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Philippa sacudió la cabeza y dijo:

– Eso no importa, tío. Crispin tendrá las tierras de Melville y aunque yo fuera tuerta y desdentada igual me desposaría. Me niego a hacerme ilusiones, así me evitaré futuros desengaños.

– Pienso que eres injusta con tu conde, querida. Es un hombre honorable. Sí, es cierto que fue Melville lo que lo atrajo en primera instancia, pero tengo la certeza de que no se casa contigo solo por las tierras. ¿No te has dado cuenta de la manera en que te mira cuando cree que nadie lo observa?

Alguien golpeó la puerta y Lucy se apresuró a ver de quién se trataba. Afuera estaba William Smythe, vestido sobriamente con su clásico atuendo negro.

– Milord, la barca real se está acercando al muelle -anunció con una reverencia.

– Gracias, Will. Vamos, querida -dijo lord Cambridge y tomó a su sobrina del brazo-. ¿Está todo listo en el salón? ¿Las hermanas del conde ya están por desmayarse?

– La verdad es que sí -respondió el secretario con una sonrisa discreta-. Creo que solo se calmarán cuando usted y su sobrina les hagan compañía. Al conde también se lo nota bastante incómodo y nervioso.

Philippa y su tío bajaron deprisa las escaleras y se dirigieron hacia el jardín. Desde la puerta vieron cómo la barcaza real atracaba en el muelle. Luego, el rey puso su pie en tierra firme y ayudó a su esposa a desembarcar mientras los sirvientes de Thomas Bolton los cubrían con un toldo para protegerlos de la lluvia. Los reyes de Inglaterra atravesaron los jardines, donde lord Cambridge y su sobrina los esperaban para darles la bienvenida. Detrás de la pareja real, venía uno de los sacerdotes de la reina.

Thomas Bolton los saludó con una inclinación de cabeza mientras que Philippa hizo una reverencia desplegando sus faldas como si fuesen pétalos de flores.

– Su Majestad, no sé cómo expresarle el honor que significa su presencia en mi casa -dijo lord Cambridge mientras hacía pasar al rey y a la reina a través de la puerta de entrada.

– Desde el río, su morada parece una joya, Tom. Es perfecta para usted -tronó la voz del rey. Luego, se volvió hacia Philippa y la aprobó con su mirada-. Tu madre estaría muy orgullosa de ti, querida mía. Haber elevado a tu familia a tan alto rango es un gran logro de tu parte, considerando quién es tu padrastro. Aunque reconozco que ni tú ni ninguna de tus hermanas tienen sangre escocesa. Me enteré de que una de ellas se va a casar con un Neville.

– Sí, Su Majestad. Banon se casará con Robert Neville en otoño. Su abuelo y mi abuela eran parientes.

– ¿Tienen el permiso de la Iglesia? -preguntó el rey a lord Cambridge.

– Sí, Su Majestad. El cardenal en persona obtuvo el permiso de Roma.

– Excelente -dijo Enrique VIII-. Bueno, comencemos con la ceremonia de compromiso. La reina y yo tenemos un largo día por delante. Mañana mismo partiremos rumbo a Greenwich.

Lord Cambridge y Philippa condujeron a los reyes hasta el salón donde el conde de Witton y sus hermanas estaban esperándolos. Lady Marjorie y lady Susanna fueron, finalmente, presentadas a los monarcas. Estaban nerviosas, pero se tranquilizaron al ver que el rey era de lo más gentil. Les hizo bromas e incluso les dio un sonoro beso en sus enrojecidas mejillas. La reina también se mostró muy amable y las hermanas del conde quedaron deslumbradas por sus modales encantadores.

Los criados se apresuraron a llevar el vino. Todos los sirvientes, desde el ayudante de cocina hasta el mayordomo, se reunieron en la parte trasera del salón para espiar al rey y a la reina. William Smythe trajo los papeles del compromiso y los desplegó con cuidado sobre la mesa. Colocó también el tintero, la arena secante y la pluma. Sobre el tablero de la mesa habían dispuesto dos grandes candelabros de oro con velas de cera de abeja. El fuego del salón ardía y las ramas floridas inundaban el ambiente con su fragancia. Y afuera, la lluvia de abril golpeaba las ventanas.

– Llegó la hora, milord -dijo el secretario.

Lord Cambridge asintió.

– Por favor, acérquense para formalizar el compromiso entre mi sobrina Philippa Meredith y Crispin St. Claire.

– Crispin St. Claire, ¿está usted de acuerdo con los términos de este compromiso? -preguntó el sacerdote.

– Sí, padre.

– Por favor, firme aquí -señaló el secretario. El conde de Witton firmó y le devolvió la pluma a William Smythe. El secretario entintó la pluma y se la ofreció a Philippa, mientras colocaba los papeles frente a la joven.

El sacerdote volvió a intervenir:

– Philippa Meredith, ¿acepta usted este compromiso?

– Sí, padre -respondió Philippa. Luego, respiró profundamente y estampó su firma. Le devolvió la pluma al secretario, que secó las rúbricas con arena.

A continuación, el clérigo les pidió a los novios que se arrodillaran y les dio su bendición.

– Ya está -dijo el rey jovialmente, mientras el conde ayudaba a Philippa a ponerse de pie-. Y ahora, ¡brindemos por los novios!

Enseguida trajeron el vino y todos llenaron sus copas para desearle larga vida y muchos hijos a la nueva pareja.

– Su madre es muy fértil -dijo el rey lanzándole una mirada significativa a su esposa-. Seguramente tendrán un heredero este mismo año.

La reina se mordió el labio angustiada y agregó:

– Le pedí a fray Felipe que oficiara los sacramentos en mi capilla de Richmond el día 30 de abril. Y, luego, los recién casados vendrán a Greenwich para reunirse con nosotros.

– ¡De ninguna manera! -volvió a tronar el rey-. No nos iremos a Francia hasta principios de junio. Podrás sobrevivir sin Philippa, Catalina, son apenas unas pocas semanas. Ella y su marido irán a su casa en Oxfordshire y los volveremos a ver en Dover el día 24 de mayo. Han tenido muy poco tiempo para estar solos desde que se cerró el acuerdo entre las familias. Dejémoslos disfrutar de la intimidad. ¿Acaso nosotros no gozamos de una maravillosa luna de miel hace muchos años, Catalina? -Y acto seguido le dio un beso en los labios, lo que hizo enrojecer de inmediato el rostro siempre macilento de la reina.

– Tienes razón, querido Enrique. Por supuesto.

– Pero, Su Majestad -protestó Philippa-, ¿usted no me necesita?

– ¿Ves? -dijo el rey, complacido-. Esta joven es tan devota al deber como su padre, sir Owein Meredith, que Dios guarde en su santa gloria. -Luego se volvió hacia las hermanas del conde-: ¿Sabían ustedes, queridas señoras, que sir Owein sirvió a los Tudor desde que cumplió los seis años? -A continuación, se dirigió a Philippa-: No, querida, debes pasar un tiempo en absoluta privacidad con tu nuevo esposo. Es una orden del rey.

– Sí, Su Majestad -dijo Philippa haciendo una reverencia. ¿Pasar un tiempo con el conde? Apenas se conocían. ¿De qué hablarían?

– Nosotros debemos partir -anunció el rey-. Y dado que no voy a asistir a la boda, besaré a la novia. -Tomó a Philippa por los hombros y besó sus mejillas ardientes-. ¡Que Dios te bendiga, querida! Nos veremos pronto en Dover.

Se produjo un largo silencio hasta que lady Marjorie y lady Susanna comenzaron a hablar al unísono.

– ¡Por la Virgen! ¡Qué apuesto es el rey!

– Me hizo cosquillas con su barba cuando me besó en la mejilla.

– A la reina no le gusta. Se la dejó crecer porque el rey Francisco usa barba y quiere honrarlo con ese gesto.

Las hermanas se fascinaron al oír esa información. Habían visto con sus propios ojos que el rey y la reina trataban a su futura cuñada con una familiaridad solo reservada a los altos miembros de la realeza o a los poderosos, y no a una joven de Cumbria. Tanto Marjorie como Susanna tenían hijos que algún día necesitarían contactos en la corte. Tal vez Philippa podría ayudarlos. Ese matrimonio era verdaderamente conveniente para ambas partes.