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– Tengo que confesarte algo, Philippa. La idea del viaje en barco fue de lord Cambridge. Le parecía más romántico y menos agotador que hacer todo el trayecto a caballo o en carruaje. Yo no estaba nada entusiasmado, pero igual acepté su plan. ¡Y no me arrepiento en lo más mínimo! Es la mejor forma de festejar la primavera.

Apoyándose en uno de los codos, contempló su bello cuerpo y le dio un beso.

– Crispin -murmuró Philippa-, los remeros… Alzó su cabeza y sonrió con picardía.

– ¿Por qué crees que les ordené que nos dejaran solos? Te aseguro que entendieron perfectamente mi mensaje, así que no debes preocuparte. Tengo el firme propósito de hacerte el amor bajo los árboles, y si no me permites satisfacer mi deseo aquí y ahora, en algún momento de la tarde, mientras estemos en la barca, te poseeré cuando me plazca. La decisión es tuya, señora. -Su mirada denotaba que no estaba bromeando.

– Eres muy perverso, milord. ¿Y si pasara un pastor o una lechera y nos sorprendieran en flagrante delito?

Crispin le levantó las faldas y acarició sus suaves muslos.

– Un hombre retozando con su esposa no es un delincuente. ¡Philippa, eres tan deliciosa y cautivante!

La besó con furor, separándole los labios con la lengua.

¿Por qué se sentía tan débil y aturdida cuando él la embestía de esa manera? Abrió la boca y acogió esa lengua sensual mientras los hábiles dedos del conde jugueteaban con sus labios íntimos. Sus senos estaban a punto de saltar del corpiño. Maldijo la idea de usar un vestido tan complicado de desabrochar. Entre tanto, el conde excitaba con la yema de los dedos la pequeña y sensible cresta de su femineidad. Ella ronroneó.

– Crispin, no sigas, por favor.

– ¿Por qué? -susurró mientras deslizaba dos dedos en la venusina caverna.

– No sé -logró articular-. ¡Oh, no! ¡No deberías hacer eso, no!

– ¿Por qué? -preguntó otra vez. Luego la cubrió con su cuerpo y comenzó a penetrarla.

– ¡Oh, por Dios! -Philippa lo acogió y sintió cada pulgada de su virilidad. Su longitud, su grosor, su calor.

– De modo que te gusta, ¿eh? -musitó lamiéndole la oreja-. Te gusta mucho, muchísimo. Dime que me deseas tanto como yo a ti, pequeña.

– ¡Sí! -jadeó-. ¡Sí! -Y siguió gimiendo. El conde se movía a un ritmo cada vez más frenético hasta que los dos aullaron de éxtasis, fundiendo sus cuerpos en uno solo.

Más tarde, Crispin se puso de pie, se acomodó la ropa y recobró su porte distinguido. Philippa alzó la vista hacia él. Jamás había imaginado que ese hombre tan elegante fuera tan apasionado. Al ver que estaba despierta, el conde se agachó, la levantó entre sus brazos y la besó con ternura.

– Debemos irnos. Llamaré a los remeros.

– ¿Tengo un aspecto decente? -preguntó Philippa.

– Estás perfecta, señora -replicó luego de alisarle las faldas.

– La próxima vez, desátame el corpiño, Crispin. Me costaba respirar. De ahora en más, usaré vestidos que se anuden en la parte delantera.

– No es mala idea -acordó su flamante esposo-. Eché de menos esos apetitosos frutos que posees. Hoy a la noche les pediré disculpas por haberlos abandonado.

– ¡No haré el amor contigo en una posada pública! -declaró indignada.

– Ya veo. En la ribera del río sí, pero en la posada no.

– ¡La gente puede oírnos!

– Todo depende de las habitaciones que nos den.

Pasaron por el gran castillo de Windsor, cuyas torres y almenas se alzaban sobre el Támesis. Philippa siempre había admirado su magnificencia, pero desde el río le resultaba aun más imponente y amenazador. Recordó las partidas de caza en las que había participado durante los meses de otoño. Cuando dejaron atrás el castillo de Windsor, divisó las hermosas colinas de Chiltern. Llegaron a la posada King's Head poco después de la puesta del sol. El cielo seguía iluminado, pues la noche caía muy tarde en primavera.

Lucy y Peter, el lacayo del conde, los estaban esperando. Lord Cambridge había reservado toda un ala de la posada, que constaba de una inmensa alcoba para los recién casados, dos pequeños cuartos destinados a los sirvientes y un comedor privado. Los remeros cenarían en la cocina y pasarían la noche en los establos.

– La cena fue ordenada previamente por lord Cambridge, milord -anunció Peter a su amo.

– Dile al posadero que nos sirva, entonces. Ha sido un día muy largo y la dama está ansiosa por retirarse a las habitaciones a descansar.

– Sí, milord.

Lucy había acompañado a su ama a la alcoba para que se refrescara.

– El viaje no fue nada malo, milady. El tal Pedro resultó ser un buen hombre y una agradable compañía.

– Tendrías que haber visto Windsor desde el Támesis -comentó Philippa-. Parece el doble de grande, o más. Me sentía diminuta en un barquito minúsculo. Todo se ve diferente desde el río. Tío Thomas tuvo una idea brillante y siempre se lo voy a agradecer. -Se lavó la cara y las manos. Cuando terminó, le dijo a su doncella-: Ve a cenar ahora y luego me ayudas a prepararme para la cama, ¿de acuerdo?

– Gracias, milady -replicó Lucy haciendo una reverencia. Acompañó a Philippa al comedor privado y luego desapareció, seguida por Peter.

Al rato se presentó el dueño de la posada, escoltado por tres jóvenes sirvientas que cargaban tres bandejas enormes. Crispin St. Claire rió para sus adentros al ver la cena. Lord Cambridge no había sido muy sutil en la elección del menú: ostras para el caballero y espárragos verdes en salsa de limón para la dama. Echó una mirada a Philippa y vio cómo chupaba los carnosos tallos y se lamía los labios con fruición.

– ¡Me encantan los espárragos! -exclamó la flamante esposa con gran entusiasmo-. ¡Qué dulce es el tío Tom que se acordó de este detalle!

Philippa no tenía idea de cómo ese plato inocente estaba afectando a su marido.

– Milord encontrará una tarta de manzanas con crema sobre aquella mesa -indicó el posadero al conde. Luego, le presentó sus respetos y, azuzando a las criadas, salió de la habitación y cerró la puerta.

Crispin y Philippa se echaron a reír.

– Cómo se nota que el tío Tom anduvo por aquí. Estoy segura de que vino en persona y abrumó al pobre hombre con miles de instrucciones.

– Y no nos defraudó, pequeña. El menú fue perfecto y la comida, deliciosa. Ojalá nos atiendan así en todas las posadas.

– Seguro que sí -replicó Philippa. Conocía muy bien a Thomas Bolton y sentía que, segundo a segundo, aumentaba la enorme deuda que tenía con él y que jamás podría pagarle. Gracias a él había conocido al conde, con quien disfrutaba de los placeres de la cama. Además, Crispin era un hombre bondadoso.

Sin embargo, sospechaba que el conde no compartía del todo su devoción por servir a la reina. Rezó en silencio y rogó a Dios que Crispin lograra comprenderla.

Cuando terminaron de comer, aun no había anochecido. El sonido de flautas, tambores y címbalos inundó la estancia. Se acercaron a la ventana y vieron que habían instalado un Palo de Mayo en la plaza de la aldea. Las parejas se estaban preparando para comenzar el baile. Philippa miró suplicante a su esposo y él asintió con la cabeza. En el corredor de sus apartamentos había una puerta que comunicaba con el exterior. Tomados de la mano, salieron para ver a los jóvenes danzando alrededor del poste engalanado con coloridas cintas que los bailarines enredaban con sus saltos y piruetas. Era el final perfecto de un día perfecto.

El conde volvió a hacerle el amor esa noche, luego de convencerla de que nadie podría oírlos, pues sus habitaciones se hallaban en el extremo más alejado de la posada. Crispin fue tierno y cariñoso.

Cuando finalmente llegaron a Oxford, con su bullicio y ajetreo, Philippa se alegró: la ciudad le resultaba vivificante, incluso más que Londres. La posada elegida por lord Cambridge quedaba sobre el camino que conducía a Brierewode.

– Tendremos que salir al amanecer -anunció el conde.