CAPÍTULO 13
Cuando terminaron de comer y los sirvientes despejaron la mesa, se produjo un largo e incómodo silencio entre los recién casados.
– Creo que deberíamos retirarnos, querida. Me quedaré en el salón. Cuando estés lista, dile a Lucy que avise a mi criado -ordenó el conde en un tono calmo que, sin embargo, no admitía réplica. Luego, se puso de pie, tomó la helada mano de Philippa y la besó-. Mi paciencia tiene un límite, pequeña.
Ella se inclinó en una reverencia; el color había desaparecido de sus mejillas, parecía mareada. Tras una profunda inspiración, le respondió: -Trataré de no hacerte esperar. Cuando Philippa entró a su alcoba, gritó asombrada:
– ¡Lucy! ¿Qué pasó aquí?
– Fue idea de su tío. Los sirvientes redecoraron la habitación siguiendo instrucciones precisas de lord Cambridge. Dijo que los novios debían comenzar su vida en común en un terreno neutral y que el escenario de su noche de bodas no podía ser de ninguna manera el cuarto de su infancia, milady.
Philippa miró a su alrededor. Los cortinados de terciopelo rosa de la ventana y de su antigua cama habían sido reemplazados por otros color borravino. Las alfombras persas eran de un rojo y un azul intensos. Los muebles eran los mismos, con excepción de una enorme cama, donde cabían cómodamente dos personas, rodeada por cortinas sujetas por unos brillantes aros de bronce.
– Bien, ha logrado su objetivo -reconoció riendo-, pero me gustaba el viejo terciopelo rosa, pero el tío Thomas es la persona más sensible y atenta que conozco. A nadie, ni siquiera a mi madre, se le hubiese ocurrido una idea tan extravagante.
– El adora a sus sobrinas. Vamos, milady, no perdamos más tiempo.
Philippa sonrió a la doncella.
– Me resulta extraño que me digas "milady".
– Ahora es la condesa de Witton, milady -replicó la doncella con orgullo. Estaba muy concentrada en su laboriosa tarea. Desató los cordones de las mangas, le sacó el corpiño y lo apartó a un lado. Luego, desanudó la falda y las enaguas, que cayeron al suelo.
La condesa abrió el cofre de las joyas y guardó los pendientes y la sarta de perlas. Luego se sentó en una silla y se lavó las manos y el rostro. Mezcló polvo de piedra y menta en un lienzo y se frotó los dientes. Repitió mecánicamente todos los pasos que solía dar antes de acostarse. Pero esa noche sería distinta: habría un hombre en su cama.
– Muy bien, ya está lista, milady -dijo la criada, y se retiró de la habitación haciendo una reverencia.
– El cabello… -murmuró Philippa-. Bueno, tendré que peinarme sola -rió.
Sentada frente a la ventana que miraba a los jardines, comenzó a cepillarse. Maybel y su madre le habían enseñado que debía darse cien cepilladas todas las mañanas y todas las noches. Las cerdas se movían a un ritmo constante a través de su larga y ondulada cabellera.
Contempló el paisaje. La luna estaba en cuarto creciente y, junto a ella, había una estrella. Era un espectáculo maravilloso. "¿Por qué no será así siempre?". De pronto, se abrió la puerta y escuchó los pasos del conde entrando en la alcoba.
Ella no se dio vuelta, pero su mano se detuvo en el aire, a la altura de la nuca. Sin decir una palabra, Crispin tomó el cepillo y lo deslizó por su melena caoba. Inmóvil y en silencio, la joven respiraba con dificultad.
– ¿Ya llegamos a las cien? -preguntó el conde.
– Perdí la cuenta, pero creo que sí, o más.
– Entonces hemos terminado. Tienes un cabello hermoso. -Tomó un mechón, se lo llevó a los labios y lo besó.
Se sentó junto a su esposa y le ciñó la cintura con los brazos. La muchacha dio un salto y él aflojó un poco la presión. Desnudó su cuello y lo besó amorosamente. Philippa sintió un ligero escalofrío. El conde comenzó a desatar las cintas de la camisa.
– No, por favor -suplicó, oprimiendo sus manos contra las de Crispin.
– Solo quiero acariciar tus dulces senos, pequeña -le susurró al oído, y le besó el lóbulo de la oreja.
– Estoy asustada.
– ¿De qué?
– De todo esto. De ti. De lo que pasará esta noche. -Las palabras salían con torpeza de su boca.
– Sólo estoy acariciándote. -Crispin logró liberarse de las manos de Philippa, le abrió la camisa y tocó su seno-. Soy tu marido, pequeña, no hay razón para que tengas miedo de mí. Debemos consumar el matrimonio para que tu familia quede satisfecha. De lo contrarío -agregó jocoso-, robaré tu dote y te dejaré por no haber cumplido con tus deberes conyugales.
– Jamás harías algo así -se enojó Philippa-. Eres un caballero honorable.
– Me alegra que tengas esa opinión de mí, pequeña -sonrió Crispin-. Soy un hombre honorable y, precisamente por eso, aceptarás que hoy se consume nuestra relación. Vamos, no temas. Uniremos nuestros cuerpos y nos brindaremos al placer.
– ¿Y por qué tiene que ser esta noche? ¿No podemos esperar un poco más?
– ¿Cuánto tiempo más quieres esperar? -rió el conde.
– No lo sé.
– Tiene que ser esta misma noche. Cuanto más lo posterguemos, más miedo sentirás. En cambio, si lo hacemos ahora mismo, verás que no es tan terrible e incluso es probable que quieras repetirlo más de una vez.
– La reina, y también la Iglesia, dicen que la única finalidad de la unión entre los esposos es la procreación, milord.
– Ni la reina ni la Iglesia se meterán hoy en nuestra cama, Philippa -repuso el conde con voz firme-. ¡Solo estaremos tú y yo! -y le dio un fogoso beso.
Primero, la joven mantuvo sus labios sellados, pero luego se doblegó. El conde introdujo su lengua hasta tocar la de su amada, y la acarició con frenesí. La besó hasta dejarla sin aliento. Ella se estremeció; de pronto, rodeó con sus brazos el cuello de Crispin.
– Me gusta que me beses -murmuró.
– Estás hecha para ser besada, acariciada y amada, pequeña. Puedo ser un perfecto caballero mientras no te toque, pero cuando te estrecho en mis brazos y saboreo esos dulces senos que tienes, soy capaz de perder el control, Philippa. Ninguna mujer me excitó tanto.
Philippa adivinó la pasión del conde en sus ardientes ojos grises.
– Te deseo -repitió el conde- y me alegra que me hayas obligado a esperar hasta este momento. Quedaremos extasiados de tanto placer.
Philippa sintió que sus huesos se derretían; no tenía fuerzas para moverse ni emitir palabra. Crispin la paró frente a él y le quitó la camisa. Sintió cómo la seda se deslizaba por sus caderas, sus muslos, sus piernas. Se sintió frágil, desnuda ante ese hombre. No sabía dónde mirar, tenía un nudo en la garganta.
A excepción de unas pocas mujeres, nadie la había visto desnuda. ¿Qué diría la reina? ¿Alguna vez se habría mostrado desnuda ante el rey? Probablemente no, supuso, pues Catalina jamás se sacaba la camisa, ni siquiera para bañarse.
– No es justo -se quejó-. Te estás aprovechando de mi inocencia.
– Es cierto -admitió el conde-. Ya mismo me quitaré la ropa para estar en igualdad de condiciones, -Se desnudó y arrojó las prendas junto a las de ella-. Voila.
En un acto reflejo, la joven se cubrió los ojos con ambas manos.
– ¡No, milord! Las velas están encendidas. Hay demasiada luz en la habitación.
Crispin apartó las manos de su rostro, pero los ojos de Philippa permanecían cerrados.
– ¿Por qué cierras los ojos? -preguntó el conde.
– Porque no llevas nada puesto, milord. No es correcto que veamos nuestros cuerpos desnudos. La Iglesia dice que Dios nos dio la ropa para cubrir nuestra vergüenza.