Ella desvió la mirada y, dirigiéndose a la lámpara, dijo:
– ¿Qué ha pasado aquí? Yo me casé con un hombre y me encuentro viviendo con un estómago insaciable.
– ¿Con mantequilla y parmesano? -preguntó él, extendiendo una gruesa capa de queso en el pan.
Prescindiendo de su promesa a Gravini, Brunetti salió de casa a las tres y cuarto, subió andando hasta Sant'Aponal y retrocedió hacia Fondamenta Businello, donde tenía que estar el apartamento. Encontró el número en el que, junto al único timbre, se leía: «Cuzzoni». Llamó, esperó un momento y volvió a llamar.
– ¿Sí? -preguntó al fin una voz de hombre.
– ¿Signar Cuzzoni?
– Sí. ¿Qué desea?
– Hablar con usted. Policía.
– ¿Hablar de qué? -preguntó la voz con calma.
– De unas fincas de su propiedad -respondió Brunetti con no menos calma.
– Suba -dijo el hombre, y la puerta se abrió con un chasquido.
Brunetti empujó la puerta y entró en un gran jardín que, aun en su sueño invernal, mostraba claras señales de ser objeto de muchos cuidados. Dos pinos de Norfolk se alzaban a los lados de un sendero de ladrillo bordeado por setos de algo más de un metro de alto que aún conservaban hojas diminutas. Otros ladrillos incrustados en el césped delimitaban dos jardines en forma de rombo, en los que Brunetti distinguió, bajo unas protecciones de plástico semitransparente, unas flores que parecían pensamientos. Al fondo había una única puerta flanqueada por ventanas enormes, protegidas por gruesas rejas.
La puerta estaba abierta, y él subió un tramo de peldaños de mármol, anchos y de poca altura, que conducían al piano nobile. Cuando llegó arriba, la puerta se abrió hacia adentro y se encontró frente a una cara que le era familiar desde hacía años.
Aquel hombre debía de tener varios años menos que él, pero -observó Brunetti con un punto de satisfacción- también menos pelo, cosa que ya había sospechado antes y ahora podía comprobar. Cuzzoni era tan alto como Brunetti, más delgado, tenía una nariz elegante y los ojos castaños y grandes, quizá demasiado para su cara. Parecía tan sorprendido como Brunetti al ver ante sí una cara conocida.
Reaccionando antes que su visitante, el hombre tendió la mano y dijo:
– Alessandro Cuzzoni. -Brunetti estrechó la mano, pero, antes de que pudiera decir su nombre, Cuzzoni prosiguió-: Qué curioso, hace años que lo veo pasar por la calle. Es como si ya nos conociéramos.
– Brunetti, Guido -dijo el comisario, y siguió a Cuzzoni al interior del apartamento. Lo primero que notó fue una imponente mancha de humedad en la pared del fondo del recibidor y un círculo oscuro en el techo. Siguió con la mirada el reguero hasta el suelo, donde vio esparcidas unas maltrechas piezas del parqué.
– ¡Vaya! ¿Qué ha pasado aquí? -no pudo menos que preguntar.
Cuzzoni miró los destrozos del techo, la pared y el suelo y desvió la mirada rápidamente, como rehuyendo un dolor. Señaló con el dedo la devastación de¡ techo.
– Ocurrió hace cuatro días. La vecina de arriba puso una lavadora y se fue a Rialto. La manguera del desagüe se soltó y todo el programa de lavado me chorreó por la pared. Yo ya me había ido a trabajar y ella estuvo fuera toda la mañana.
– Sí que lo siento -dijo Brunetti-. No hay nada peor que el agua.
Cuzzoni se encogió de hombros y trató de sonreír, pero era evidente que no le apetecía.
– Afortunadamente, al menos para ella, el suelo no está a nivel, y el agua se escurrió hacia la pared y bajó por ahí. En su casa apenas hubo daños.
Mientras el hombre hablaba, Brunetti miraba la pared de¡ fondo, donde le parecía distinguir rectángulos de pintura más oscura. En las otras paredes había pinturas y también -lo que era inquietante- estampas y dibujos, uno de los cuales parecía un Marieschi.
– ¿Qué había en la pared? -preguntó al fin.
Cuzzoni suspiró.
– La carátula de Carceri. La primera edición y con una firma que probablemente era la suya. Y un pequeño dibujo de Holbein.
Lo mismo que cuando alguien habla de una enfermedad grave en la familia, Brunetti no sabía cómo preguntar ni qué decir.
– ¿Y? -fue lo único que se le ocurrió.
– Mejor no le cuento.
– Lo lamento -dijo Brunetti. Sabía que era preferible no mencionar el seguro. Aunque Cuzzoni o la vecina lo tuvieran, ciertas cosas son irreparables e insustituibles. Además, las aseguradoras nunca pagan.
– Vamos a mi estudio. Allí podremos hablar -dijo Cuzzoni, volviéndose hacia la derecha y abriendo una puerta. Hasta aquel momento, Brunetti no había notado el calor que hacía en el apartamento. Al ver que empezaba a desabrocharse el abrigo, Cuzzoni dijo-: Démelo. Tengo que mantener la calefacción a tope hasta que se haya secado todo esto. Con la pared húmeda los pintores no pueden hacer nada.
– ¿Y el parqué? -preguntó Brunetti dándole el abrigo.
Cuzzoni colgó la prenda de un perchero y con un ademán indicó a Brunetti un largo sofá que estaba arrimado a una pared. Él se instaló en un viejo sillón de aspecto confortable situado enfrente y dijo:
– El parqué es casi lo que más siento. Es de cerezo, del siglo dieciocho. Imposible sustituirlo.
– ¿No se puede restaurar?
Cuzzoni se encogió de hombros.
– Quizá. He hablado con un carpintero que hace años había trabajado para mí. Ya está jubilado, pero dice que vendrá a verlo. Si le parece que puede hacer algo, lo levantará y se lo llevará al taller. Ahora lo dirige su hijo, pero él aún trabaja. Quizá pueda remojarlo y ponerlo en la prensa para aplanarlo. Pero dice que perderá color y que probablemente costará mucho devolverle la pátína. -Volvió a encogerse de hombros-. No hago sino repetirme que no es más que un objeto. Todo son sólo cosas materiales. Pero han durado cientos de años y casi parece una vergüenza que ahora se pierdan.
Aunque la stgnorina Elettra le había dicho que Cuz-zoni había venido de Mira, Brunetti consideró conveniente no demostrar que sabía algo de él y, abarcando la habitación con un ademán, preguntó:
– ¿Es la casa de la familia?
– No, en absoluto. Hará sólo unos ocho años que vivo aquí. Pero esta casa ha llegado a ser algo precioso para mí, y me duele que le haya ocurrido esto. -Sonrió y meneó la cabeza como pidiendo disculpas por su sentimentalismo y apuntó-: Supongo que la policía no habrá venido para preguntar por la lavadora de mi vecina.
Brunetti sonrió a su vez y respondió:
– No, por supuesto. He venido para preguntar por una casa que posee al final de Via Garibaldi.
– ¿Sí? -preguntó Cuzzoni con curiosidad, pero nada más.
– Deseo saber si la ha alquilado a extracomunitari.
Cuzzoni echó el cuerpo hacia atrás, apoyó los codos en los brazos del sillón y juntó los dedos formando un triángulo debajo de la barbilla.
– ¿Puedo preguntar por qué desea saberlo?
– No es por nada relacionado con la renta ni con los impuestos -le aseguró Brunetti.
– Signor Brunetti, no creo que todo un comisario de policía haya venido a verme para averiguar si pago impuestos por el alquiler de mis apartamentos. Pero siento curiosidad por saber el porqué de su interés.
– Es por el hombre que fue asesinado -dijo Brunetti, decidiendo revelar a Cuzzoni por lo menos esto. Cuzzoni inclinó la cabeza, apoyando los labios en sus dedos entrelazados. Al cabo de un tiempo, miró a Brunetti y dijo:
– Me lo figuraba. -Dejó transcurrir unos instantes más y prosiguió-: Sí, en el edificio hay extracomunitari. En los tres apartamentos. Pero no sé si el hombre asesinado era uno de ellos.
A Brunetti le constaba que los periódicos no habían publicado foto alguna del muerto, ni el nombre. -¿Sabe quiénes son los que viven ahí? -He visto sus papeles, sus pasaportes y el permiso de trabajo de uno de ellos. Pero no puedo saber si los pasaportes son auténticos, ni si lo es el permiso de trabajo.