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Volvió a suspirar. Un estremecimiento surgió de lo más profundo de su ser y agitó violentamente cada fibra de su cuerpo. Turbada por esa nueva conmoción, lanzó un grito, que al instante fue sofocado por una agradable sensación de bienestar. El conde la colmó con su cálido fluido y emitió un prolongado gemido de placer y de alivio. Luego, se tendió junto a ella y la abrazó mientras besaba su rostro, sus labios, sus ojos.

– ¡Mi pequeña, mi pequeña! Gracias por regalarme tu inocencia y darme tanto placer. Espero haberte satisfecho yo también.

– Olvidé decir mis oraciones. No podía pensar en nada mientras me hacías el amor. Será mejor que no se lo cuente a la reina.

El conde de Witton estalló en una carcajada.

– Señora, te prohíbo rezar mientras hacemos el amor. Dios se apiade de la reina que nunca ha conocido la pasión.

– Al principio me dolió -confesó la joven.

– Es normal que duela al principio. ¿No lo sabías? Tal vez no te lo dijeron para no asustarte.

– Pero después fue maravilloso, como estar en otro mundo. Sentí que volaba, créeme. ¿Cuántas veces lo haremos?

– Todas las veces que desees, pequeña. Pero ahora vamos a dormir. Mañana partimos a Brierewode y en unas semanas viajaremos a Francia. Ha sido un día largo. Tienes que descansar; yo me quedaré junto a ti para protegerte. A partir de esta noche dormiré a tu lado.

– ¡Qué bien! Mis padres siempre dormían juntos, y mamá y Logan Hepburn también.

Philippa tiró del cobertor para cubrirse y cubrir a su esposo. No tenía sentido levantarse a buscar el camisón. Arropó bien al conde, que sintió ternura por ese gesto maternal. Comenzaba a convencerse de que había hecho un excelente trato con lord Cambridge. Se acurrucó junto a su bella esposa, sintió el roce de su tupida cabellera caoba. Por fin se quedaron dormidos.

Crispin se despertó antes del amanecer en los brazos de su esposa. La observó con detenimiento: era una criatura encantadora. Su piel era hermosa y su cuerpo, magnífico. El mero hecho de mirarla lo excitó. Acarició suavemente las curvas de ese cuerpo tendido junto a él.

Philippa abrió los ojos. Al principio estaba desorientada, pero luego recordó dónde se encontraba. Miró al conde y la atmósfera de intimidad que los rodeaba la hizo sonrojar. Sin decir una palabra, el conde se subió encima de ella, que, lejos de protestar, estaba ansiosa por volver a hacer el amor. Lo rodeó con sus brazos y lo atrajo hacia sí mientras él penetraba lentamente en su cuerpo anhelante.

– ¡Aaah, qué placer! -exclamó Philippa.

– Dime qué sientes cuando estoy dentro de ti.

– Es difícil de explicar. Me gusta desde el momento en que entras en mi cuerpo. Cuando me llenas con tu virilidad, siento deseos de fundirla con mi carne y no dejarla salir nunca. Es como si perdiera mi identidad al unirnos en un solo ser.

– A mí me provoca una sensación de inmenso poder -admitió Crispin-. ¡Oh, pequeña, es tan irresistiblemente dulce estar dentro de ti! -murmuró, y luego la besó.

La besó hasta que la cabeza de Philippa comenzó a girar. El roce de sus labios, su miembro la colmaban de una dicha tan increíble que era casi insoportable. Sintió cómo su hombría latía dentro de su cuerpo y comenzó a gemir de deseo. Sentía una necesidad imperiosa de ser poseída.

– ¡No te detengas, no te detengas! -imploró.

Crispin comenzó a moverse a un ritmo cada vez más acelerado. Philippa sacudía frenéticamente la cabeza en la almohada y el conde contemplaba extasiado su rostro ávido de pasión. Empujó con más fuerza hasta que ella empezó a gritar de placer.

Philippa anudó sus piernas en torno a él para permitirle una penetración más profunda. El vértigo era increíble, y por primera vez logró comprender la pasión de su madre. Aún podía mantener cierto control, aunque el placer se acrecentaba cada vez más hasta que sintió que estaba a punto de desfallecer. No se inquietó. Lo único que le importaba era saciar su deseo. Su cuerpo comenzó a agitarse como si fuera a explotar.

– ¡Crispin! ¡Crispin! -gritó. Y entonces su conciencia fue absorbida por un oscuro torbellino de ardiente placer.

El conde la escuchó gritar su nombre, pero estaba hipnotizado por las extrañas emociones que lo asaltaban. Su miembro se hinchaba y crecía dentro de ella, causándole sensaciones dolorosas e intolerables, hasta que, por fin, brotó el ardiente tributo en sucesivos torrentes. Por un momento, pensó que ese manantial jamás se agotaría. Desconcertado por la extrema voluptuosidad que su joven esposa había provocado en él, se preguntó si acaso siempre sería tan deliciosamente perversa. Y rogó a Dios que así fuera, aunque lo terminara matando.

Al rato se quedaron dormidos, con sus cuerpos exhaustos, desparramados a lo ancho de la cama y con las piernas entrelazadas.

Philippa fue la primera en despertarse, el sol ya había salido y los pájaros cantaban sus coplas de mayo. Estudió el rostro de su esposo y se ruborizó al recordar el reciente arrebato. Tenía un cuerpo fuerte y vibrante. Dirigió la mirada hacia su masculinidad y se sorprendió de la diferencia de tamaño, comparada con el estado anterior.

– Ahora está agotada, pero ya se recuperará -aseguró el conde sin abrir los ojos.

– ¡Oh! -se asustó Philippa al ser descubierta examinando atentamente su miembro-. Es la primera vez que veo el cuerpo de un hombre.

Crispin sonrió y abrió sus ojos grises.

– Espero no haber defraudado tus expectativas.

– En realidad, no tenía ninguna expectativa, milord. Pero, para tu tranquilidad, juro que lo que he visto no me ha desilusionado en lo más mínimo.

– En otro momento te enseñaré a acariciarlo, Philippa. Es increíble lo que puede lograr la mano de una bella mujer. Pero ahora hay que levantarse, pequeña, aunque esos adorables senos tuyos me están tentando para que me quede en la cama.

Philippa se cubrió rápidamente y le sacó la lengua.

– Para que no te tientes más -bromeó.

– Lo único que me impide pasar el día en la cama contigo es el deseo de llevarte a Brierewode. Has resultado ser muy fogosa, mi querida condesa de Witton.

– Y tú, milord, has alejado todos mis temores relativos al amor conyugal.

Se deslizó fuera de la cama, se puso la camisa y abrió la puerta.

– ¡Lucy! El señor y yo queremos tomar un baño ahora -vociferó Philippa.

– Enseguida, milady-replicó la doncella saltando de la silla. Había estado esperando el llamado de su ama desde hacía rato. Esa mañana no se atrevía a entrar en la cámara nupcial-. ¿Dónde quiere que coloquemos la bañera? ¿Aquí afuera?

– De acuerdo. ¿El fuego está bien caliente?

– Sí, milady.

Philippa regresó a la alcoba.

– Tomaremos un baño ahora, no tendremos muchas oportunidades de hacerlo durante el viaje. Debes saber que suelo bañarme con regularidad, y no dos o tres veces al año como la mayoría de las personas de la corte. Quisiera que nos metiéramos juntos en la bañera, milord.

La bañera tardó un tiempo en llenarse. Lucy pidió al lacayo del conde que colocara la ropa limpia de su amo en el cuarto contiguo a la alcoba de Philippa. El hombre atravesó velozmente la sala de estar donde se bañaban los recién casados. Mientras tanto, Lucy sacó la sábana con la mancha de sangre y la apartó para que lord Cambridge pudiera comprobar la pérdida de la virginidad de su sobrina. Luego, preparó la ropa que Philippa usaría ese día. Los baúles ya estaban empacados. Casi todo el guardarropa quedaría en Londres hasta que los esposos regresaran de Brierewode. La doncella sonrió al escuchar cómo su ama y el conde reían alborozados en la bañera. Al parecer, la noche de bodas había sido un éxito.

– ¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar a Brierewode? -preguntó Philippa mientras se enjabonaba.