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El hombre la soltó maldiciendo y frotándose la pantorrilla, mientras sus compañeros reían ante el cómico espectáculo.

– Madame, parlez vous français?-inquirió otro de los conspiradores.

– ¿Qué? ¿Qué dice? ¿Por qué no habla inglés? ¡Malditos rufianes franceses! ¡Socorro! ¡Ladrones! ¡Unos forajidos quieren atacarme!

– No habla francés -opinó uno de ellos-. No pudo haber entendido nuestra conversación, y si sigue aullando como una loca atraerá la atención de todo el mundo. Dejémosla ir, Pierre, antes de que vengan a socorrerla los caballeros. Fíjense en su ropa. Es una dama.

– ¡Deberíamos estrangular a la perra! Pensé que las finas damas de la corte sabían francés, pero parece que no es así, Michel.

Finalmente, el hombre se apartó y dejó pasar a Philippa, que alzó la falda y corrió hasta llegar al campo de juego. Respiró aliviada y miró a su alrededor en busca de alguna rostro conocida. Gritó al sentir que una mano firme le apretaba el codo. Dio media vuelta y se encontró con su marido.

– ¿Dónde estabas? ¿Y qué hiciste? -Su mirada traslucía enojo y también preocupación.

– ¡Hay un complot, milord! -atinó a decir Philippa-. ¡Un complot para matar al rey!

– ¿A cuál rey? -preguntó alarmado.

– ¡Al nuestro, a Enrique Tudor! Me importa un maldito rábano el rey francés.

– ¿Cuándo?

– No lo sé.

– ¿Dónde?

– Tampoco lo sé.

– ¿Quiénes son los asesinos? -A esa altura Crispin estaba bastante exasperado.

– Eso tampoco lo sé.

– ¡Por Dios! -rugió el conde llamando la atención de la gente-. Dices que van a asesinar al rey y no sabes cuándo ni dónde ni quiénes lo cometerán, y sospecho que tampoco sabrás por qué. ¿Estás loca, Philippa? ¿Es posible que el calor y el polvo te hayan afectado tanto?

– Por favor, Crispin, no hablemos aquí. Vayamos a nuestro pabellón y te contaré lo que he escuchado.

La tienda se balanceaba, pero seguía firmemente clavada al suelo.

– Entra los caballos, Peter. Este horrible viento durará un buen rato.

– Sí, milord.

Al ingresar a la carpa, saludaron a Lucy y le pidieron que se retirara.

– Siéntate, Philippa, y explícame lo ocurrido. Fui a buscarte a donde estaban reunidas las damas de la reina y me dijeron que te habías ido con mi primo. Ya habrás notado que Guy-Paul no es una persona confiable. Siempre fue un niño taimado, y al reencontrarme con él me di cuenta de que no ha cambiado. ¿Qué demonios hacías con él?

– ¿Estás celoso? -Philippa se sorprendió de sus propias palabras. ¿Por qué iba a estar celoso? Sabía que su esposa era una mujer honorable y que jamás lo traicionaría. ¿Por qué le perturbaba tanto que hubiera estado con su primo?

– Responde la pregunta -urgió el conde.

– Francisco me vio en el banquete de la reina y le gusté. Quiso conocerme y yo acepté, pues no me parecía nada malo encontrarme con el rey.

– ¿No te parecía nada malo ofrecerte en bandeja como un cordero a un goloso caballero? ¿Qué pasó entre ustedes dos? -preguntó con frialdad.

– ¡No pasó nada! -replicó Philippa, indignada de que Crispin desconfiara de ella-. ¿Cómo osas dudar de mi honor? Soy tu esposa, y no una ramera de la corte.

– Una mujer que se entrevista con ese rey corre serio peligro de perder su buen nombre, que, te recuerdo, es también mi nombre, ¡maldita sea! ¿Qué hacía mi primo mientras conversabas con Francisco de Valois? ¿Había otras personas o estabas a solas con ese mujeriego empedernido?

– Tu primo me condujo hasta el monarca y luego huyó como una sucia rata de albañal. Espero que lo regañes por su indigna conducta; por mi parte, no quiero volver a verlo jamás. Ahora que sabes que nadie dañó ni mancilló una de tus posesiones, te contaré lo que escuché mientras trataba de encontrar el camino de regreso a nuestra tienda.

El conde estaba irritado. ¿Acaso creía que él la consideraba una mera posesión? ¿No se daba cuenta, por la forma en que le hacía el amor, de sus sentimientos hacia ella? Apretó los dientes y declaró:

– Estaba preocupado por ti, pequeña. No podía localizarte ni encontrar a ese bastardo que por desgracia lleva mi misma sangre. Ahora, háblame del complot que crees haber descubierto.

– No es ninguna creencia, Crispin, lo escuché con mis propios oídos. Eran tres hombres y, por lo que decían, estoy segura de que son sirvientes de la reina Luisa de Saboya. Uno, el más corpulento, se llamaba Pierre; el otro, Michel, y el tercero, no lo sé pues nadie lo llamó por su nombre. Hablaban de matar al rey, a la reina y al cardenal.

– ¿Con qué fin?

– Según escuché, unos compatriotas suyos que están en Inglaterra van a secuestrar a la princesa María y traerla a Francia para casarla con el delfín.

– Y entonces Inglaterra será súbdita de Francia -dedujo el conde.

– Así es, y decían que ni siquiera el Papa podría impedir esa boda.

– Es cierto, no tendría ningún motivo para oponerse, ya que el compromiso entre la princesa y el delfín fue acordado por Enrique Tudor y Francisco de Valois.

– Y también afirmaban que las grandes familias de la nobleza aceptarían la situación.

– No todas. Algunas saldrían a buscar un heredero inglés. Otras se pondrían del lado de Francia a causa de la princesa. Estallaría la guerra civil otra vez, Philippa -sacudió la cabeza-. ¿Qué más escuchaste?

– Dijeron que lo harían en algún momento en que los tres estuvieran juntos y que la salamandra del rey sería la señal.

– La salamandra es el emblema personal de Francisco, pero, por lo que cuentas, no está involucrado en el complot. Sin embargo, su madre es una mujer muy ambiciosa. Haría cualquier cosa por su hijo, pero asesinar al rey de Inglaterra, a su reina y al cardenal es un plan de enorme envergadura. Hablaré con él, ahora. Es una suerte que hayas escuchado la conversación. Te aseguraste de que los conspiradores no te vieran, ¿verdad?

– Por supuesto que me vieron cuando se disipó el polvo, y se asustaron bastante. Trataron de retenerme, pero fingí que no entendía el francés y les hablé todo el tiempo en inglés. Fui muy vehemente e imperiosa -dijo con una risita-. En ningún momento manifesté miedo, aunque, obviamente, estaba aterrorizada. Es más, los traté con bastante rudeza, como suele comportarse una dama inglesa ante subordinados franceses -concluyó con una amplia sonrisa.

– Podrían haberte asesinado -murmuró el conde. La sola idea de perderla le destrozaba el corazón. Se dio cuenta de que la amaba y de que nunca se lo había dicho. ¿Y si Philippa hubiera muerto sin saber cuánto la amaba?

De pronto, se escuchó un ruidoso griterío y Peter salió a averiguar qué pasaba. Minutos más tarde, regresó con la noticia de que el enorme pabellón del rey Francisco había sido derribado por el viento.

– Las tiendas no estaban bien clavadas al suelo. Las nuestras no sufrieron mayores daños -informó el criado.

Tomando a Philippa por los hombros, el conde la miró a los ojos.

– Prométeme que te quedarás aquí, pequeña. Iré a hablar con el cardenal Wolsey. Él decidirá cómo manejar este asunto -la besó en la frente-. Vendré a buscarte si el cardenal desea verte.

Philippa asintió y se quedó mirándolo mientras él se alejaba. Se había mostrado muy enojado cuando la encontró y ella lo acusó de estar celoso. ¿Realmente lo estaba? ¿Por qué motivo? Ella jamás haría nada que enlodara su reputación, y él lo sabía.

¿Era posible que Crispin St. Claire sintiera cariño por su esposa o incluso amor? Nunca le había dicho nada, pero la forma en que le hacía el amor demostraba que, al menos, se sentía atraído por ella. La joven suspiró. Había una sola persona capaz de aclarar todas sus dudas: su madre, Rosamund Bolton, que se hallaba muy lejos de Francia, en el norte de Inglaterra. Philippa se sentó a esperar. No le quedaba otra alternativa.