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– De acuerdo, milord. Sé que estás ansioso por llegar y yo muero de curiosidad por conocer mi nuevo hogar.

– Te encantará.

Philippa le sonrió, pero dudaba de que fuera a gustarle. "Será otra finca en medio del campo -pensó-. No es la corte. Me aburriré enseguida. Por suerte, en un par de semanas volveremos a reunimos con el rey y la reina".

Por primera vez desde el 30 de abril, el día amaneció gris y nublado, aunque no llovía. Partieron de Oxford bajo una luz mortecina. Los acompañaba una tropa de guardias armados que habían contratado en Henley. Lucy y Peter iban en la retaguardia, junto al carro que transportaba las pertenencias de la condesa. Ya avanzada la tarde, Philippa escuchó la voz de Crispin en medio del ruido de los cascos de los caballos.

– Ya casi llegamos, pequeña. Ahí adelante está la aldea de Wittonsby. ¿Alcanzas a ver la aguja de la iglesia?

– ¿Cómo se llama el río que estamos bordeando?

– Windrush. Podrás verlo desde la casa, Luego de la próxima curva, sobre la ladera de las colinas, está Brierewode -anunció con alegría.

Cuando doblaron la curva, Philippa alzó la vista y descubrió una hermosa casa de piedra gris con tejados a dos aguas y altas chimeneas.

– Es encantadora -reconoció.

En la pradera, junto al río, pastaba el ganado. Los campos estaban recién arados y la tierra, lista para ser sembrada. Los labriegos interrumpieron sus tareas para observar a la comitiva. Cuando reconocieron a su amo, todos gritaron al unísono y agitaron sus manos con gran efusividad. Crispin St. Caire les devolvió el saludo. Philippa entendió de inmediato que su marido era amado por su gente.

La aldea estaba ubicada a lo largo de la ribera bordeada por añosos sauces. Las granjas de piedra, con sus techos de paja, estaban muy bien conservadas. Los esposos y su cortejo cruzaron la plaza principal, donde había una hermosa fuente, y se detuvieron ante la iglesia de piedra que se alzaba hacia el cielo. Los pobladores abandonaron sus casas y sus campos para dar la bienvenida al conde. Alertado por uno de los niños, el sacerdote salió presuroso del templo.

El conde levantó la mano para pedir silencio; fue obedecido al instante.

– Les presento a Philippa Meredith, condesa de Witton, a quien he desposado hace seis días en la capilla de la reina Catalina. El párroco se acercó e hizo una reverencia.

– Bienvenido a casa, milord. Bienvenida a Wittonsby, milady. Dios bendiga su unión con muchos hijos. Soy el padre Paul -dijo dirigiéndose a Philippa. Era un hombre sencillo de mediana edad.

Luego, un hombre de baja estatura y rostro rubicundo dio un paso adelante y tomó la palabra.

– Bienvenido a casa, milord -dijo, arqueándose en una cómica reverencia-. Me alegro de que haya regresado. Bienvenida, milady -agregó, despejándose la frente a modo de saludo. Luego, arengó a la multitud-: ¡Gritemos tres hurras por el señor y su novia! ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!

Y todos los pobladores vitorearon a coro.

– Es Bartholomew, mi capataz. Bario es un buen hombre -explicó el conde a Philippa-. La condesa y yo agradecemos a todos por tan grato recibimiento -dijo a la multitud. El conde y su comitiva se retiraron de la plaza saludando, y subieron la arbolada colina donde se hallaba Brierewode.

El mayordomo los aguardaba en la puerta y los mozos de cuadra procedieron a hacerse cargo de los caballos.

– Bienvenidos a casa, milord, milady -saludó el mayordomo con una reverencia-. ¿Desea que atienda a los guardias, milord?

– Sí. Aliméntalos y alójalos en algún sitio; por la mañana, dile a Robert que les pague por su servicio.

Crispin miró a Philippa y, lomándola por sorpresa, la levantó en sus vigorosos brazos y la llevó en andas hasta el vestíbulo, donde la depositó suavemente.

– Es una vieja costumbre.

– Lo sé, pero la había olvidado -rió Philippa-. Enséñame toda la casa, no quiero perderme ningún detalle.

– ¿No estás exhausta por el viaje, pequeña?

– Sí, pero la curiosidad por conocer mi futuro hogar es más fuerte que el cansancio.

Las paredes del salón estaban revestidas con paneles de madera oscura. El techo era altísimo; de sus vigas doradas y talladas pendían banderas de colores que, según le explicó el conde, eran los estandartes que sus ancestros portaban durante las batallas en Inglaterra, Escocia y Tierra Santa.

– Siempre hemos luchado por Dios, el rey e Inglaterra, Philippa.

Una gran chimenea de piedra encendida caldeaba el recinto y, justo enfrente, había unos altos ventanales de vidrio en forma de arco. Desde allí se podía ver el río Windrush, que corría a lo largo del valle, al pie de la colina sobre la que estaba emplazada la casa.

– Nuestro hogar se construyó hace trescientos años, pequeña, y se hicieron varias reformas en el transcurso del tiempo. Las cocinas ahora están en el sótano y no en un edificio separado como antes.

– ¿Qué más hay en este piso de la casa?

– Está la habitación donde el capataz, mi secretario Robert y yo discutimos los asuntos de Brierewode. Y también tengo una biblioteca. ¿Sabes leer?

– ¡Por supuesto! -contestó Philippa con orgullo-. Sé leer, escribir y hacer cuentas, no olvides que se suponía que algún día iba a encargarme de Friarsgate. A mamá no le gusta que su fortuna sea administrada por personas extrañas. Mis hermanas y yo aprendimos todas esas cosas y también hablamos varios idiomas. Cuando llegué al palacio, sabía francés, griego y latín, tanto el eclesiástico como el vulgar. Aprendí un poco de italiano y alemán en la corte. He notado que los venecianos son muy encantadores. En el salón de Friarsgate hay un retrato de mi madre que fue pintado por un artista veneciano.

Crispin se sobresaltó al oír esto último. Recordó haber visto el retrato de una ninfa vestida con una túnica traslúcida y con un seno al aire en el salón del palacio del duque de San Lorenzo. Bastó contemplar el cuadro solo una vez para que lo cautivara por completo. De pronto, relacionó la imagen de esa mujer con su esposa y advirtió que el parecido era asombroso. Sabía que no era Philippa, aún era demasiado joven para irradiar tanta sensualidad. No. Era la efigie de una mujer amada y enamorada. El conde se quedó sumamente intrigado y decidió que la próxima vez que se encontrara con Thomas Bolton le preguntaría si sabía algo al respecto.

– ¿Puedo usar tu biblioteca? -inquirió Philippa.

– ¡Desde luego!

– Muéstrame más cosas.

– No hay mucho más para ver. Solo quedan las alcobas y los áticos donde duermen los sirvientes. ¿No prefieres explorar la casa sola en otro momento, mientras me ocupo de mis asuntos?

– De acuerdo, así no me aburro.

– ¡Bienvenido, milord! -Una mujer alta y de contextura grande irrumpió en el salón. Tras hacer una reverencia, se presentó ante la nueva condesa de Witton-: Milady, soy Marian. Tengo el honor de ser el ama de llaves de Brierewode, estoy a su entera disposición. -Acto seguido, le entregó un manojo de llaves-. Aquí tiene, milady.

– Guárdalas, Marian -dijo Philippa con voz cálida-. Soy una extraña aquí y necesitaré que guíes mis pasos hasta que me sienta más segura. Además, pasaré gran parte del tiempo en la corte, pues soy una fiel servidora de nuestra buena reina.

El ama de llaves asintió con la cabeza.

– Gracias por su confianza, milady.

– Si mi esposo confía en ti, yo también lo haré. He traído a mi doncella Se llama Lucy. Necesitará una habitación propia, por pequeña que sea, y cercana a la mía.

– Me encargaré de ello, milady. ¿Desea que le enseñe sus aposentos ahora?

– Ve, pequeña -la animó el conde-. Tengo que hablar con Bartholomew y Robert antes de que termine el día. Besó a Philippa en los labios y se retiró.

– ¿Así que es una fiel servidora de la reina Catalina? -la vieja mujer parecía muy impresionada por esa información.

Philippa le contó rápidamente cómo su familia y ella misma habían servido a los reyes por mucho tiempo y agregó: