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– No puedo concentrarme cuando haces eso -volvió a protestar.

– ¿En qué debes concentrarte, preciosa? -le dijo riendo con ternura. Luego volvió a besarla mientras seguía acariciándole los senos-. Lo que sí deberías hacer es perder la compostura y entregarte al placer de las deliciosas sensaciones que corren por tus venas en este momento. -Sus labios ardientes tocaron la frente, las mejillas y el cuello de Philippa.

La joven levantó la cabeza.

– ¡Oh, milord! No debes tocarme con tanta dulzura. Tus caricias y besos me marean y no puedo pensar.

El conde soltó una carcajada.

– Muy bien, pequeña, haremos una pausa. Este breve encuentro me ha dejado con la sospecha de que, en el interior de esa alma inocente, se esconde un espíritu apasionado y lujurioso. Y me gustaría mucho encontrarlo, Philippa.

– Milord -dijo un poco incómoda-, me parece increíble oír semejante vocabulario de la boca de un caballero. Mi ama, la reina, jamás aprobaría el uso de esas palabras que pronuncias con tanta soltura.

– Tu ama, la reina, es una buena mujer que luchó toda su vida para tratar de ser una buena esposa del rey. Pero es una mojigata, Philippa. En España la educaron solo para cumplir con sus deberes, que consisten, principalmente, en una estricta devoción a la Iglesia. Luego siguen sus obligaciones como infanta española y reina de Inglaterra, y por último su lealtad hacia el marido. Pero el deber no se extiende hasta el lecho marital, Philippa. -Ella lo miró asombrada-. Todo hombre desea una mujer que disfrute del lecho nupcial. Una mujer que se abra a una pasión compartida y confíe en que su esposo le hará gozar de los placeres más exquisitos. Sé que eres virgen, pequeña. Y me gusta que hayas permanecido casta. Pero ya terminó el tiempo de la pureza. Hasta el día de nuestro matrimonio, complacerás todos mis deseos, pequeña. Y no te arrepentirás. Eso te lo prometo.

– La reina… -Philippa comenzó a decir, pero él le tapó la boca con los dedos.

– Tú no eres la reina, Philippa. Quiero que me digas: "Sí, Crispin. Haré lo que quieras". -Sus ojos grises brillaban divertidos.

– Pero tienes que entender… -intentó una vez más Philippa y otra vez los dedos le sellaron los labios.

– Por favor, di: "Sí, Crispin".

– Nadie me habla como si fuera una niña -protestó Philippa.

– Pero es que eres una niña en los temas del amor. Y yo soy quien deberá instruirte y hacer de ti la mejor alumna, Philippa. Ahora, la primera lección. Debes besarme con dulzura y decir: "Sí, Crispin. Haré todo lo que me pidas".

Philippa le clavó sus ojos de miel. Era una mirada aguerrida. Apretó sus labios hasta formar con ellos una delgada línea. Se puso de pie y dijo:

– No, Crispin. No diré todo lo que quieres. No eres más que un arrogante domador de caballos.

Luego, se volvió y regresó a la casa, con los lazos del corpiño flameando al viento. El conde de Witton lanzó una carcajada. El matrimonio con Philippa Meredith iba a ser cualquier cosa menos aburrido.

CAPÍTULO 11

Al día siguiente de los esponsales, Philippa celebró su cumpleaños número dieciséis. Banon, ya relevada de sus servicios en la corte, llegó temprano a la casa de lord Cambridge con todas sus pertenencias. Sus ojos azules brillaban de felicidad y su porte era muy distinguido. Había cambiado mucho durante la estancia en el palacio. Banon había cumplido catorce años el 10 de marzo.

– Lamento no haber podido venir ayer. Pero Catalina me dio permiso para partir esta mañana y huí del palacio antes de la primera misa. ¡Ese lugar es un pandemonio! Todo el mundo está conmocionado por la mudanza a Greenwich. Francamente, no entiendo por qué te gusta tanto vivir en la corte, con ese bullicio y ese ajetreo constantes. En fin… ¡Feliz cumpleaños, hermanita! -exclamó y besó a Philippa en ambas mejillas-. ¡Estás muy pálida! ¿Qué te ocurre?

– Según el tío Tom, sufro de nerviosismo prenupcial. Estoy feliz de verte, Banon. Ven, comamos algo antes de que aparezcan mis cuñadas. Hablan todo el tiempo y tienen una mentalidad demasiado provinciana para mi gusto. Reconozco que son muy buenas y dulces, pero no soportaría vivir cerca de ellas.

– ¡Al fin una comida de verdad! -exclamó Banon entusiasmada-. Los mejunjes de la corte son incomibles. -Tomó una rebanada de pan recién horneado, la untó y una mirada de felicidad iluminó su rostro mientras la mantequilla derretida le chorreaba de la boca-. ¡Ah, qué manjar celestial!

– ¡Vas a engordar!

– ¿Y qué me importa? Lo único que me interesa es ser la dueña de Otterly, tener hijos y mimar a Robert. A él no le preocupa mi silueta, y siempre dice que me querrá más si engordo.

– ¿Cómo es posible que hablen con tanta naturalidad entre ustedes? Si se conocieron casi al mismo tiempo que yo y el conde…

– Philippa, eres mi hermana mayor y no necesito recordarte cuánto te quiero, pero te estás pareciendo demasiado a la reina; pienso que deberías imitar más a mamá. Ella ama la vida y no tiene miedo de entregarse a la pasión.

Banon hundió la cuchara en la avena caliente y se la llevó a la boca. El potaje estaba condimentado con canela, azúcar, crema y trocitos de manzana.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Philippa, sorprendida.

– El tío Tom me contó muchas cosas en estos dos años que llevamos viviendo juntos. Tú, en cambio, tratas con mucha distancia a Crispin St. Claire. Mañana te casarás y tendrás que intimar más con él. De lo contrario, no cumplirás con los deberes conyugales como corresponde.

– Lo sé -admitió Philippa-. Es que estoy confundida y asustada.

– ¿De qué?

– De él. Del conde. Es muy obstinado. Banon se echo a reír.

– ¡Mira quién habla! ¡Tú también eres obstinada!

– Ayer, después de la ceremonia, me llevó a los jardines y me besó una y otra vez.

– ¿Y qué más?

– ¡Acarició mi pecho! Dijo que yo era su alumna y que él me enseñaría a amar con pasión. Entré corriendo en la casa y me encerré en mi alcoba por el resto del día.

– Veo que estás decidida a ser infeliz. ¿Qué te pasa? El conde es un hombre encantador. No es muy popular en la corte, pero quienes lo conocen elogian su bondad e integridad. Nadie te obligó a casarte, Philippa. Deja de comportarte como una virgen timorata y tonta.

– ¡Es que soy una virgen timorata! -protestó Philippa.

– Mira, Philippa, créeme que si no estuviera tan enamorada de Robert Neville, no vacilaría en robarte a ese conde y casarme con él -declaró Banon irritada y bebió de un trago medio vaso de cerveza-. Es uno de los mejores candidatos que hay.

– ¡Oooh, gracias, Banon! -interrumpió el conde acercándose a la mesa. La miró con una amplia sonrisa y luego se dirigió a Philippa-: ¿Te sientes mejor hoy, chiquilla?

Tras darle un beso en la frente, se sentó a su lado.

– Sí, milord -respondió bajando la mirada.

– Muy bien, creo que he comido hasta hartarme -comentó Banon v se levantó de su silla-. Tomaré una merecida siesta. Una nunca duerme lo suficiente en la corte. Los veré más tarde.

– Espérame, te acompaño -dijo Philippa, pero el conde la detuvo. La joven volteó hacia él y lo miró con asombro.

– ¡No quiero que me acompañes! -gritó Banon alejándose.

– ¡Basta de juegos! -regañó el conde a Philippa.

– No sé qué me pasa, milord. No suelo comportarme como una cobarde -se excuso. Tomó la jarra, le sirvió un vaso de cerveza, untó con mantequilla una rebanada de pan y se la dio.

– Pasaremos el día juntos -anunció Crispin St. Claire-. Navegaremos río arriba en la barca de Tom hasta alejarnos de la ciudad. Llevaremos una canasta con víveres y comeremos los dos solos. Sin mis latosas hermanas, ni la encantadora Banon, ni el extravagante tío Tom. Solo tú y yo. Me hablarás de tu familia y de tu aversión por las ovejas, y yo te hablaré de mi pasado.