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– Gracias, milord -replicó Peter mientras la doncella agregaba dos platos y dos jarros a la mesa.

Mientras comían se oía cómo el agua de los calderos empezaba a hervir. Philippa mojó con pan los restos de la salsa y esperó que los demás terminaran. Cuando finalizaron de comer, Peter se puso de pie.

– Con su permiso, milady, voy a llenar la bañera.

– ¡Controla la temperatura! -indicó Lucy mientras llevaba la vajilla al fregadero de piedra-. Milord, por favor, ¿sería tan amable de llenar un balde con agua fría? Y tú, Peter, cuando termines con la bañera, ve a los establos y trae la olla que les dejamos a los guardias.

Por fin, el baño estaba listo. Peter había regresado a los establos para hacerles compañía a los hombres armados. El conde había dado permiso a Lucy para retirarse. Philippa estaba feliz en su bañera y Crispin la observaba, disfrutándola.

– ¡El cepillo, milord! -pidió Philippa, sacando al conde de su ensimismamiento-. ¿No dijiste que me frotarías la espalda?

Él se arrodilló, tomó el cepillo, y comenzó a frotarle la espalda.

– ¡Qué pena que no haya lugar para los dos! -le murmuró al oído y le besó el lóbulo de la oreja- Me encanta bañarme contigo, Philippa.

Ella soltó una risita.

– Cuando te bañas conmigo me enredas entre tus piernas.

– Te haré el amor esta noche.

– Tenemos que madrugar mañana.

– Pero no podremos retozar hasta llegar a Francia. Además, tú odias las posadas públicas.

– Le pediré a Lucy que vierta más agua. ¡Detente, Crispin, mi espalda es muy sensible!

Crispin la enjuagó con suavidad hasta que desapareció toda la espuma de su piel. Cuando salió de la bañera, la abrazó.

– Crispin, no -lo regañó, al observar el bulto en su entrepierna.

– No pienso esperar un minuto más, pequeña.

Se quitó la camisa y el resto de las prendas y la fue empujando hasta la mesa. Aferró su rostro con las manos y le dio un imperioso beso.

– ¡Crispin! -protestó una vez más-. ¡Los criados!

– Peter está jugando a los dados con los guardias y dormirá en los establos. Lucy está en el piso de arriba y no vendrá a menos que la llamemos.

Con su virilidad liberada de toda coerción, se preparó para el lujurioso arrebato. Tendida sobre la gran mesa de la cocina, Philippa enlazó sus piernas en la cintura del conde y él hundió su espada en un solo movimiento, suave pero certero. Ella lo estrujó en sus brazos y emitió un profundo suspiro.

– ¡Ay, mi condesa, creo que estoy agonizando! Ninguna mujer me ha hecho gozar tanto como tú.

– Entonces, estarás muy feliz de que sea de tu esposa, Crispin.

Philippa gemía, colmada por esa virilidad anhelante. Los pezones estaban duros como púas por el roce constante del sólido torso del conde contra ella. Arqueó su cuerpo para que él pudiera llegar hasta lo más recóndito de su ser. Crispin la poseía de una forma que la enloquecía de placer. Presa de una pasión ardiente y estremecedora, echó la cabeza hacia atrás y sintió cómo unos labios húmedos e impetuosos recorrían su delicado cuello, desde la base hasta el mentón. Philippa deslizó los dedos por la espalda del conde, arañándolo suavemente al principio y luego, a medida que aumentaba su excitación, hundiendo sus garras con más vigor.

El conde tomó las manos de Philippa y las colocó en torno a su cabeza.

– ¿Quieres dejarme tus marcas, pequeña? -gruñó Crispin y le besó la oreja. Movía sus caderas hacia adelante y hacia atrás, cada vez más excitado por los gemidos y quejidos que brotaban de la garganta de su esposa. Sintió dentro de ella unas leves contracciones, pero él aún no estaba listo. Retiró despacio el miembro y se detuvo.

– ¡Oh, Crispin, no! -suplicó Philippa-. ¡Te necesito, te necesito!

– Espera un segundo, pequeña.

Besó sus dulces labios con creciente ardor y volvió a moverse dentro de ella. Las húmedas paredes de su femineidad se contraían y lo estrujaban con fuerza, provocándole un placer casi doloroso.

Philippa creyó que moriría de frustración cuando se interrumpió el amoroso acto. Pero los fogosos besos y la nueva embestida de su esposo reavivaron rápidamente su deseo. La tormenta volvió a cernirse, haciéndose cada vez más densa y cercando a los amantes hasta estallar sobre ellos con toda su furia. El conde cayó desplomado encima de Philippa, que se dio cuenta de que la dura madera lastimaba sus hombros, espalda y nalgas.

– ¡Sal de encima mío! -gritó riendo-. Por culpa de tus jueguitos perversos, tendré que tomar otro baño.

Crispin emitió un gruñido. Se sentía exhausto. Las piernas estaban inertes. Cuando recibió un fuerte empujón, logró ponerse de pie.

– ¡Por Dios, mujer! -se quejó-.Vas a matarme con tus exigencias constantes.

– ¿¡Mis exigencias!? -Philippa se sentó y luego se bajó de la mesa-. Estás muy equivocado, milord. ¡Eres tú el insaciable!

– No, no. Mira esos adorables senos que tienes, mira cómo me señalan. ¿No ves que me están rogando que los acaricie? -Agachó la cabeza y besó uno de los pezones.

– Eres un depravado, milord -lo retó en broma. Luego se metió en la bañera y se lavó hasta que no quedaran vestigios de la pasión-. Trae el caldero para calentar el agua. Está demasiado fría para ti.

– Llama a Lucy y dile que puede irse a dormir -susurró el conde cuando ambos estuvieron en la alcoba.

– Partimos bien temprano. Antes de acostarte, guarda la bañera ordenó Philippa a su doncella, que salió presurosa.

– Ven a la cama -dijo Crispin, somnoliento.

La joven se quitó la camisa, se metió en la cama y sonrió cuando él la abrazó. Sabía que estaba dormido y que en cualquier momento comenzaría a roncar. Pero a mitad de la noche, el caballero se despertó e hizo el amor apasionadamente con su mujer.

– No podremos hacerlo hasta llegar a Francia -murmuró.

– Tu fogosidad asombraría al rey y la reina, milord.

En pocas semanas habían desaparecido sus temores de unirse con su esposo. Desde el principio, había sido una experiencia de lo más placentera. Obviamente, la reina no opinaba lo mismo, aunque nunca había dicho una palabra al respecto. Philippa se preguntó si todas las mujeres gozaban tanto como ella en la cama.

El día siguiente amaneció despejado y cálido. Era 24 de mayo. Partieron antes del alba y vieron la salida del sol mientras cabalgaban rumbo a Canterbury, donde se reunirían con la corte. Cuanto más se acercaban a la ciudad, más atestados se hallaban los caminos. Llegaron a destino y se dirigieron a la pequeña posada The Swan, donde lord Cambridge les había reservado habitaciones.

El emperador aún no había llegado, pero su arribo era inminente. Philippa se presentó ante la reina, que se alegró de verla.

– ¿Eres feliz, hija mía?

– Muy feliz. Pero ya estoy lista para volver a mi puesto, Su Alteza.

– Cuando regresemos de Francia, ya no estarás a mi servicio. No me faltarán mujeres que me asistan, pequeña, y si bien has sido tan leal a los Tudor como tu difunto padre, ahora tu deber principal es darle un heredero a tu esposo. Es un requisito fundamental para la felicidad del matrimonio; nadie lo sabe mejor que yo, hija mía.

– ¡Pero, Su Alteza, yo quiero servirla siempre!

– Lo sé, querida. Una de las gracias que Dios me ha concedido es el amor que tú y tu buena madre me han brindado. Pero, como Rosamund, debes seguir tu propio camino. Siempre serás bienvenida en la corte, por supuesto, pero tu obligación, y lo sabes muy bien, es formar una familia.

– ¡Oh, señora, me siento tan desconsolada! -sollozó Philippa-. Si hubiera sabido que tenía que renunciar a la corte, jamás me habría casado.

– ¡Pamplinas! -rió la reina-. Las mujeres se casan o se ordenan monjas, no hay otra opción. Y tú no eres carne de convento, pequeña, pese a las solemnes declaraciones que hiciste el año pasado. Como tu madre, estás hecha para ser esposa y tener una familia. Ahora, sécate esas lágrimas. Eres una de las damas más bellas de la corte y quiero que estés a mi lado cuando saludemos a mi sobrino, el emperador Carlos V.