La suntuosa tienda del rey Francisco era de paño de oro y el techo estaba pintado con estrellas y signos astrológicos. La entrada interior estaba repleta de árboles jóvenes y tiestos de hiedra y, en el centro, se erguía una enorme estatua de oro de san Miguel que reflejaba la luz del sol procedente de la amplia apertura del pabellón.
Enrique VIII logró superar en riqueza y extravagancia a su par francés. Seis mil carpinteros, constructores, albañiles y artesanos habían tardado varios meses en edificar un palacio de estilo italiano para el rey y su séquito. Hecho en piedra y ladrillo, se hallaba coronado por hermosas almenas y decorado con mosaicos, piedras labradas en forma de abanico, herrajes y estatuas de tamaño natural que representaban a héroes famosos. De los ángulos del palacio surgían unos animales heráldicos de piedra y, en el centro, se levantaba una cúpula hexagonal, también ornamentada con animales fantásticos y un ángel labrado en oro.
Soberbios tapices, alfombras, cortinados de seda, mobiliario y adornos habían sido trasladados de Greenwich y Richmond a Francia. En la capilla había un altar cubierto por un mantel de hilos de oro y bordado con perlas y otras piedras preciosas, y doce estatuas de oro de los apóstoles. Los candelabros y los cálices habían sido traídos de la abadía de Westminster. El detalle más impresionante lo daban las fuentes construidas en la explanada del castillo. De una de ellas brotaba vino clarete y, de la otra, cerveza, y todo aquel que quisiera refrescarse con un trago podía servirse a discreción.
El conde y la condesa de Witton se sintieron aliviados al enterarse de que su tienda se hallaba en el límite que separaba los pabellones de la reina y del cardenal Wolsey. Lord Cambridge les había conseguido una carpa de exquisita tela con un cobertizo para los caballos y con dos secciones. El lacayo del conde había encendido el fuego y puesto braseros con carbones ardientes en los dos cuartos de la tienda para eliminar la humedad y el frío del ambiente. En la sala de estar había una mesa con varias sillas, y en un rincón alejado, se hallaba el colchón para Lucy. En el otro cuarto, una cama, una silla y una mesa. A Peter se le ocurrió la brillante idea de tender una soga para que Lucy pudiera colgar los vestidos de su ama.
Aún no habían terminado de instalarse en su nuevo hogar, cuando Philippa y Crispin recibieron una visita. Un caballero con atavíos espléndidos ingresó en el pabellón. Miró a su alrededor y, al posar los ojos en Crispin, exclamó:
– ¡Mon chou! No sabía que seguías al servicio de monsieur le Cardenal.
– ¡Querido Guy-Paul! -saludó el conde mientras se acercaba a saludar al invitado-. Ya no trabajo para el cardenal Wolsey. Vine a Francia porque mi esposa es una de las damas de honor de la reina.
– ¿Tu esposa? ¿Te has casado, Crispin?
– ¿No te parece que era hora de sentar cabeza, Guy-Paul? Philippa, te presento a mi primo Guy-Paul St. Claire, conde de Renard. Primo, te presento a mi esposa.
– Monsieur le comte-dijo Philippa con extrema cortesía, tendiendo la mano al caballero.
– Madame la comtesse -replicó escudriñándola con sus ojos azules. Le besó la mano y luego, tomándola de los hombros, le besó ambas mejillas. Retrocedió unos pasos para admirar a la joven y exclamó-: ¡Crispin, mon cher, tienes una esposa bellísima!
– Me halaga usted, aunque sé que exagera. Admito que soy bonita, pero nada más. De todas maneras, le aseguro que encontrará muchas mujeres hermosas en nuestra corte.
Guy-Paul se sorprendió al oír estas palabras.
– Veo, madame la comtesse, que no lograré seducirla con mis encantos.
– Un poquito, tal vez. Por favor, tome asiento. Iré a buscar el vino.
– ¿Cuánto hace que te casaste, primo? La última vez que nos vimos eras soltero -dijo Guy-Paul, mientras Philippa se ocupaba de servir el vino.
– La boda se celebró el último día de abril.
– ¿Es una mujer rica?
– Tenía unas tierras que me interesaban y una dote considerable.
– Pero no pertenece a la nobleza.
El conde de Witton negó con la cabeza.
– De todos modos, era un excelente partido y tiene conexiones importantes. Su madre es amiga de la reina y Philippa la ha servido durante cuatro años. Catalina quiere mucho a mi esposa.
– Es bueno que cada tantas generaciones los nobles de casen con mujeres de una clase ligeramente inferior. La sangre se renueva y se fortalece. Tendré que imitarte uno de estos días. La familia está cada vez más fastidiosa. Mi hermana dice que no me quedará simiente para engendrar hijos legítimos si sigo teniendo bastardos.
– ¿Cuántos van?
Tras meditar unos segundos, Guy-Paul replicó:
– Creo que seis varones y cuatro mujeres.
– Siempre te gustó hacer las cosas a lo grande. Pero es hora de que te cases, primo. Te lo recomiendo. Además, tienes dos años más que yo.
– El vino, señores -anunció Philippa sosteniendo una bandeja. Había escuchado toda la conversación.
– Siéntese y únase a la charla, chérie -la invitó Guy-Paul.
– No sabía que mi esposo tenía parientes en Francia -murmuró y bebió un sorbo de vino. Había tantas cosas que ignoraba de su marido, fuera del hecho de que disfrutaba de compartir con ella los placeres de la cama.
– Nuestro antepasado común tuvo dos hijos -comenzó a explicar el conde de Renard-. El mayor fue, por supuesto, el heredero y el menor fue a luchar con el duque Guillermo de Normandía cuando reclamó el trono de Inglaterra. En retribución por los servicios prestados, le donaron tierras de esa región.
– No obstante -prosiguió el relato Crispin-, las dos ramas de la familia nunca se separaron. Peleamos en bandos opuestos en defensa de nuestros reyes y codo a codo en las cruzadas. De niño, pasé dos veranos en Francia con los St. Claire y Guy-Paul pasó dos veranos en Inglaterra conmigo. De vez en cuando hay casamientos entre primos y los miembros de cada generación siempre se mantienen en contacto por carta.
– Qué bueno -comentó Philippa-. La familia de mi madre también era así, pero en un momento se separaron hasta que una feliz coincidencia nos reunió a todos de nuevo.
– Me dijo Crispin que era una de las damas de la reina.
– He sido dama de honor durante cuatro años. Sin embargo, cuando vuelva a Inglaterra dejaré mi puesto a pedido de Catalina, pues considera que ahora mi deber es cuidar de mi marido y darle herederos. No quiso despedirme antes, porque sabía lo mucho ansiaba hacer el viaje a Francia.
– Así que le gusta la corte de Enrique Tudor.
– ¡Es la mejor del mundo! -repuso Philippa con entusiasmo.
– ¿Y cómo hará para sobrevivir cuando ya no forme parte de ella?
– No lo sé, pero sobreviviré. Mi padre sirvió a los Tudor desde los seis años. Mi madre tuvo que hacerse cargo de una enorme propiedad a los tres años y la ha administrado con éxito hasta el día de hoy. Me han inculcado el sentido del deber desde que nací, monsieur le comte.
Guy-Paul St. Claire quedó impresionado por el discurso de Philippa. La veía tan joven, tan deliciosa, tan femenina, que le sorprendió descubrir esos rasgos de severidad. Y lo más curioso era que su primo parecía celebrar las palabras de su esposa.
– Madame, es usted admirable. Crispin, creo que, por primera vez en tu vida, has logrado causarme envidia.
Philippa se levantó de su silla.
– Señores, los dejaré solos para que renueven su amistad. Estoy muy cansada a causa de los viajes. Lucy, ven a ayudarme -ordenó a su doncella. Luego, saludó a los dos hombres con una graciosa reverencia y desapareció tras las cortinas de brocado que separaban las dos secciones de la tienda.