conde con candidez.
– Probablemente no -la espontánea respuesta lo hizo sonreír.
– Eres honesta, Philippa. Para mí, la honestidad es una de las grandes virtudes, junto con la lealtad y el honor -reconoció Crispin St. Claire-. Bueno, pero si realmente eres desobediente, deberé castigarte. Aunque hay maneras más placenteras de aplacar a una esposa rebelde.
– ¿Intentas seducirme, milord? -sus mejillas ardían.
– Sí, señorita. Me gusta hacerte ruborizar. Si puedo incomodarte, siento que tengo alguna ventaja.
– Hablas como si nuestro compromiso ya estuviese arreglado, milord-respondió la muchacha un poco irritada. Le molestaba la arrogancia del conde.
– ¿Es que piensas encontrar un mejor partido que el conde de Witton? -preguntó seriamente-. Yo podría hallar con facilidad una joven casadera de mejor linaje, pero, como bien dijo lord Cambridge, las mujeres de alta alcurnia suelen ser estériles. Si te pareces a tu madre, estoy seguro de que me darás todos los hijos que desee. Sí, el matrimonio está decidido entre nosotros.
– ¡Yo no he accedido todavía! -Saltó de la silla tan violentamente que hizo volar por los aires el tablero de ajedrez y todas las piezas.
– Pero sé que aceptarás ser mi esposa -se mofó Crispin.
– Lo que deseas son las tierras -le espetó.
– Al principio, sí. Pero desde que te vi en la corte la otra noche, decidí que quería casarme contigo.
– ¡No te atrevas a decir que me amas!
– No, jamás haría algo semejante. Apenas te conozco. Quizás algún día aprendamos a amarnos, Philippa. Aunque son pocos los que se casan por amor. No eres ninguna tonta, sabes muy bien que los matrimonios entre las personas como nosotros se arreglan por varias razones: la tierra, la riqueza, la condición social… los herederos. Philippa, nos respetaremos y tendremos hijos. Y si somos afortunados, el amor nos acompañará. Mientras tanto, serás una buena esposa y yo te haré condesa de Witton. Intentaré ser un buen marido. ¿Me encuentras poco atractivo?