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– No has perdido a tu familia, tontuela -la consoló el conde riendo-. Siempre contarás con ellos, aunque seas mi esposa. Y se irá agrandando cuando tengamos nuestros hijos. No llores, Philippa.

Philippa sollozaba ruidosamente. Alzó la vista y lo miró. Las pestañas, empapadas por el llanto, parecían pequeñas púas filosas. Las lágrimas inundaban sus ojos color miel y dejaban surcos en sus mejillas.

– ¡No soy una tonta! -gritó con toda la dignidad de la que era capaz.

– Pero eres inexperta -dijo Crispin con voz calma-, y así debe ser, Eres una novia joven que acaba de ver partir a su familia y se ha quedado sola con un hombre que apenas conoce. Pero así es el mundo en el que vivimos, Philippa. Tendrás que aprender a confiar en mí, pues estaremos juntos hasta la muerte.

– Me emocionó ver al tío Tom saludando con la mano. Tras la muerte de mi padre, él vino a casa para escoltar a mamá hasta la corte. Era muy distinto de todos los hombres que habíamos conocido.

– Me imagino -rió el conde.

– Pero era tan bondadoso -continuó Philippa-. Tom y mamá llegaron a quererse como si se hubieran conocido de toda la vida. Maybel y Edmund también le tomaron mucho cariño, así que muy pronto pasó a formar parte de nuestra familia.

– Tenía propiedades en el sur del país, ¡verdad?

– Sí, pero las vendió y compró la casa de nuestro tío abuelo Henry. Pero no quiero aburrirte con esa larga historia.

– Me gustaría escucharla.

– Entonces vayamos al jardín y te la relataré. Y después me hablarás de tu vida y tu familia. -Dio media vuelta y se sobresaltó cuando Crispin le tomó la mano-. Es una lástima perdernos un día tan lindo.

Salieron al jardín y se sentaron bajo el cálido sol. Philippa le contó a Crispin cómo el tío Henry había intentado robarle Friarsgate a Rosamund, la heredera legítima, y cómo su madre, con la ayuda de Hugh Cabot, Owein Meredith, Thomas Bolton y Logan Hepburn, había logrado desbaratar los perversos planes de su tío y su familia.

– Tu madre es una mujer muy valiente y astuta. Espero que hayas heredado sus virtudes, Philippa.

– La gran pasión de mi madre siempre ha sido Friarsgate. Bueno, no siempre, en realidad. Una vez amó tanto a un hombre que estaba dispuesta a abandonar sus tierras. Pero el destino no lo quiso así.

– ¿Otra historia para contar? -preguntó el conde sonriéndole.

– En otro momento. ¡Tengo tantas anécdotas de mi familia!

– La mía, en cambio, es un tedio comparada con la tuya.

– Crispin, antes de viajar a Cumbria en otoño debes decirme con total sinceridad si quieres realmente renunciar a Friarsgate. Es una herencia muy tentadora y, si bien yo no deseo esas tierras ni asumir las responsabilidades que implican, quizás a ti te interesen.

– No, ya te dije que Brierewode y Melville me mantendrán muy ocupado. Iremos a la corte mientras disfrutes de esa forma de vida. Te he dado mi palabra y la cumpliré. Pero no viviremos allí como la mayoría de los cortesanos. Mis campesinos y arrendatarios necesitan de mi presencia y mi protección. Me preocupo por Brierewode tanto como tu madre por Friarsgate.

Se levantó un ligero viento procedente del río. El sol comenzaba a caer. Bajo los jardines, en el Támesis, ya no quedaba ninguna embarcación.

– Es mejor que entremos -dijo el conde ayudándola a levantarse del banco de mármol donde se habían sentado- Lord Cambridge fue muy amable al invitar a mis hermanas a pasar unos días en Greenwich. Ellas son mujeres del campo que llevan una vida sencilla. Marjorie tiene seis hijos; Susanna, cuatro. Sus esposos son un tanto aburridos, pero buenas personas.

Tomados de la mano, cruzaron el jardín y entraron en la casa. No quedaban rastros de la fiesta en el salón y el fuego ardía en la chimenea. El ayudante principal del mayordomo apareció en el salón e hizo una reverencia.

– Les hemos preparado una pequeña colación. Sobre la mesa tienen carne fría, pollo, pan, mantequilla, queso y tartas de frutas. ¿Prefieren servirse ustedes mismos?

– Sí, Ralph, gracias -dijo Philippa-. ¿Dónde está Lucy?

– ¿Milady requiere su presencia?

¡Milady! ¡Ahora era milady!

– Ahora no, pero la necesitaré más tarde.

– Le avisaré de inmediato, milady. Está cenando en la cocina -informó Ralph y, tras hacer una reverencia, se retiró.

– ¿Quieres comer ahora? -preguntó Philippa al conde.

– Todavía no. Tengo ganas de jugar al ajedrez contigo.

– ¡No, milord! Sería injusto que te ganara en nuestro día de bodas.

– Nuestra noche de bodas, querrás decir -le recordó con una sonrisa picara y las mejillas encendidas.

– ¡Ah, veo que piensas jugar sucio! -lo retó.

– Dicen que en el amor y en la guerra, todo está permitido.

– ¿Y lo nuestro qué es? ¿Amor o guerra?

– ¡Buena pregunta, pequeña!

– ¿Por qué me dices "pequeña"?

– Porque eres baja de estatura y más joven que yo.

– Me agrada.

– Bien. Trataré de agradarte todo lo que pueda.

– Y yo también. Traeré el tablero y las piezas.

El conde se acercó a ella.

– Promete que ganarás sin humillarme. -Posó los labios en su cabeza y cuando ella, sorprendida, alzó la vista, le dio un beso prolongado. Rodeó su delgada cintura con el brazo y la atrajo hacia él.

Philippa reculó instintivamente, pero enseguida recordó que era su esposo. Observó sus ojos grises, que la miraban serios, y no pudo descifrar sus emociones.

– No eres hermoso, pero me gusta tu rostro.

– ¿Por qué? -inquirió el conde. Luego aferró su mano y comenzó a besarle los dedos.

– Irradia fuerza y nobleza -afirmó, asombrada de sus propias palabras.

– ¡Qué hermoso cumplido, pequeña! -sonrió y le recordó-: Prepara el tablero, señora.

Se sentaron y comenzaron a jugar. Como siempre, Philippa no tardó en ganar una posición ventajosa, capturando las torres y la reina.

– Eres demasiado impaciente -opinó ella-. Tienes que observar el tablero y pensar con anticipación tres jugadas, por lo menos.

– ¿Cómo? ¡Si no sé qué pieza vas a mover tú!

– ¡Crispin! -se exasperó-. Hay una cantidad limitada de movimientos en cada jugada. Debes calcular mentalmente cuáles son esos movimientos y decidir cuál es el mejor de todos.

AI conde lo sorprendió la explicación.

– ¿Tú haces eso? -preguntó sabiendo la respuesta.

– Sí. No me gusta perder. Tendrás que dejar que te enseñe, pues eres un oponente muy fácil. No me divierte jugar con alguien a quien sé que le voy a ganar.

– ¿Nunca te dijeron que es poco femenino vencer a un hombre en el ajedrez?

– Sí, ya me lo advirtieron. Pero la reina jamás deja que el rey la derrote con facilidad y la mayoría de las veces gana ella. Solo sigo el ejemplo de Su Majestad, milord. No soy ni seré nunca como esas mujeres alborotadas de la corte.

– Por supuesto que no. Pero, a veces, las mujeres inteligentes que se jactan de su superioridad intelectual no ven lo más evidente. Jaque mate, mi querida condesa -remató con una sonrisa triunfante mientras capturaba al rey.

Philippa miró el tablero azorada, pero al instante se echó a reír y a aplaudir.

– ¡Brillante, milord, te felicito! Comienzo a descubrir que tienes más virtudes de las que imaginaba.

– Poseo muchas virtudes, por cierto -declaró con absoluta seriedad. Luego se puso de pie y estiró los brazos-. Es hora de comer, no podemos postergar indefinidamente lo inevitable. -Tomándola de la mano, la condujo a la mesa y, con gesto galante, corrió su silla para que se sentara.

Philippa asintió ruborizada. La sola mención de la noche que la esperaba le había quitado el hambre. Crispin comía con buen apetito, sin dejar de observarla mientras ella pinchaba un trozo de pollo o bebía de un trago media copa de vino. Se dio cuenta de que la joven estaba asustada, aunque ignoraba cuan intenso era ese temor. Philippa era virgen, y al conde no le agradaba la idea de desflorar a una virgen aprensiva. No obstante, debería hacerlo esa misma noche. Él estaba seguro de que lord Cambridge querría comprobar la pérdida de la virtud de Philippa para asegurarse de que el matrimonio se había consumado. Vació de un trago su copa de vino. Esa noche debía impartir una lección de diplomacia y estrategia. Esperaba estar a la altura de las circunstancias.