– ¡Me gusta la idea! -exclamó Philippa y le sonrió.
– Estás cansada, pequeña, lo sé. Te tomas la vida demasiado en serio. Me pregunto si alguna vez te has permitido alguna diversión -dijo el conde mientras le acariciaba el rostro.
– Iré a decirle al cocinero que nos prepare una canasta Crispin tomó su mano y la besó.
– No te demores, pequeña. Me gusta mucho tu compañía.
Philippa se alejó sonriendo. Banon tenía razón. Estaba actuando como una tonta, sin duda influida por la reina, que siempre predicaba la castidad a sus doncellas, no solo con palabras sino con el ejemplo. Sin embargo, en otros aspectos la corte era un paraíso de lujuria y libertinaje. Eso la confundía y no podía determinar con exactitud qué cosas estaban bien y qué cosas, mal.
Al llegar a la cocina, ordenó que prepararan una canasta con pan, jamón, queso y vino.
– Y también quiero uno de esos deliciosos pasteles de carne recién salidos del horno. ¡Ah, y esas fresas frescas que veo allí! Coloque una cantidad abundante, señor cocinero. El conde es un hombre robusto y de buen comer.
– ¿Cuándo vendrá a buscar la canasta?
– Dentro de una hora o tal vez antes. Mandaré a Lucy a retirarla.
Cuando regresó al salón, el conde ya había terminado de desayunar. Estaba solo, pues lord Cambridge casi nunca se levantaba antes de las diez de la mañana cuando se encontraba en Londres. Y, al parecer, las hermanas de Crispin tampoco.
– Esperaré a que se levante el tío Tom. No quiero partir sin antes avisarle adonde iremos. ¿Te gustaría salir al jardín? Es un día hermoso.
– Sí. Tengo una sorpresa para ti, Philippa. Como hoy cumples dieciséis, te he comprado un regalito.
Crispin St. Claire le entregó una bolsa de terciopelo.
– ¡Qué considerado! -se asombró la joven-. ¿Qué es?
– Ábrela y lo sabrás -sonrió el conde.
Philippa vació en la palma de su mano el contenido de la bolsa: una delicada cadena de la que pendía un medallón de oro tachonado de estrellas de zafiro.
– ¡Oh, es precioso, milord! ¡Muchísimas gracias! Después del tío Thomas, eres el primer hombre que me regala una joya.
Philippa levantó la cadena y se quedó admirando el medallón que lanzaba graciosos destellos a la luz del sol que se colaba por las ventanas.
– Bueno, de ahora en adelante seré yo quien goce del privilegio de regalar joyas a mi esposa. Permíteme que te la ponga. -Philippa le tendió la cadena. El conde la hizo girar y se la colocó pasándola suavemente por la cabeza-. Perteneció a mi madre y a mi abuela. Por tradición debe ser entregada a la condesa St. Claire. Uno de mis antepasados luchó en las cruzadas con el rey Ricardo Corazón de León y trajo esta hermosa reliquia de Tierra Santa.
Tomándola de la cintura, le dio un beso en el hombro y acomodó el medallón en el centro, deslizando los dedos entre los senos de la joven, como al descuido, aunque ambos sabían que lo había hecho a propósito.
Philippa sintió que se le aceleraba el pulso, pero esta vez no lo regañó ni se resistió. Mañana sería su esposa. Además, una vez formalizado el compromiso, la pareja se consideraba casada según las leyes del reino. Solo faltaba que la Iglesia bendijera y santificara la unión. Si la finalidad del matrimonio era la reproducción, ella debía rendirse a los deseos del conde. Y también, por qué no, a sus propios deseos. Las dudas y los interrogantes la agobiaban y, por primera vez en tres años, Philippa sintió una necesidad imperiosa de hablar con su madre.
– ¿Qué estás pensando? -inquirió St. Claire.
– Me gustaría que mi madre estuviera aquí. ¡Tengo tantas preguntas para hacerle!
– Sé que te preocupa tu inexperiencia, Philippa -adivinó su pensamiento.
– Te prohíbo leer mi mente -rió Philippa. Dio media vuelta y lo besó-. Gracias. El regalo es precioso y lo cuidaré como un tesoro.
Cuando salieron al jardín, vieron barcos navegando por el río desde Richmond hasta Greenwich. Cuando la nave real pasó cerca del muelle, Philippa y Crispin hicieron una amplia reverencia.
– ¡Philippa, Philippa! -Una niña con un vestido rojo escarlata movía frenéticamente la mano.
Philippa le devolvió el saludo y la pareja volvió a inclinarse en una reverencia.
– Es la princesa María-le dijo al conde-. ¡Buen viaje, Su Majestad!
Tras alejarse la majestuosa nave, se sentaron en un banco de mármol.
– ¿Por qué pasaron por aquí si Greenwich está en la dirección contraria? ¿Todos viajan en barco?
– En primavera, sí -explicó Philippa-. Algunos viajan en sus propias embarcaciones y otros, en las de amigos o conocidos. Son muy pocos los que pueden darse el lujo de tener un barco. La corte parte cuando lo decreta el rey y, a veces, la marea no coincide con sus decisiones. Entonces navegan primero río arriba y luego vuelven a bajar. Lo lógico sería que Su Majestad se rigiera por las mareas, pero nunca lo hace -rió Philippa-. Si prestas atención, escucharás el traqueteo de los carros cargados con el equipaje que avanzan por el camino. Entre ellos, van las personas que, supuestamente, prefieren hacer el viaje a caballo, pero que, en realidad, no pudieron conseguir un asiento en los botes. Yo he sido muy afortunada. Desde la primera vez que llegué al palacio, supe que ese era el tugar donde quería vivir. No concibo otro tipo de vida.
– Sabes que a partir de mañana ya no podrás pasar tanto tiempo en la corte. Como condesa de Witton, tendrás otros deberes que cumplir. Pero te prometo que iremos en Navidad y en mayo, por supuesto.
– Desde luego -acordó amablemente. La reina le había sugerido que en algún momento volvería a requerir sus servicios como dama de la corte y Philippa pensaba que el conde no se rehusaría a semejante reclamo. Estaba dispuesta a esperar.
Lucy salió al jardín y los saludó con una reverencia.
– Dice el cocinero que ya está lista la canasta, señorita. ¡Buenos días, milord!
– Me despediré del tío Tom -anunció Philippa.
– ¿Mis hermanas ya se han levantado, Lucy? -inquirió Crispin.
– No las he visto y tampoco a sus doncellas, milord.
– ¿Crees que serás feliz en Brierewode? Es muy distinto de Cumbria.
– Mi felicidad está allí donde se encuentre mi ama. Con su permiso, llevaré la canasta.
– No, yo me encargaré. ¿Cuál es la barca?
– La que tiene cortinas azul y oro. Son los colores de Friarsgate. Lord Cambridge la hizo construir especialmente para lady Rosamund cuando vino a la corte tras la muerte de sir Owein Meredith.
– ¿Piensas que le agradaré a la madre de Philippa?
– Si es bueno con su hija, sin duda lo querrá.
– Hago todo lo posible por ser bueno con tu ama, Lucy.
– Ella admira demasiado a la reina, milord, pero, por favor, no se le ocurra repetir mi comentario -dijo Lucy guiñándole el ojo-. ¿Me comprende, verdad?
El conde se echó a reír.
– Sí, y me ocuparé de borrar esa nefasta influencia lo antes posible. Luego, se dispuso a llevar la canasta a la embarcación que se mecía junto al muelle.
Entretanto, Philippa había entrado a la casa y subido las escaleras rumbo a los aposentos de lord Cambridge. Golpeó suavemente la puerta y fue recibida por el ayudante personal de Thomas Boldon.
– Buenos días, señorita Philippa -la saludó.
– ¿Ya está despierto?
– Sí, se levantó hace más de una hora y ya está impartiendo órdenes al señor Smythe. Le diré que ha venido. La joven fue admitida de inmediato.
– ¡Feliz cumpleaños, queridísima mía! -exclamó el tío Tom.
– ¿Puedo expresarle mis mejores deseos, señorita? -dijo William Smythe con una galante inclinación. Se hallaba de pie junto a la cama de su empleador.
– Por supuesto. Muchas gracias.
– ¡Esa joya que adorna tu cuello es una hermosura! -opinó el tío Tom-. Jamás la había visto antes y no es uno de mis regalos. Acércate para que la observe con detenimiento.