– Me lo acaba de presentar la reina -replicó Philippa. Aún no sabía si ese hombre le gustaba o no.
– Non, non! No me refiero a eso. Cuando te vio, el rey quedó maravillado por tu hermosura y me expresó su deseo de pasar un momento a solas contigo.
– ¿En medio de todo este barullo? -preguntó Philippa con incredulidad-. ¡Vamos, mon cher Guy-Paul! Lo que desea tu venerado rey es seducirme. Conozco muy bien su reputación y he pasado bastante tiempo en la corte para reconocer a un hombre en plan de conquista. Si aún fuera una doncella, la respuesta sería no. Pero como soy una mujer casada, la respuesta sigue siendo no -y se echó a reír-. No pongas esa cara de desilusión. ¿En serio creíste que aceptaría semejante invitación?
No, definitivamente Guy-Paul St. Claire no le agradaba en lo más mínimo, pero debía ser cortés con él por respeto a Crispin.
El conde se quedó abatido, pero al rato dijo:
– Puesto que conoces tan bien el carácter de Francisco, no correrás ningún peligro. ¿No piensas que sería conveniente hacerte amiga del rey de Francia?
– ¿Con qué fin, Guy-Paul? Si no permito que me seduzca, Francisco se sentirá ofendido. Y no estoy dispuesta a dejarme seducir por ningún hombre que no sea mi marido, que, además, es tu primo, por si lo olvidaste. ¿Crees que Crispin aprobará que ofrezcas a su esposa al rey de Francia?
El conde de Renard parecía dolido por las palabras de la joven.
– Siempre es útil tener un amigo en las altas esferas, Philippa, no solo para ti sino también para tu familia. Algún día tú y Crispin tendrán hijos. Además, piensa en tu madre, quien, según me ha contado mi primo, posee una próspera empresa. Imagínate los beneficios que ella obtendría si su hija fuera amiga del rey de Francia.
– Si no dudara de tus motivos, estaría de acuerdo contigo, Guy-Paul. ¿Por qué diablos querría el rey conocerme si no es para seducirme? -dijo Philippa, pero a la vez pensaba que quizá la idea no fuera tan mala. Si lograba hacerse amiga del rey de Francia sin comprometer su honor y buen nombre, podría ayudar a su familia algún día. ¿Por qué no intentarlo? Después de todo, lo único que tenía que hacer era no dejarse seducir.
– Me duele que sospeches de mí. Seamos francos, Philippa. Eres una muchacha de campo a quien se le brinda la oportunidad de conocer a un rey de enorme prestigio. Imagina las historias que les contarás a tus hijos y nietos. Es cierto, el rey me deberá un pequeño favor si le presento a la bella mujer que lo ha cautivado. Pero si lo rechazas, no me lo reprochará. Y tú, chérie, eres muy inteligente y te las ingeniarás para conservar su amistad y su buena voluntad, sin perjudicar a Crispin.
Philippa no pudo evitar reírse.
– Eres un ser malvado, Guy-Paul. Argumentas tan bien como Tomás Moro, aunque él es un hombre piadoso y tú jamás lo serás. Si aceptara conocer al rey Francisco, ¿dónde y cuándo sería el encuentro?
El conde trató de disimular su alegría. Sabía que debía apelar a su inteligencia y a su devoción por la familia para convencerla.
– No puede ser de noche -aclaró Philippa-, ni en un horario en que Crispin esté desocupado. Si se entera de que voy a reunirme con el rey, me lo prohibirá terminantemente y entonces yo me enojaré y cometeré alguna tontería -terminó la frase con una sonrisa-. Más vale contarle todo después del hecho. Es probable que se enfade contigo, ¿no has considerado esa posibilidad?
– Podría ser por la tarde, después de las justas y antes de la fiesta nocturna -sugirió el conde, ignorando las últimas palabras de Philippa.
– De acuerdo. Crispin suele reunirse con sus amigos en ese horario.
– Me encargaré de todo -dijo Guy-Paul con voz suave. Tomó la mano de Philippa y la besó-: Sé tan encantadora con él como lo has sido conmigo, y Francisco caerá rendido a tus pies, ma chère cousine.
– No quiero que caiga rendido a mis pies. Me entrevistaré con el rey en privado, le diré lo que corresponde decir en esas ocasiones, y luego desapareceré de su vista. Ahora, márchate. La reina nos está observando y querrá saber por qué conversamos tanto. Creo que no sería prudente repetirle nuestra charla, ¿verdad?
Mientras el soberano francés visitaba a Catalina, Enrique Tudor visitaba a Claudia, la reina de Francia. Al regresar a sus respectivos campamentos, los reyes se encontraron en el camino: cada uno elogió a la esposa del otro y agradeció el excelente trato que había recibido. Luego, se abrazaron y siguieron viaje.
Los festejos continuaron durante días. Los cocineros reales de los dos campamentos trabajaban sin descanso para ofrecer los menús más exquisitos y todos los días se organizaban justas deportivas. Dos árboles de honor artificiales portaban los emblemas de ambos reyes: el capullo de espino de Enrique VIII y la hoja de frambuesa de Francisco I, que se hallaban exactamente al mismo nivel, para demostrar su igualdad.
Hacia mediados de junio, el calor se hizo insoportable. Las multitudes que se acercaban a mirar los torneos eran cada vez más numerosas; en un momento llegaron a reunirse diez mil personas. La situación se tornaba peligrosa y el capitán preboste era incapaz de controlarla.
Una de esas tardes temibles y tórridas, Guy-Paul St. Claire saludó a Philippa, que descendía de las gradas de los ingleses.
– ¿Podrías dar un paseo conmigo? -preguntó con cordialidad.
– Su Majestad, le presento al primo de mi esposo, el conde de Renard -dijo Philippa a la reina-. Si no necesita mis servicios, saldré a caminar con él.
– Por supuesto, hija mía. Te veré en el banquete de esta noche.
– Me pregunto si el conde de Witton sabe que tiene un primo francés -comentó maldiciente una de las damas de la reina mientras los observaba alejarse tomados del brazo-. Ese sujeto hace honor a su nombre, pues realmente parece un zorro… o renard, en francés.
Las otras mujeres se echaron a reír, pero la reina las regañó:
– No admitiré esas habladurías. Philippa me ha hablado del conde y, Alice, te aconsejo que pases más tiempo rezando a Dios y a su Santa Madre para que te ayuden a contener esa lengua viperina. De todas las damas que me han servido, solo dos poseen una virtud intachable, y una de ellas es Philippa Meredith. Confiesa tu pecado y haz penitencia antes de volver a presentarte ante mí.
Mientras tanto, Philippa avanzaba entre la multitud que asistía a las justas del día. Su acompañante la condujo discretamente a la tienda donde Francisco se preparaba para los torneos. En calzas, con el torso desnudo y sentado en un taburete de tres patas, aguardaba que un criado terminara de lavarlo. Alzó la vista al entrar los visitantes y sonrió.
– Madame la comtesse, ha sido usted muy amable en venir a verme -saludó. Se paró con el agua chorreando por su amplio pecho. Era un hombre muy alto y viril.
Philippa retrocedió un paso e hizo una reverencia.
– Monseigneur le roi. Ha peleado con bizarría hoy y veo que su ojo está casi curado -saludó. Vio con el rabillo del ojo que Guy-Paul se escabullía fuera de la tienda y entonces se dio cuenta de que estaba cometiendo una tontería. Lo único que conseguiría sería poner en peligro su integridad y la de su esposo.
El rey indicó a su sirviente que se retirara; luego tomó la mano de Philippa y se la besó.
– Usted me llamó la atención el día del banquete de la reina. Era la más elegante de las damas inglesas. ¿Por qué sus compatriotas se visten tan mal? ¿Acaso no les gusta que un hombre las admire? -preguntó sin soltarle la mano y clavando sus ojos negros en el valle de su pecho.
Philippa se sintió perturbada por esa mirada lasciva y ardiente, pero trató de no revelar sus emociones.
– Mi tío Thomas Bolton, lord Cambridge, es un hombre dotado de una finísima sensibilidad en materia de estética. Él me enseñó a vestirme, aunque dice que poseo un instinto natural para la ropa y los colores.