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Brunetti esperó un momento antes de preguntar:

– ¿Aun sabiendo que yo podría arrestarlos a todos?

El jefe sonrió, y la cara se le llenó de arruguitas de auténtico regocijo.

– No es muy prudente decir eso, sabiendo que podríamos desaparecer antes de que llegaran los refuerzos que pidiera para arrestarnos.

Brunetti le devolvió la sonrisa y preguntó:

– ¿Y no cree que yo podría levantarme y arrestarlos a todos?

– ¿Y llevarnos a todos a la cárcel? -preguntó el africano afablemente. Y añadió con picardía-: ¿Usted solo?

Mientras hablaban. Brunetti había podido deducir que aquel hombre y el joven delgado eran los únicos que sabían italiano lo suficiente como para seguir la conversación. Los otros quizá entendían palabras y frases sueltas, pero poco más.

– Donde, estoy seguro -dijo Brunetti en un tono amenazador tan falso que delataba que ni él mismo creía lo que iba a decir-, podríamos persuadirles fácilmente para que nos dijeran todo lo que queremos saber.

Al oír esto, el joven ahogó una exclamación y dio un paso hacia Brunetti con la mano izquierda levantada y la derecha colgando sin vida al costado. Una mirada del viejo lo detuvo, y se quedó inmóvil, sin bajar el brazo, con los ojos muy abiertos, respirando con fuerza. Vianello se había puesto en pie con sorprendente rapidez y dado un paso hacia él, pero, al ver que el joven no se movía, retrocedió hasta su silla, aunque no se sentó.

El viejo miró a Brunetti y dijo con sincero pesar:

– Quizá sea mejor no hablar de persuadirnos a decirle cosas, signare.

Moviéndose con cautela, Brunetti se levantó y se acercó al joven. Muy lentamente, levantó el brazo, tomó la mano alzada, la bajó hasta la altura de la cintura y la cubrió con su izquierda. El joven cerró los ojos y trató de retirarla, pero Brunetti la retuvo con firmeza.

Cuando al fin el joven abrió los ojos y le miró, Brunetti dijo:

– Le pido perdón por lo que he dicho. A todos ustedes y a su amigo muerto. Lo he dicho sin pensar y es una tontería.

El otro trató de liberar su mano, pero ahora el gesto fue más débil.

Brunetti prosiguió, sin soltar la mano ni desviar la mirada:

– Por lo que le ha pasado a su amigo y porque nadie debería morir así, quiero encontrar a los que lo mataron.

Soltó la mano del joven y dio un paso atrás, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, en actitud de indefensión. El joven lo miró fijamente, pero no dijo nada. Por último, Brunetti se volvió hacia el viejo.

– El signor Cuzzoni me ha dado las llaves de los otros apartamentos, y voy a entrar a echar una ojeada.

– ¿Por qué me dice eso?

– Porque ustedes viven aquí con permiso del dueño, que me ha dado las llaves y me ha autorizado a entrar. No sería correcto no decirles lo que voy a hacer.

– ¿Nos pide permiso? -dijo el hombre.

– No. -Brunetti desestimó la idea con un movimiento de la cabeza-. Les informo.

Brunetti miró a Vianello y se dirigió hacia la puerta. Una vez allí, se volvió y dijo a todos:

– Me llamo Brunetti. Si desean hablar conmigo, pueden llamarme o ir a verme a la questura.

Los hombres lo miraban en silencio, como estatuas de obsidiana, y él y Vianello salieron del apartamento.

CAPÍTULO 12

– Vaya actuación brillante la mía -dijo Brunetti cuando salieron a la escalera.

– Yo no me he percatado de lo que había dicho, o más bien de la amenaza que ellos verían en sus palabras hasta que he visto a ese hombre levantar la mano -dijo Vianello a modo de consuelo-. La frase parecía estar a tono con la conversación que mantenía con el capo.

– Pero, si hubiera pensado en lo que seria para ellos sentirse amenazados… -empezó Brunetti.

– Si mí abuelo tuviera ruedas, sería una bicicleta -terminó Vianello-. ¿Subimos? -preguntó, pasando a lo práctico.

Mientras subía la escalera, Brunetti se alegró de que Vianello le hubiera interrumpido. Sabía lo que la policía de ciertos países hacía a los detenidos, aparte de lo que le había contado un amigo que trabajaba para Amnistía Internacional. Sencillamente, había hablado sin pensar. Lamentarse del efecto que ello habría tenido en la predisposición de los hombres a confiar en él era perder el tiempo. Sí le pesaba, sin embargo, haberlos ofendido con su falta de sensibilidad. Pero, al llegar al piso de arriba, dejó atrás esos pensamientos.

Brunetti llevaba también las llaves bailadas en el bolsillo del muerto. Una instintiva cautela le había hecho prescindir de la formalidad de rellenar el formulario de solicitud de pruebas y, sencillamente, se había limitado a ir al almacén y sacarlas de la bolsa. Las probó en la puerta del apartamento del segundo piso y otro tanto hizo con uno de los juegos que Cuzzoni le había dado, pero ninguna abría. Al fin, una llave del segundo juego de Cuzzoni giró en la cerradura. Brunetti empujó la puerta y le salió al encuentro el mismo olor a hombre que impregnaba el otro apartamento, pero aquí no había fogones encendidos y no era tan penetrante. En el fregadero no había más que tazas y vasos, de lo que se deducía que comían todos abajo. Arrimadas a una de las paredes de la sala había dos camas plegables y, alineadas en el dormitorio, otras cinco individuales. El pequeño armario estaba repleto de chaquetas y téjanos y en la parte baja se amontonaban infinidad de zapatillas deportivas. Era tan fuerte el tufo que salió de allí al abrir la puerta que Brunetti la cerró rápidamente y pasó al cuarto de baño.

Aquello, sencillamente, era un asco. La pequeña bañera estaba mugrienta y, en un lado, debajo de un grifo que goteaba, tenía un reguero verdiazulado. Había toallas amontonadas en el borde de la bañera, y colgadas de clavos detrás de la puerta: ninguna de ellas, limpia. El asiento del inodoro estaba en el suelo, apoyado en la pared. El lavabo daba grima, lleno de pelos, espuma de afeitar seca y otras sustancias que Brunetti no quiso imaginar. El espejo estaba moteado de salpicaduras blancas y empañado por infinidad de huellas dactilares. Una taza de hojalata contenía un ramillete de cepillos de dientes.

– ¿Quiere volver al dormitorio y buscar en el armario? -preguntó Brunetti a Víanello, que había estado mirando debajo de las camas.

– Si no le importa, preferiría dejarlo. Después de todo, no sabemos lo que buscamos.

Brunetti tuvo que mostrarse de acuerdo.

– Está bien -dijo-. Vamos a ver lo que hay en el otro piso.

Salieron a la escalera, cerraron la puerta con llave y subieron al tercero. Los peldaños eran de madera y muy estrechos, mientras que los de más abajo eran de piedra y bastante más anchos. Desde la calle, Brunetti no había visto el tercer piso, y pensó que, al igual que su propio apartamento, habría sido construido con posterioridad y sin permisos.

Arriba no había rellano: la escalera terminaba frente a una puerta. Brunetti sacó las llaves que había tomado del almacén de pruebas e introdujo una de ellas en la cerradura, que cedió con suavidad. Cuando abrió la puerta, la luz entró desde detrás de él. Se inclinó hacia el interior y, tanteando en la pared de la izquierda, su mano tropezó con un interruptor y lo accionó.

Una bombilla de 40 vatios colgaba del techo de lo que debió de ser un trastero. No había ventanas y, en lo alto, se veían las tejas de cerámica, sobre un entramado de vigas. La habitación carecía de aislamiento, y Brunetti y Vianello vieron cómo, al entrar, su aliento se convertía en vapor.

Junto a la pared del fondo había una cama estrecha con varias mantas de lana raídas. Sólo quedaba espacio para una mesa pequeña sobre la que descansaba un hornillo eléctrico con el cordón conectado al interruptor de la entrada con mucha cinta aislante y muy poca habilidad. Al lado del hornillo había una taza metálica y una caja de bolsitas de té y, debajo de la mesa, un cubo de metal cubierto con una toalla. Brunetti no tuvo que dar más que un paso para llegar a la mesa. Levantó la toalla y vio que el agua que contenía tenía una delgada capa de hielo.