Claudio, al igual que la mayoría de las personas que Brunetti conocía, creía que el teléfono era un sistema de comunicación abierto a las distintas oficinas del Gobierno, por lo que no hizo preguntas y se limitó a decir que estaría en su despacho a partir de las nueve y que, por supuesto, tendría mucho gusto en ver a Brunetti. Cuando el comisario terminó la llamada, Vianello preguntó:
– ¿Quién es?
– Un amigo de mi padre. Estuvieron juntos en la guerra.
– ¿Pues cuántos años tiene?
– Más de ochenta -respondió Brunetti, y agregó-: En realidad, no lo sé. -Ignoraba si Claudio era más viejo o más joven que su padre, sólo sabía que era uno de los pocos hombres en los que su padre confiaba y uno de los aún más escasos que habían seguido siendo amigos suyos durante el largo crepúsculo de sus últimos años de vida.
El sonido del timbre anunció la llegada del hombre del equipo técnico. Cuando éste se presentó en el segundo piso, Brunetti le dijo que deseaba que tomara las huellas del piso de encima. Extrajo del bolsillo la caja de la sal y, sosteniéndola por una punta, esperó a que el técnico sacara una bolsa de pruebas de la maleta.
– Aquí tiene que haber huellas que coincidan con las del hombre asesinado. Las otras han de ser las mías -dijo Brunetti-. También deseo saber si hay las de alguien más. -Dijo al hombre que la puerta del piso de arriba estaba abierta y añadió que deseaba que Bocchese se ocupara del caso lo antes posible. Cuando el hombre ya iba hacia la escalera, Brunetti dijo, como si acabara de ocurrírsele:
– Cuando termine, borre todas las señales de su paso, ¿de acuerdo? Y después revise este otro piso.
El hombre agitó la mano por encima de su cabeza en señal de conformidad y empezó a subir la escalera. Como su presencia no era necesaria, ellos dos se fueron. Al bajar, Brunetti se detuvo y llamó a la puerta del apartamento del primer piso, pero nadie contestó.
– ¿Se habrán marchado? -preguntó Vianello.
Brunetti miró el reloj y se llevó una sorpresa al ver que eran más de las siete, lo que significaba que hacía más de dos horas que estaban en el edificio.
– Quizá han ido a trabajar. -Los dos sabían que, para rehuir la competencia directa con las tiendas, los vu cumprá salían a la hora del almuerzo y por la noche, cuando cerraban los comercios-. No es probable que vuelvan antes de las doce -dijo Brunetti.
– ¿Entonces?
– Entonces nos vamos a cenar y mañana iré a ver a Claudio.
– ¿Quiere que vaya con usted? -preguntó Vianello.
– ¿Para protegerme otra vez? -bromeó Brunetti señalando a la puerta de los hombres negros.
– Si se dedica al negocio que creo que se dedica, quizá sea el signor Claudio quien necesite protección -dijo Vianello, pero sonreía al decirlo.
– En 1946, Claudio y mi padre vinieron andando desde Berlín. No creo que a un hombre que hizo eso le preocupe el peligro -dijo Brunetti, que, no obstante, dio las gracias a Vianello por su ofrecimiento y se fue a su casa, pensando en el cerdo con aceitunas y salsa de tomate.
CAPÍTULO 13
Claudio Steín regentaba su negocio desde un pequeño apartamento próximo a piazzale Roma, situado al extremo de una calle sin salida, cerca de la cárcel. Cuando era adolescente, Brunetti había estado allí muchas veces con su padre, y escuchaba a los dos hombres hablar de su juventud en Venecia, antes de la guerra, y de cuando eran soldados-en Grecia y en Rusia. En el transcurso de los años que abarcó la amistad entre los dos hombres, Brunetti fue conociendo todas sus historias: el cura de Castello que les dijo que era pecado no afiliarse al partido fascista, la mujer de Tesalónica que les dio una botella de ouzo, el arrojado capitán de artillería que trató de raptarlos a su unidad, y al que ahuyentaron con sólo enseñar una pistola. En todos sus relatos, los dos hombres quedaban victoriosos; pero, a fin de cuentas, el solo hecho de haber sobrevivido a la guerra era ya suficiente prueba de victoria.
Al cabo de años de escuchar sus historias, Brunetti se dio cuenta de que el héroe de todas las aventuras de antes de la guerra era su padre: expansivo, generoso, inteligente, el líder indiscutible de la muchachada del barrio.
Después de la guerra, empero, la jefatura pasó al menos vehemente Claudio: cauto, honrado, fiable, amigo leal y seguro protector. Claudio había aprendido a orillar en sus relatos los temas que podían suscitar las fieras indignaciones del Brunetti padre, rehuyendo referirse a los políticos, los jefes militares y la calidad de los pertrechos y centrándose en sus muchos éxitos en la búsqueda de comida y diversión. ¿Cuántas de aquellas historias eran ciertas? Brunetti no \o sabía, ni le importaba. Le gustaban por las imágenes que le mostraban del hombre que su padre había sido antes de que la guerra lo marcara, y disfrutaba escuchándolas, aunque estuvieran deshilvanadas, o deformadas por la lente del narrador.
Claudio abrió la puerta a poco de sonar el timbre, y lo primero que Brunetti pensó era que el anciano había olvidado ponerse los zapatos. Se abrazaron, y él aprovechó para mirar al suelo por encima del hombro de Claudio, y pudo ver unos tacones. Al retroceder, comprobó que la impresión era debida, simplemente, a la inevitable agresión de la edad que, desde la última vez que se habían visto, había robado a Claudio cinco centímetros de estatura por lo menos.
– Qué alegría verte, Guido -dijo el anciano con aquella voz profunda que siempre había transmitido a Brunetti una calma reconfortante. Condujo a su visitante al interior del apartamento diciendo-: Trac el abrigo.
Brunetti dejó la cartera en el suelo, se quitó e! abrigo y se quedó esperando mientras Claudio colgaba la prenda. Recordó que el día en que cumplía dieciséis años, Claudio le había dado mil liras, lo que entonces era una fortuna, que él había gastado en el bar en una sola noche invitando a los amigos. Eran tiempos en los que el dinero solía gastarse en Coca-Cola y limonata. ¿Por qué celebrar con vino, si ya lo había en casa?
Claudio lo llevó por el pasillo hasta lo que él llamaba su oficina y que no era más que una simple habitación amueblada con un gran escritorio, tres sillas y una caja fuerte tan alta como un hombre. Brunetti nunca había visto nada encima del escritorio, excepto una vez, hacía seis años, en que había venido a interrogar a Claudio en su calidad de policía, y entonces sólo permanecía el estuche que una pareja de timadores había cambiado por el que contenía las piedras que aparentaban querer comprar y que el propio Claudio había puesto en él. El golpe era un clásico, un timo que probablemente habrían tardado más de un año en preparar. Los ladrones habían observado las costumbres de Claudio y se habían hecho amigos de miembros de su familia a fin de obtener la información acerca de su vida privada y su actividad comercial suficiente como para convencerle de que habían sido clientes de su padre antes de que éste le cediera el negocio.
El día de la venta, los dos hombres se presentaron en esta misma oficina, y Claudio les mostró lo mejor de sus colecciones, gemas por un valor tan alto que el hombre no pudo menos que echarse a llorar cuando se lo contaba a Brunetti. Ellos eligieron cuidadosamente las piedras que Claudio fue colocando, una a una, en el estuche de ante. Por último, el que resultó ser el jefe, eligió un anillo con un solitario enorme, lo puso en el centro del estuche y observó cómo Claudio lo cerraba y aseguraba con unas tiras elásticas negras.
– Así sabrá cuál es nuestro estuche -dijo el hombre señalando el pequeño bulto que formaba el anillo.
Y ocurrió entonces, en una fracción de segundo, entre el momento en el que Claudio acabó de cerrar el estuche y aquel en el que lo introdujo en el cajón de arriba de la caja fuerte. ¿Uno de los hombres lo distrajo con una pregunta, o quizá sacó la pitillera? Después, cuando descubrió el cambiazo, Claudio no podía recordar el momento crucial de la sustitución de un estuche por otro. No descubrió el robo hasta dos días después, cuando los dos hombres no se presentaron a hacer el pago y recoger las piedras. Después Claudio dijo que, al abrir la caja y sacar el estuche, ya lo sabía, lo sabía y no acababa de creer que pudieran haber cambiado los estuches delante de él, que estaba atento a todos sus movimientos. Pero los habían cambiado.