– Será más difícil hacerte el amor si estás vestida, Philippa -explicó el conde-. Además, si la finalidad de nuestra unión ha de ser la procreación, como nos enseña la Iglesia, es necesario que estemos desnudos. -Sintió ganas de reír pero no lo hizo. Maldijo a la reina española y su beata mojigatería, y comprendió la frustración del rey. ¿Cuánto tiempo había estado Philippa bajo la influencia de Catalina? ¿Tres, cuatro años? Aunque Crispin sabía que era imposible borrar en una sola noche todas las tonterías que le había inculcado la reina, decidió hacer el intento.
– ¡Abre los ojos! ¡Soy tu esposo y me debes obediencia! -ordenó el conde.
Sobresaltada por la severidad de su voz, la joven abrió sus ojos color miel y los fijó en un punto situado por encima del hombro de su flamante esposo.
– Sí, milord -susurró ruborizada y dio un paso hacia atrás.
Con una brusca y veloz maniobra, Crispin la arrastró hacia él y la abrazó.
Philippa forcejeaba inútilmente contra el cuerpo sólido de su marido.
En un momento, sus miradas se encontraron y Crispin procedió a explicarle cada detalle de lo que harían a continuación:
– Ahora, Philippa voy a acariciar cada pulgada de tu delicioso cuerpo y tú, del mío. Nos besaremos, y cuando se encienda la pasión nos uniremos como marido y mujer. Eso puede servir a la procreación, pero también provocar placeres insospechados, y no hay nada malo ni pecaminoso en ello. Lamento que la reina no haya experimentado jamás esos placeres. Pero tú, pequeña, los sentirás en cada fibra de tu ser.
– Su Majestad asegura que la esposa debe rezar el rosario y orar sin cesar mientras el marido está montado sobre ella.
– ¡Nada de rosarios ni plegarias! El único sonido que escucharé de tus labios serán gritos de júbilo y súplicas para que no me detenga. ¿Comprendes, Philippa?
El conde calzó sus vigorosas manos en el trasero de la joven, y comenzó a acariciarle las nalgas.
Sobresaltada, trató de liberarse de esas garras que la apretaban contra él. Era imposible. De pronto, sintió que algo duro presionaba su vientre y el estupor fue aún mayor.
– ¡Oh! -jadeó Philippa. Intentó alejarse de él, pero fue en vano-. ¿Crispin?
– ¿Qué? -preguntó. Sus ojos irradiaban una inmensa felicidad.
– Por favor…
– ¿Por favor qué?
– ¡Eres muy cruel! -exclamó mientras una lágrima rodaba por su mejilla.
El conde lamió la lágrima. La muchacha comenzó a temblar. El gestito le pareció lo más sensual que había experimentado en su vida.
– Sí, A veces un hombre debe ser cruel para ser gentil -dijo Crispin.
– No lo comprendo.
– No, ahora no comprendes nada, querida, pero ya entenderás.
La alzó y la depositó en la cama con delicadeza.
Ya no podía seguir apartando la vista, y se atrevió a mirarlo. Crispin tenía un cuerpo tan esbelto como las estatuas del jardín de lord Cambridge y, por cierto, mucho más hermoso que su rostro. Cuando se acostó sobre ella, la joven lanzó un suave gemido.
El conde había notado la expresión de admiración de Philippa, aunque sus ojos no habían siquiera vislumbrado su virilidad. Con sumo cuidado, Crispin se colocó en una posición que no la lastimara. Comenzó a besarla de nuevo. Tenía deseos de penetrarla, pero sabía que su esposa aún no estaba lista, y decidió esperar. Quería que la pérdida de la virginidad fuera lo menos dolorosa posible para ella. Le besó los labios y el rostro y vio con satisfacción cómo Philippa le devolvía sus besos tímidamente y lo rodeaba con sus brazos. En un momento dado, la hizo girar en la cama de modo que él quedara debajo de ella. Philippa lanzó un chillido de asombro, pero no protestó. La tiró hacia delante hasta que los senos de la joven quedaron a la altura de su boca. Primero hundió el rostro en la hendidura entre esos dos deliciosos frutos y luego, incapaz de contener su ardor, le lamió los pezones, primero uno, después el otro, hacia atrás y hacia delante, hasta que ella emitió un gemido casi inaudible. Crispin apretó con sus labios una de esas tentadoras fresas y comenzó a succionarla con vigor, escuchó un grito, pero esta vez era de placer. Cuando exprimió al máximo el primer pezón, pasó al segundo y lo atizó con deleite, mientras ella subía y bajaba la cabeza, sacudiendo su roja cabellera.
– ¡Esto está mal! -jadeó Philippa.
El travieso conde le mordió el pezón.
– ¡Ay, Crispin! -exclamó, pero no exigió que se detuviera. Haciéndola girar nuevamente, se puso encima de ella y comenzó a lamerle el cuerpo con su carnosa lengua. Se detuvo en la garganta, para sentir cómo se aceleraba el pulso bajo sus caricias; luego, pasó a los hombros, los brazos, las manos… Luego, deslizó la lengua por su bello torso y besó la suave curvatura de su vientre. Quería saborear el néctar de su virgen femineidad, pero temía que su joven e inocente esposa se asustara al sentir una pasión tan intensa. Entonces, se acostó junto a ella y la abrazó, mientras su mano exploraba su intimidad. Le acarició el monte de Venus y luego metió un dedo entre los húmedos labios.
– ¡No! ¡No debes hacer eso! -exclamó Philippa.
– Sí, lo haré. -Tocó su pequeña gema y comenzó a atizarla, primero despacio y luego con insistencia, sonriendo al oír los gemidos que su mujer no lograba ahogar.
¿Qué estaba haciendo? ¿Y por qué era tan… tan… maravilloso? No, debía detenerlo. Eso estaba muy mal. El propósito de la unión carnal era, pura y exclusivamente, la procreación. Pero, por cierto, todavía no se había producido la unión carnal. Una ráfaga de placer estremeció su cuerpo y la aturdió tanto que al principio no se dio cuenta de que el conde había introducido uno de sus dedos.
Entretanto Crispin maldecía para sus adentros, la joven era demasiado estrecha. Con la punta del dedo tocó el himen. Estaba intacto, lo que probaba su inocencia. Empujó un poco más y entonces Philippa, plenamente consciente de lo que estaba sucediendo, pegó un grito.
– ¡Nooo!
– Sí, pequeña, llegó el momento -dijo, y al instante estaba montado sobre ella. Logró separar los muslos que oponían resistencia y se colocó en posición de ataque. Había querido penetrarla desde el momento en que había entrado en la alcoba. Crispin podía sentir cómo su miembro rígido como una piedra latía a causa de la ansiedad por iniciar la batalla. Comenzó a moverse para penetrarla.
– ¡No! -bramó Philippa-. ¡No!
Pese a las protestas, la joven estaba húmeda a consecuencia del placer que le prodigaba su esposo. El conde la apaciguó con gestos y palabras tiernas. Y continuó empujando. Despacio, despacio. Cuando metió la punta, sintió una fuerte opresión en su virilidad. Siguió penetrándola hasta que se topó con la barrera de la virginidad. Entonces se detuvo.
– No soporto más -sollozó-. Es demasiado grande. Me lastimarás.
No podía decirle nada que la aliviara y él lo sabía muy bien. Debía apresurarse a romper su virginidad. Empujó con violencia y sintió cómo se desgarraba la delgada membrana.
Philippa gritó, pero no de dolor sino más bien de asombro. Cuando Crispin la llenó, la joven experimentó una sensación que nunca había imaginado. Él se movía dentro de ella, murmurando palabras dulces y excitándose cada vez más, hasta que el deseo comenzó a obnubilarle la razón. De pronto, ella se relajó y sintió un irrefrenable impulso de entregarse a la pasión. Cerró los ojos y fue embestida por una ráfaga de placer, un arrebato embriagador que le resultaba absolutamente nuevo y desconocido. Crispin aflojó la presión que ejercía sobre ella y entonces Philippa abrazó su largo y delgado cuerpo y comenzó a acariciarlo.
– ¡Rodéame con tus piernas, pequeña! -jadeó el conde.
Obedeció mientras él empujaba para penetrarla cada vez más hondo.
– ¡Oooh, Crispin! -suspiró.
¡Por todos los santos, cómo pudo haber sentido miedo de una experiencia tan maravillosa! ¡Era el paraíso en la tierra! ¡Un milagro divino! ¿De modo que así era cómo se concebían los hijos?