– «¿Avasallándola?» -repitió-. ¿Es que puede haber alguna explicación o justificación para despachar la muerte de un hombre con un displicente «sólo»? ¿Es que tienes que callarte al oír eso? ¿Es que, sí protestas, estás avasallando?
– Claro que no -dijo él, a quien la propia Paola había enseñado a reconocer y rehuir el argumentum ad absurdum-. Yo no digo eso.
– ¿Qué dices entonces?
– Que hubiera sido preferible tratar de descubrir de dónde había sacado esas ideas y razonar con ella.
– ¿En lugar de avasallarla, como tú dices? -preguntó ella, empezando a mostrar indignación.
– Sí -respondió él tranquilamente.
– No acostumbro a razonar frente a los prejuicios raciales.
– ¿Y qué quieres hacer si no? ¿Sacudirles con un bastón?
Vio cómo Paola iba a replicar, pero se contenía. Ella bebió un trago, luego otro y dejó la copa.
– Está bien -dijo al fin-. Quizá fui muy severa con ella. Pero me dolió oírle decir eso y pensé que, sin darme cuenta, quizá yo era la responsable.
– ¿Estamos hablando de Chiara o de ti? -la sorprendió él.
Ella frunció los labios, miró hacia la ventana orientada al Norte, movió la cabeza de arriba abajo reconociendo lo certero de la pregunta y dijo:
– Tienes razón.
– No me interesa tener razón.
– ¿Qué te interesa?
– Vivir en paz en mi propia casa.
– Imagino que eso es lo que quiere todo el mundo -dijo ella.
– Si fuera tan sencillo, ¿verdad? -Él se levantó, se inclinó a darle un beso en el pelo y volvió a la questura y a la investigación de la muerte del hombre que era sólo un vu cumprá.
La muerte del africano o, por lo menos, su causa, estaba explicitada en el informe de la autopsia que Brunetti encontró encima de la mesa de su despacho. Sorprendido por tanta celeridad, el comisario fue directamente al final del informe, para ver si Rizzardi daba alguna explicación. Su sorpresa se acentuó al encontrar en blanco el lugar donde debía figurar el nombre del patólogo que había realizado el examen, pero decidió no perder tiempo en tratar de averiguar por qué Rizzardi había omitido la anotación y empezó a leer.
La víctima tendría entre veinticinco y treinta años y, aunque presentaba señales de ser un gran fumador, todos sus órganos estaban en perfecto estado. Medía 1,82 metros y pesaba 68 kilos. Sus huellas dactilares habían sido enviadas a Lyon para su posible identificación.
En total, le habían alcanzado cinco balas, número que coincidía con el de los sonidos que habían oído los americanos. Dos de los impactos eran mortales: uno le había seccionado la columna vertebral y el otro le había perforado el ventrículo izquierdo. De las otras tres balas, una se había alojado en el hígado y las otras dos se habían incrustado en los músculos del tórax sin dañar ningún órgano. La circunstancia de que los cinco disparos le hubieran alcanzado denotaba tanto buena puntería como proximidad, porque de la descripción de los americanos se deducía que los asesinos estaban a poco más de un metro de su víctima. Las trayectorias de las balas indicaban que uno de los hombres era más alto que el otro; el que no hubiera orificios de salida hacía pensar que las pistolas eran de pequeño calibre. Las balas habían sido extraídas y enviadas al laboratorio para su análisis, aunque, en opinión de un profano, parecían haber sido disparadas con una pistola del calibre 22, arma que, según constaba a Brunetti, no era desconocida de los asesinos a sueldo.
– Un profano -dijo Brunetti en voz alta, dejando el informe a un lado de la mesa. Rizzardi, que diez años atrás había ejercido en Nápoles, posiblemente había visto más señales de muerte violenta que cualquier otra persona de la ciudad, por lo que no era probable que, al extender el informe de la autopsia, se hubiera atribuido tal condición.
El informe había llegado por e-mail, por lo que las fotos estarían disponibles en el ordenador de la signorina Elettra. Pero Brunetti no deseaba verlas: las imágenes de las heridas siempre le causaban tristeza y repulsión.
A él sólo le interesaba la idea del motivo que las había causado. Reconocía no saber mucho de África, continente que le parecía una masa vaga, difusa, donde las cosas iban mal y la gente sufría y moría de hambre en medio de grandes riquezas que la Naturaleza había derramado con mano pródiga.
Algo había leído Brunetti acerca del pasado colonial del continente, pero su historia reciente le interesaba poco. De todos modos, reconocía que lo mismo podía decir de la historia reciente en general.
Brunetti miró por la ventana de su despacho a la grúa que todavía, al cabo de los años, se cernía sobre la casa di riposo de San Lorenzo. Un hombre que se ganaba la vida vendiendo bolsos de imitación. Un hombre que había sido ejecutado por una pareja de asesinos profesionales. Lo primero podía decirse de cualquier vii curnprá. Eso hacían: vender bolsos. Lo segundo, en modo alguno: en los casos que podía recordar de muertes violentas relacionadas con extracomunitari, ni víctimas ni asesinos eran africanos.
Brunetti trató de considerar los factores que podían haber determinado el asesinato, y sólo se le ocurrió que debía de ser algo relacionado con los orígenes o con el pasado del hombre, o algo en lo que estuviera involucrado en la actualidad. Por lo que se refería al pasado, Brunetti reconocía no saber nada, ni siquiera el país de origen, aunque era probable que fuera Senegal. En cuanto al presente, imaginó varias posibilidades que fue desechando una tras otra: los maridos celosos no suelen enviar a asesinos a sueldo para vengar su deshonor; y, que Brunetti supiera, los mayoristas de los bolsos no necesitaban recurrir al asesinato para mantener a raya a sus empleados. Los africanos seguramente estaban demasiado agradecidos por la oportunidad de trabajar como para arriesgarse a perder el empleo estafando a sus patronos. Más allá de estas ideas, las posibilidades se multiplicaban, ignoradas e infinitas.
Brunetti se acercó un ejemplar de la relación de tareas del personal correspondientes a la semana en curso. En el reverso, empezó una lista de las cosas que necesitaban saber acerca del muerto: nombre, nacionalidad, profesión, antecedentes, cuánto tiempo llevaba en Italia, dirección, familia, amigos. Pensó en la manera de empezar a hacer luz en el misterio de la existencia de aquel hombre, recordó a una persona que podía ayudarle, levantó el teléfono y llamó a la sala de agentes.
Tal como esperaba, contestó Vianello.
– ¿Está libre? -preguntó Brunetti.
– Sí.
– Dos minutos -dijo el comisario, y agregó-: Necesitaremos una lancha.
Tardó un poco más en ponerse el abrigo y encontrar unos guantes de repuesto, que estaban en los bolsillos de un chaleco de plumón olvidado en el armario. Tras lo cual bajó al vestíbulo.
Vianello lo esperaba en la puerta principal. Llevaba tantos jerseys y chalecos debajo de la parka que abultaba casi el doble de lo habitual.
– No vamos a Vladivostok, hombre -dijo Brunetti a modo de saludo.
– Nadia tiene la gripe, los chicos están resfriados y yo no quiero caer enfermo y tener que quedarme en casa.
– ¿Quién está con ellos? -preguntó Brunetti.
– La madre de Nadia. Como vive tan cerca, se pasa todo el día entrando y saliendo. -Vianello hizo una seña al agente de servicio para que se apartara y empujó la puerta, dando paso a una ráfaga de aire gélido que los envolvió e irrumpió en el vestíbulo. El inspector se metió las enguantadas manos en los bolsillos de la parka y salió a la calle.
El piloto estaba en cubierta. De su cara no se veía más que un pequeño triángulo de ojos y nariz que asomaba de una capucha forrada de piel. Al saltar a bordo, Brunetti dijo:
– Vamos a San Zan Degolá -y bajó rápidamente a la cabina.