Philippa no pudo evitar reír. Sin duda, su marido era un hombre encantador.
– Te perdono por haberme hecho enojar, Crispin.
El conde soltó una carcajada. En ese momento entendió que su esposa siempre iba a querer tener la última palabra y que él casi siempre le haría creer que la tenía la mayor parte del tiempo.
– Le diré a Lucy que te prepare para dormir. Iré a comer al salón. Esta noche podrás descansar tranquila.
Se puso de pie, se inclinó en una galante reverencia y abandonó el cuarto.
Philippa no tardó en quedarse dormida. En un momento de la noche, se despertó y sintió el cuerpo de su marido pegado a su espalda. Era una sensación muy gratificante.
CAPÍTULO 15
Philippa no tardó en descubrir varias diferencias entre Brierewode y Friarsgate. Comparado con la propiedad de su madre, Brierewode era mucho más pequeño, aun con la anexión de Melville. Mientras que las praderas y los campos de Friarsgate eran muy extensos y, en gran parte, agrestes, las tierras del conde de Witton estaban divididas en parcelas prolijamente sembradas y cultivadas. El ganado pastaba en un terreno rodeado por setos bajos para evitar que los animales escaparan. Varios terratenientes desconfiaban de ese sistema y otros incluso lo reprobaban abiertamente. Sin embargo, los vecinos de Crispin St. Claire no habían planteado ninguna queja hasta el momento.
Además, la región era mucho más civilizada de lo que Philippa había temido. Los vecinos vivían bastante cerca y el lugar era ideal para criar a sus futuros hijos.
No obstante, había un problema. La joven no lograba hacer entender a su esposo que lo más importante en su vida era servir a la reina Catalina, siguiendo la tradición familiar de los Meredith, fieles servidores de los Tudor.
Un día, Philippa recibió una carta de su madre que incluía la receta de un brebaje para evitar el embarazo y un sobre con semillas de zanahorias, el principal ingrediente de la poción.
– Dudo que el sacerdote apruebe eso -se preocupó Lucy-. Perdone el atrevimiento, milady, pero le recuerdo que su obligación es darle un hijo al señor conde.
– Mamá toma esta poción.
– Pero ella ya cumplió con sus deberes hacia su padre y hacia lord Hepburn -alegó la doncella. Philippa entrecerró los ojos.
– ¿Eres infeliz a mi lado, Lucy? ¿Acaso deseas volver a Cumbria?- Lucy conocía muy bien a su ama y sabía que la amenaza no iba en serio.
– ¿Usted me pediría que pusiera en peligro mi alma inmortal, milady?
– Si mi madre me envió esto, es porque quiere que lo use. ¿Vas a cuestionar a la dama de Friarsgate? Annie jamás haría semejante cosa.
– Pero yo no soy mi hermana. De acuerdo, no protestaré porque lo tome hasta que volvamos de Francia. Además, es una suerte que su esposo aún no la haya preñado. Se ve que es un hombre fogoso.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Philippa, ruborizada.
– Porque cada mañana, cuando tiendo la cama, me encuentro con un revoltijo de sábanas.
– Tienes ojos demasiado curiosos, Lucy.
– Está bien, le prepararé el brebaje. Aunque ahora no lo necesita pues está en el período menstrual. Eso dice la carta.
– ¡Por qué te habré enseñado a leer! -se lamentó-. ¡Y no se te ocurra decir una palabra a mi marido ni a nadie! ¿Entendido?
– Sí, milady. Si el conde se enterara, me echaría a patadas a Cumbria, y me gusta el sur tanto como a usted. Si volviera, me obligarían a casarme con el hijo de un granjero y me quedaría estancada en el norte para siempre. Le reitero: no soy como mi hermana, feliz con su marido y sus hijos.
– Pero cuando tenga hijos, nos quedaremos varadas en Brierewode -Philippa quiso inquietar a su doncella, pero no lo logró.
– Dele uno o dos hijos y verá cómo la deja regresar a la corte. Todo saldrá bien.
Philippa asintió.
– ¿Sabías que el tío Thomas alquiló un barco para nosotros? Navegaremos junto con la flota real y la reina me ha pedido que lleve conmigo a varias damas de honor. Izaremos nuestro propio pabellón y no tendremos que andar mendigando un lugar para dormir.
– Al menos viajaremos cómodas a ese país extraño. Nunca subí a un barco, milady, pero, si mi hermana Annie cruzó el mar en barco, yo también lo haré, aunque me dé un poco de miedo.
A Philippa le gustaba galopar por las tierras de su marido y cada día se sentía más relajada y a gusto. Ya hacía bastante tiempo que había dejado la corte. Crispin cumplía con diligencia sus deberes de terrateniente y de esposo. Y Philippa disfrutaba tanto de sus caricias que la entristecía un poco tener que dejar Brierewode para reunirse con la corte en Dover.
El sobrino de la reina visitaría el palacio justo antes del ansiado viaje a Francia. Las damas y los caballeros que integraban la comitiva real debían estar en Dover para saludar a Carlos V. El emperador, hijo de la difunta hermana de Catalina, contaba apenas veinte años de edad y no conocía a su tía. No se llevaba bien con el rey francés, pues Francisco, al igual que Enrique, había aspirado al trono del Imperio y se había opuesto a la elección de Carlos de España.
Partieron de Brierewode una lluviosa mañana de mayo. Philippa se sentía de lo más excitada.
– Nos veremos en otoño, antes de ir al palacio para las fiestas navideñas -dijo a Marian.
El ama de llaves asintió y sonrió. Era imposible no simpatizar con una muchacha tan amable y encantadora como Philippa, pero, en su opinión, viajaba demasiado. ¿Cuándo se quedaría en la casa a hacer lo debía?
– ¡Buen viaje, milady y milord! -exclamó.
Primero fueron a Londres y se alojaron en la residencia de Thomas Bolton, donde Lucy los estaba esperando.
– Lord Cambridge mandó hacer unos vestidos hermosos para usted, milady -susurró la doncella, exaltada-, y también trajes para el señor que ya guardé en un baúl aparte. También empaqué sus joyas. Será un acontecimiento extraordinario; todo el mundo habla de eso. La cena va a ser sencilla, porque tuve que prepararla yo misma. La servidumbre en pleno se marchó a Otterly con lord Cambridge.
– Sírvenos la cena en nuestros aposentos. Supongo que tendré que olvidarme del baño, ya que no hay quien cargue los baldes de agua. ¡No sé cómo haré para quitarme el maldito polvo del camino!
– Puedo colocar una pequeña bañera en la cocina.
– Peter y yo la llenaremos con el agua del pozo -propuso el conde, que había escuchado la conversación.
– ¡Oh, gracias, milord! -se alegró Lucy.
Crispin St. Claire enlazó la cintura de su esposa con sus brazos.
– Te frotaré la espalda -dijo en tono lascivo.
– Y yo frotaré la tuya porque vamos a bañarnos juntos, milord. Conozco esa mirada, Crispin, pero no me acostaré con un hombre mugriento y con olor a caballo.
– ¡Qué fastidiosa! Jamás conocí una mujer tan obsesiva de la higiene, aunque tampoco conocí una mujer que huela tan dulce como tú, pequeña. Dudo que tengamos la suerte de bañarnos en Francia.
– Dondequiera que vaya, debo tener mi baño. Muchas de mis compañeras usan perfume para tapar la hediondez, pero mi nariz es muy sensible y la detecta enseguida.
– Iré a buscar el agua. ¡Peter!
Amo y criado llenaron dos grandes calderos y Lucy los puso sobre el fuego.
– El agua tardará en calentarse, milady.
Lucy corría agitada de un lado a otro. Colocó platos y jarros de peltre sobre la mesa de la cocina. Llenó un recipiente con mantequilla, sacó el pan del horno, buscó una tabla de madera y un cuchillo, y puso todo sobre la mesa. Luego le pidió a Peter que trajera una jarra de cidra de la alacena y llenara las copas. Tomó un cucharón y sirvió dos platos del suculento guiso, que constaba de trozos de carne, puerros y zanahorias sumergidos en una salsa a base de vino.
– ¡Por favor, siéntense! -invitó el conde a los criados-. No se queden esperando, porque se les va a enfriar la comida.