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El tiempo no había cambiado y el frío lo asaltó en la misma puerta de la questura. Un extremo del pañuelo del cuello se agitó como una anguila colgada de un sedal, tratando de soltarse. Lo agarró, se lo ajustó, bajó la cabeza y cruzó el puente en dirección a Castello.

Conservaba el mapa bien dibujado en la memoria; por otra parte, conocía el edificio porque un condiscípulo suyo de secundaria vivía en la casa de al lado. Caminaba contra el viento y mantenía los ojos en el suelo, orientándose por radar más que por la vista. Pasó por delante del Arsenale, en el que los leones parecían más satisfechos de lo que hubieran tenido que sentirse a la intemperie con aquel frío.

Torció a la izquierda por Via Garibaldi y pasó por delante del monumento al héroe que, con la mirada puesta en la helada superficie de la fuente situada a sus pies, parecía más afectado por el frío que los leones. Giró hacia la derecha, luego, rápidamente, a la izquierda y, enseguida, otra vez a la derecha. El número que buscaba era el segundo edificio de la izquierda, pero pasó por delante sin detenerse y entró en un bar del pequeño campiello que había un poco más adelante.

En un ángulo, jugaban a las cartas tres ancianos con abrigo y sombrero y sendos vasitos de vino tinto junto a la mano derecha. Uno echó una carta, el de su derecha otra y lo mismo hizo el tercero, que recogió los tres naipes con dedos artríticos, los juntó golpeándolos suavemente en la mesa, reunió las cartas que tenía en la mano, volvió a abrirlas en abanico y echó una en la mesa. Brunetti fue a la barra y pidió un caffé corretto, no porque le apeteciera la grappa sino porque éste parecía la clase de bar en el que los hombres cabales toman caffé corretto a las once de la mañana.

Fue hasta el extremo de la barra y abrió el ejemplar de La Nuova que estaba allí. Cuando llegó el café, se lo acercó con un «gracias» musitado entre dientes, echó dos bolsitas de azúcar, lo removió y pasó una página del diario. Los viejos seguían jugando, sin hablar, ni siquiera cuando terminaron la partida y el ganador reunió las cartas y volvió a repartir.

En la página doce había un artículo sobre el asesinato.

– Ay, Dios, no falta sino que ahora la emprendan a tiros hasta con nosotros -dijo Brunetti, sin dirigirse a nadie en particular, hablando en veneciano.

Terminó el café y dejó la taza en el platillo. Leyó hasta el final del artículo, miró al barman y preguntó: -¿Filippo Lanzerotti vive todavía en la casa de la esquina?

– ¿Filippo?

Brunetti dio la explicación que, evidentemente, se le pedía:

– Fuimos juntos al colegio, pero hace años que no lo veo. Me preguntaba si seguirá viviendo aquí.

– Sí. Su madre murió hace unos seis años, y él y su mujer se mudaron a la casa.

– Recuerdo -le interrumpió Brunetti- las ventanas que dan al jardín. Entonces no nos gustaba la vista. -Dejó el diario en el mostrador, lo apartó hacia un lado, metió la mano en el bolsillo y sacó unas monedas. Miró al hombre con un gesto de interrogación y pagó lo que se le pedía.

Señalando con la barbilla el diario que había dejado abierto por el artículo sobre el asesinato, preguntó:

– ¿Hay por aquí muchos de esos vu cumprá? -Aún no había acabado de hablar y ya le pesaba haber preguntado. Sus palabras sonaban huecas y forzadas, teñidas de una curiosidad impertinente.

El barman tardó en responder.

– No como para hacerse notar.

– ¿Entran en el bar?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Por nada en particular -dijo Brunetti-. Es sólo que conozco a gente a la que ellos no caen bien. Pero yo los encuentro agradables. -Y entonces, como recordando-: Uno hasta me prestó su telefonino un día en que había olvidado el mío y tenía que hacer una llamada. -Estaba hablando demasiado, y se daba cuenta, pero no podía parar.

El ejemplo no debía de tener un gran valor como prueba de solidaridad humana, porque el barman dijo tan sólo:

– No tengo queja de ellos.

– No son como los albaneses -dijo una voz sepulcral que llegaba de la mesa de las cartas. Cuando Brunetti se giró, los tres hombres volvían a estar atentos al juego, y no pudo saber cuál de ellos había hablado. A juzgar por la placidez de gas rostros, la voz podía pertenecer a cualquiera de los componentes de aquel coro.

– Sí ve a Filippo, no olvide darle recuerdos de parte de Guido -dijo Brunetti.

– ¿Guido?

– Sí, Guido, de la clase de mates. Ya se acordará.

– Está bien. Se los daré -dijo el barman. En aquel momento, uno de los hombres de la mesa le pidió más vino, y él se dio la vuelta para bajar del estante otro vaso.

En la calle, Brunetti volvió sobre sus pasos hasta Vía Garibaldi. Allí entró en la verdulería que hay a mano izquierda, vio unas endibias que pregonaban su procedencia de Latina y pidió un kilo. Mientras la mujer escogía lo solicitado, él preguntó, sin dejar de utilizar el dialecto:

– ¿Alessandro aún alquila a los vu cumprá -Y movió la cabeza en dirección a la casa de Cuzzoni.

Ella lo miró, sorprendida por aquel salto de vegetales a inmuebles.

– Alessandro Cuzzoni -especificó Brunetti-. Hace años, quería venderme la casa que tiene ahí, a la vuelta de la esquina, pero yo compré una en San Polo. Ahora un sobrino mío que va a casarse está buscando casa y me he acordado de Alessandro. Pero hace tiempo me dijeron que alquilaba habitaciones a los vu cumprá y, antes de decir algo a mi sobrino, me gustaría saber si sigue haciéndolo. -Y a renglón seguido, antes de que la mujer pudiera recelar de su pregunta y de él, agregó-: Mi mujer me ha pedido melanzane, pero de las largas. -Sólo tengo de las redondas -dijo ella, que parecía mejor dispuesta a hablar de la mercancía que de los asuntos de sus clientes.

– Está bien. Le diré que no había otra cosa. Póngame un kilo de las redondas.

La mujer sacó otra bolsa de papel y eligió tres orondas melanzane. Como si la reconfortara la solidez de las hortalizas, dijo:

– No creo que aún esté en venta esa casa. -Ah, bien. Gracias -dijo Brunetti, entendiendo que con estas palabras la mujer respondía a su pregunta sin dar esa impresión. Ella le entregó la bolsa y él pagó la compra, confiando en que Paola le encontrara utilidad. Brunetti decidió irse a casa, donde Paola alabó la calidad de las endibias y dijo que las tomarían con la cena. Acerca de las berenjenas no hizo comentarios y él renunció a decirle que, en cierto sentido, formaban parte de sus técnicas de investigación.

Como los chicos no almorzaban en casa, el menú, en opinión de Brunetti por lo menos, era espartano: únicamente risotto con radicchio di Treviso y una tabla de quesos. AI advertir el gesto de mal disimulada decepción con que él miraba el surtido de quesos, Paola se le acercó y, quedándose de pie a su lado, dijo:

– Está bien, Guido. Esta noche habrá cerdo. Brunetti cortó una porción de taleggio y la puso en su plato. Entonces levantó la cabeza y preguntó con interés:

– ¿Con aceitunas y salsa de tomate?

– Sí.

– ¿Y las endibias?