– Muy bien, señora.
Cuando se encontró con su esposo a la noche, le contó con enojo la decisión de la soberana.
– Lo lamento, pero la reina piensa que eso es lo mejor para ti. Es una suerte que gocemos de su amistad, Philippa. Si tenemos una hija, tal vez algún día se convierta en dama de honor de Catalina o de la princesa María.
– De todos modos, podemos seguir yendo a la corte. Iremos para Navidad, ¿verdad?
– Lo decidiremos luego de visitar a tu familia en el norte. Si quedaras embarazada, no te haría nada bien el ajetreo del viaje. No podría soportar que te pasara algo, pequeña.
– ¿Por qué? ¡Si ya posees las tierras que tanto deseabas! -le espeto Philippa con crueldad.
– Porque considero que eres tan valiosa como esas tierras -repuso sin alzar la voz.
La joven se sorprendió ante la respuesta.
– ¿Acaso te has enamorado de mí?
– No lo sé. Estamos empezando a conocernos. ¿Y tú, Philippa, crees que algún día podrás amarme?
Se quedó meditando un largo rato y luego contestó:
– No lo sé. He visto cómo el amor puede elevarte a alturas celestiales y al mismo tiempo hundirte en el dolor más profundo. Creí amar a Giles FitzHugh, pero, obviamente, estaba equivocada, pues hace rato que lo he borrado de mi memoria y de mi corazón.
– ¿Me amarás algún día, Philippa? -volvió a preguntar el conde.
– No lo sé. Estamos empezando a conocernos, Crispin.
– Eres una mujer difícil -rió St. Claire.
Philippa se enteró de que la princesa María no viajaría con sus padres para encontrarse con su prometido, el delfín de Francia. La princesita se quedaría en el palacio de Richmond, bajo la tutela del duque de Norfolk y el obispo Foxe, que también compartiría la responsabilidad del gobierno. Enrique y Catalina se dirigieron a la costa. El 22 de mayo pernoctaron en el castillo de Leeds y el 24 llegaron a Canterbury, ya avanzada la tarde. Dos días después, arribó finalmente el emperador Carlos V con su flota. La armada inglesa, que lo estaba aguardando en el estrecho de Dover, lo recibió con una salva de cañonazos.
El conde y la condesa de Witton habían cabalgado hasta Dover al enterarse del inminente desembarco del emperador. Mezclados con la multitud, vieron cómo Carlos V avanzaba bajo un dosel con el blasón del Imperio: un águila negra sobre un paño de oro. El obeso y altivo cardenal Wolsey, ataviado con su capa púrpura, se acercó al ilustre visitante y se inclinó sin dejar de sonreír un segundo. Debido al griterío de la muchedumbre, Philippa y Crispin no alcanzaron a escuchar sus palabras, pero sabían que el cardenal escoltaría al emperador al castillo de Dover, donde pasaría la noche.
El rey, que no había sido informado de la llegada de su sobrino con tanta premura como el cardenal Wolsey, arribó a Dover a la mañana del día siguiente, que era domingo de Pentecostés. Tras saludar al emperador, lo escoltó hasta Canterbury. A medida que avanzaban por la ruta, multitudes de súbditos ingleses vitoreaban al rey Enrique y a Carlos, y manifestaban su aversión a los franceses.
En la catedral, los soberanos asistieron a una misa solemne en la que no solo se celebró la festividad religiosa, sino también la augusta visita del emperador. Después del oficio, se trasladaron al palacio del arzobispo Warham, donde el cortejo real aguardaba con ansiedad al emperador. Carlos V finalmente conocería a su tía, Catalina de Aragón.
Cuando el rey y el emperador aparecieron en las puertas del palacio, todos los cortesanos se agolparon en el vestíbulo para saludarlos. Luego, las damas escoltaron a los regios caballeros a lo largo de un corredor flanqueado por veinte pajes de la reina vestidos con trajes de brocado dorado y satén carmesí. Cuando llegaron al pie de una amplia escalinata de mármol, el emperador vio a la reina sentada en su trono. Vestía una capa confeccionada con hilos de oro y ribeteada en armiño, y en el cuello lucía un collar de gruesas perlas de varias vueltas. Catalina lo acogió con una cariñosa sonrisa. Carlos notó que no tenía la belleza de su madre, Juana, y que parecía más bien una matrona rolliza. Pero era su pariente sanguíneo más cercano, luego de sus hermanas. Tomó las manos extendidas de la reina y las besó afectuosamente. Catalina lo abrazó y ambos lloraron de alegría.
Nadie en su sano juicio diría que era un joven atractivo. Philippa escuchó ese comentario de boca de muchas mujeres y rogó que no llegara a oídos de su reina. Carlos V tenía una mandíbula prominente y deforme, ojos de un celeste desvaído, cutis blanco como la panza de un pez, dentadura irregular y una boca enorme que le dificultaba el habla. Por fortuna, se había dejado crecer una prolija barba que disimulaba algunos de esos defectos.
Era una figura importante para el comercio de Inglaterra, que siempre había sido una aliada firme y solícita del Imperio. Sin embargo, el inesperado plan de Enrique VIII de reconciliarse con Francia preocupaba mucho al emperador, a tal punto que consideró necesario viajar a Inglaterra, aunque fuera por un breve lapso. Era consciente de que no torcería la voluntad de Enrique Tudor, pero al menos lograría inquietar a los franceses con esa visita, que, sabía muy bien, halagaba enormemente al monarca inglés.
Los monarcas y los familiares más cercanos hicieron una pausa para almorzar en privado, y los miembros de la corte tuvieron que salir a buscar comida y entretenimiento.
Más tarde, llegó la hermosa reina consorte Germaine de Foie, viuda de Fernando de Aragón, acompañada por sesenta damas. Esa noche se organizó un gran banquete. El rey Enrique, el emperador y las tres reinas (Catalina, Germaine y María Tudor) se sentaron a la mesa principal.
Una de las damas de la reina flechó a un conde español que, para cortejarla, le recitaba poemas y cantaba canciones con tanto ímpetu y vigor que en un momento cayó desmayado al suelo y tuvieron que sacarlo del recinto. El viejo duque de Alba, un caballero encantador, y otros miembros de su comitiva hicieron una exhibición de danzas españolas. Enrique Tudor condujo a su hermana hasta el centro del salón y al instante se le unieron otras parejas. Infringiendo las convenciones, Philippa salió a bailar primero con su marido, pero cuando el rey la vio y recordó su destreza, la eligió como compañera en una de las danzas.
– Mi querida condesa -le sonrió-. ¿Ya te acostumbraste a ese título, Philippa? -La alzó por los aires y la joven reía sin dejar de mirar su hermoso rostro.
– No, señor, todavía no, pero algún día me acostumbraré -respondió. Sus pies volvieron a tocar el piso y, levantando las faldas, comenzó a hacer piruetas junto al rey.
– ¿Cómo está tu madre?
– Lo último que supe de ella es que tuvo dos gemelos varones, Su Majestad.
– ¿Cuántos varones tiene?
– Cuatro, señor.
– Dios quiera que le des muchos hijos a tu esposo -manifestó, con cierta turbación en su mirada.
Cuando concluyó la danza, Enrique condujo a Philippa hasta la gran mesa donde estaban sentados la reina y su sobrino.
– Catalina, mi querida, ¿por qué no presentas a la condesa al emperador? -Besó la mano de la joven y se retiró para bailar otra vez con su hermana.
Cuando Philippa se inclinó en una profunda reverencia, sus faldas se inflaron como una campana.
– En mis cartas te he hablado de Rosamund Bolton, una amiga muy querida. Ella es su hija mayor, Philippa, condesa de Witton. Me ha servido con lealtad durante cuatro años, pero luego del receso estival dejará su puesto para dedicarse a su marido y darle un heredero. Philippa, te presento al emperador.
– Su Majestad -susurró, haciendo otra reverencia.
– ¿Su madre se encuentra bien? -preguntó Carlos V.
– Sí, Su Alteza, y se sentirá muy honrada de que usted se haya interesado por su bienestar.