Notó con irritación que Enrique se estaba dejando crecer la barba porque le habían contado que Francisco tenía una barba tupida de la que estaba muy orgulloso. Pero ella odiaba esas mejillas velludas.
– Lo hago en honor del rey de Francia. Recuerda que su hijo se casará algún día con nuestra hija. María será reina de Francia y de Inglaterra. ¡Qué idea magistral! ¡Imagínate a nuestra pequeña reina de dos naciones tan poderosas!
– Desde luego -admitió Catalina sin entusiasmo.
Los papeles del compromiso se firmarían el 28 de abril y la boda se celebraría el 30.
La reina accedió a prescindir de los servicios de Philippa para que la muchacha pudiera prepararse para tan importantes eventos. También le permitieron encontrarse con el conde de Witton más a menudo. Philippa aún lo consideraba arrogante, pero lord Cambridge se burlaba de su opinión.
– La dificultad, a mi entender, es que son demasiado parecidos.
– ¡De ninguna manera! -declaró Philippa con vehemencia.
– Vamos, querida, olvídate de eso y elige las telas para el vestido de compromiso.
– Me gusta el brocado de seda violeta, combina con el color de mi cabello. Para el traje de novia usaré el brocado de seda marfil, y mandaré hacer una enagua con terciopelo marfil y oro. Y también quiero cofias y velos al tono. ¡Soy demasiado codiciosa?
– No, mi querida, en absoluto. Pero las cofias las guardarás para otro momento, no las necesitarás. En ambas ceremonias, debes llevar el cabello suelto, como corresponde a una doncella.
– Bannie también precisará un nuevo vestido.
– Desde luego. El terciopelo rosa le sentará muy bien. Recuerda que renovará todos sus trajes cuando regrese al norte, pues muy pronto será una novia como tú. Y ahora que hemos resuelto estos detalles de suma importancia, puedes retornar al palacio con tu conde -anunció Tom poniéndose de pie-. ¿Está enojado porque no le permitimos participar en esta tarea crucial?
– Dijo que tú serías mucho más útil que él y que, además, trae mala suerte ver el vestido de la novia antes de la boda -respondió Philippa y también se puso de pie-. Muchísimas gracias, tío Tom. Seré la novia más bella de la corte gracias a tus consejos.
Lo besó en la mejilla, hizo la reverencia y abandonó la habitación para reunirse con Crispin St. Claire, que la aguardaba en el salón. Luego se dirigieron juntos al muelle para abordar la barcaza. El conde ya se había habituado a las estatuas marmóreas de mancebos bien torneados que adornaban los jardines. A Philippa no parecían llamarle la menor atención. Cuando la barca comenzó a deslizarse rumbo a Richmond, se reclinaron en sus asientos.
Crispin abrazó a la joven, ella apoyó la cabeza contra su hombro.
– Estás empezando a acostumbrarte a mis caricias -dijo él en broma.
El conde levantó el rostro de Philippa y le dio un largo y ardiente beso. Adoraba esos labios suaves y perfumados como pétalos de rosa. Luego, apoyó su mano en los senos de la joven y comenzó a acariciarlos. Era la primera vez que lo hacía. Philippa se puso tensa y se apartó de su lado, asustada.
– ¿Qué estás haciendo? -dijo con una vocecita nerviosa.
– Lo que tengo derecho a hacer.
– Prometiste esperar hasta que nos conociéramos mejor -le recordó Philippa.
– ¿Crees que un buen día nos despertaremos y, por arte de magia, nos conoceremos mejor? Nos casaremos en unas semanas. Para profundizar nuestra intimidad, no solo debemos darnos besos inocentes, sino también tocarnos. -Levantó con sus dedos el mentón de Philippa-. Eres hermosa, quiero probar las delicias de poseerte enteramente. No podemos aguardar toda la eternidad. Nuestras familias esperan que tengas un heredero dentro de un lapso razonable.
– ¿Has hecho el amor con otras mujeres?
La pregunta lo sorprendió, pero le respondió con sinceridad.
– Desde luego, pero jamás he forzado a nadie -murmuró acariciando su cuello. Philippa se estremeció de placer.
– Los remeros… -susurró la muchacha señalando a los cuatro hombres fornidos delante de ellos.
– No tienen ojos en la nuca ni pueden ver a través de las cortinas -replicó con picardía. La abrazó con fuerza y observó su rostro y sus ojos desorbitados, mientras pasaba su mano suavemente por el vestido. La ropa era un obstáculo para su creciente pasión, y la barca no era el lugar más apropiado para desatarle el corpiño. Bajó la cabeza y besó los tiernos senos que sobresalían del escote. Su perfume a lirios del valle era embriagador y turbaba sus sentidos.
Cuando los labios del conde tocaron su delicada piel, Philippa sintió por un momento que no podía respirar. Esos besos dulces, pero ardientes, hacían que su corazón latiera cada vez más rápido. No quería que él se detuviera, aunque no estaba segura de que fuera correcto lo que estaban haciendo. Jamás había consultado a nadie sobre ese tipo de cosas. Su madre estaba muy lejos y sus únicas amigas hacía rato que se habían marchado de la corte.
– Philippa, ¿qué sucede? -preguntó el conde acunando el rostro de la joven con una de sus enormes manos.
– He mantenido mi reputación a fuerza de ser casta, milord, no permitiendo que me acaricien en una barcaza.
– Me tranquiliza que lo digas -replicó el conde con el semblante serio-. Me desagradaría saber que tienes una mala reputación. Supongo entonces que no hay nada en tu pasado que pueda perturbarme.
– ¡No te burles de mí!
– De ninguna manera, querida. Solo te estoy preguntando lo mismo que tú me has preguntado -la desafió con un extraño brillo en los ojos-. ¿No me ocultas nada, verdad?
– Mi conducta ha sido siempre intachable -replicó con arrogancia. ¿Por qué la miraba como si estuviera a punto de lanzar una carcajada?
– Sin embargo, he oído de tus propios labios la historia de la Torre Inclinada. Si mal no recuerdo, unas señoritas y unos muchachitos hacían ciertas diabluras y fueron descubiertos por el rey.
– Había bebido mucho vino -protestó Philippa-. No suelo emborracharme ni hacer locuras, milord. Además, no hubo ningún escándalo.
– Lord Cambridge encontró muy divertido el episodio, y yo también.
– ¡No fue nada divertido, milord! Mi conducta fue vergonzosa, solo la llegada oportuna del rey impidió que cometiera una falta aun peor. ¿Por qué me recuerdas ese traspié justamente ahora?
– ¡Ay, Philippa, Philippa! Eras una niña con el corazón hecho pedazos. Pronto seré tu esposo y haré que te olvides de ese mojigato de FitzHugh. Quiero hacer el amor contigo de la manera más dulce posible, pero tú te resistes. No me rechaces, Philippa -concluyó, acariciando su rostro.
La joven apoyó la cabeza en su hombro.
– ¡Tú no me amas!, solo te interesan las tierras de Melville -sollozó.
– Es cierto: quiero esas tierras y no te amo. ¿Cómo podría amarte si apenas te conozco? Me ahuyentas con tu timidez. -La estrechó contra su pecho mientras le acariciaba la espalda.
Philippa se sentía reconfortada por ese cálido abrazo. Aunque no la amaba, era un buen hombre.
– Solo sé besar -dijo la joven.
– Y lo haces muy bien, por cierto.
– Nunca presté demasiada atención a lo que hacen en la intimidad las parejas.
– Muy pronto lo sabrás. Ahora, enjúgate esas lágrimas y hagamos las paces con un beso.
El conde sacó del puño de la manga un pequeño pañuelo con bordes de encaje y le secó el rostro.
– Ya no siento ganas de besarte. Te has burlado y reído de mí, milord. Debes ser más gentil conmigo.
Con un brusco movimiento, Crispin St. Claire se arrojó sobre ella y la abrazó con fuerza, dejándola indefensa y rendida a su voluntad.
– Mi querida Philippa, no creo que nuestra conversación ofenda tus sentimientos. Te estás comportando como una tonta niña de la corte, y eso no me agrada. Quiero que mi esposa sea tal como eres en realidad, una muchacha con ingenio e inteligencia. Te di mi palabra de que no te presionaré para que me entregues tu cuerpo. Pero nos casaremos dentro de unas pocas semanas, ese es el plazo que te impongo. No esperaré un minuto más. De modo que si no quieres sufrir una conmoción la noche de bodas, te sugiero que empieces a aceptar mis abrazos desde este mismo instante. -La besó con vehemencia-. No sabes lo delicioso que es dar rienda suelta a la pasión. No permitiré que te comportes como nuestra remilgada reina española. -Volvió a besarla-. Te acostarás en mi cama, desnuda y ardiente, y dejarás que te toque a mi antojo. No cerrarás los ojos ni rezarás el rosario cuando hagamos el amor, sino que gemirás por el intenso placer que te brindaré. -El siguiente beso fue tan lento y profundo que la dejó sin aliento-. Uniremos nuestros cuerpos, pues así lo quiso el Dios que nos creó.