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Después de confesar a Brunetti lo que valían las piedras, Claudio le hizo prometer que no lo diría a nadie: no podría soportar la vergüenza si su esposa se enteraba de su descuido, ni quería que ella, a su vez, tuviera que avergonzarse de haber hablado tan orgullosamente de su marido en el tren a los dos hombres que después habían venido a robarle.

Los ladrones fueron arrestados y encarcelados, pero a Claudio de nada le sirvió, porque ya hacía tiempo que habían perdido el dinero en los casinos de Europa, y la aseguradora no le indemnizó porque, en el momento de suscribir la póliza, él no les había presentado la lista detallada de las piedras que tenía en su poder, con indicación de origen, precio, peso y talla. Que Claudio fuera mayorista y, por lo tanto, tuviera miles de gemas y hubiera debido invertir meses en hacer el inventario no influyó en su decisión de desestimar la reclamación.

Estos recuerdos se agolpaban en la mente de Brunetti mientras Claudio lo llevaba por el pasillo hacia la oficina.

– ¿Quieres beber algo, Guido? -preguntó el anciano al entrar.

– No, Claudio, gracias. Acabo de tomar café. Quizá después. -Por una larga experiencia, Brunetti sabía que Claudio no ocuparía su puesto detrás del escritorio hasta que su visitante hubiera tomado asiento, por lo que se acercó una silla y se sentó, dejando la cartera entre los pies.

Claudio dio la vuelta a la mesa y se sentó a su vez. Entrelazó los dedos e inclinó el cuerpo hacia adelante, con un gesto familiar.

– ¿Y Paola y los niños?

– Estupendamente -dijo Brunetti, siguiendo el ritual-. Y todos van bien en la escuela. Hasta Paola -agregó riendo. Ahora le tocaba a él preguntar-: ¿Y Elsa?

Claudio ladeó la cabeza e hizo una mueca.

– Está peor de la artritis. Últimamente la tiene en las manos. Pero no se queja. Nos hablaron de un médico de Padua, y hace un mes que la trata. Le ha recetado un medicamento americano y parece que le va bien.

– Que así sea -dijo Brunetti-. ¿Y Riccardo?

– Contento, trabajando. En junio me hará abuelo por tercera vez.

– ¿Él o Evvie?

– Los dos, imagino -dijo Claudio.

Cumplidos los formulismos, Claudio preguntó:

– ¿Por qué querías verme? -Por la fuerza de la costumbre, no perdía el tiempo, a pesar de que, desde hacía varios años, la edad le había hecho aminorar su ritmo de vida y ahora le sobraba tanto tiempo que no le hubiera venido mal perder un poco.

– He encontrado unas piedras y me gustaría que me dijeras de ellas todo lo que puedas.

– ¿Qué clase de piedras? -preguntó Claudio.

– Te las enseño -dijo Brunetti abriendo la cartera. Sacó la bolsa de plástico con las manoplas de Vianello y la dejó en la mesa. Al lado de la bolsa puso su pañuelo. Miró a Claudio y vio en su cara extrañeza e interés.

Empezó por el pañuelo. Aflojó con las uñas el primer nudo y, una vez desatado éste, el segundo, dejó caer las puntas del pañuelo sobre la mesa y lo acercó a Claudio. Después abrió la bolsa de plástico, sacó las manoplas y agregó su contenido al del pañuelo. Rodaron por la mesa varias piedras, que Brunetti recogió y puso con el resto diciendo:

– Me gustaría saber tu opinión.

Claudio, que probablemente había visto en toda su vida más piedras preciosas que cualquier otra persona de la ciudad, las miraba impasible, sin acercar la mano. Al cabo de más de un minuto, se humedeció con saliva la yema del índice, rozó con ella una piedra pequeña y la lamió.

– ¿Por qué están mezcladas con sal? -preguntó.

– Estaban escondidas en una caja de sal -explicó Brunetti.

Claudio asintió con aire de aprobación.

– ¿Las necesitas? -preguntó a Brunetti.

– ¿Necesitarlas, cómo? ¿Como pruebas?

– No; si las necesitas ahora, si has de llevártelas.

– No. -Brunetti, que no lo había pensado, respondió-: Creo que no. ¿Por qué? ¿Qué quieres hacer con ellas?

– Primeramente, tenerlas en agua caliente media hora, para eliminar la sal -dijo Claudio-. Eso nos permitirá saber cuántas hay y cuánto pesan.

– ¿Cuánto pesan? -preguntó Brunetti-. ¿En gramos o kilos?

Volviendo a fijar la atención en las piedras, Claudio dijo:

– El peso no se calcula en kilos. Por lo menos eso deberías saber, Guido. -No había reproche en su voz, ni siquiera decepción.

– Cuando las hayas limpiado, ¿podrás decirme su valor? -preguntó Brunetti-. ¿O de dónde proceden?

Claudio sacó su propio pañuelo del bolsillo del pecho de la chaqueta y se limpió el índice con él. Luego, con el mismo dedo, revolvió en el montón aplastándolo y removiendo las piedras hasta crear una superficie plana. Encendió una lámpara de sobremesa articulada y orientó el foco de manera que la luz incidiera frente a él. Abrió el cajón central de la mesa y sacó unas pinzas de joyero. Separó con ellas tres de las piedras más grandes, de un tamaño ligeramente inferior al de un guisante y las puso ante sí. En tono neutro, sin mirar a Brunetti, dijo:

– Lo primero que puedo decirte es que estas piedras han sido seleccionadas con mucho cuidado.

A Brunetti seguían pareciéndole simples chinas, pero no dijo nada.

Del mismo cajón, Claudio sacó una lupa, unas balanzas y una cajita que contenía una serie de diminutas pesas de latón. Claudio miró sus utensilios, meneó la cabeza y sonrió a Brunetti diciendo:

– Estas balanzas… es la fuerza de la costumbre. -Abrió un cajón lateral del que extrajo una pequeña balanza electrónica y pulsó una tecla. Se encendió una pequeña pantalla en la que apareció un cero.

– Esto es más rápido y más exacto -dijo.

Levantó con las pinzas una de las piedras que había separado. La depositó en la balanza, haciendo girar ésta para poder leer el peso, agregó la segunda piedra y luego la tercera. Volvió a meter la mano en el cajón y sacó un almohadón de terciopelo negro de un tamaño de la mitad de una revista y lo dejó al lado de la balanza. Utilizando las pinzas, puso las tres piedras en el almohadón. Tomó la lupa y examinó las tres piedras, una a una, mientras Brunetti observaba cómo su cabeza se movía de derecha a izquierda. Luego Claudio puso la lupa en la mesa y miró a Brunetti.

– ¿Son africanas? -preguntó.

– Creo que sí.

El anciano asintió con evidente satisfacción. Tomó las pinzas y estuvo removiendo las piedras con suavidad, hasta que, en el centro de los pequeños círculos que había abierto, hubo otras tres piedras, más grandes que las tres primeras. Claudio las tomó con las pinzas, las puso en el almohadón, al lado de las otras, y examinó detenidamente con la lupa cada una de ellas.

Cuando hubo terminado, dejó la lupa al lado del pañuelo y puso las largas pinzas paralelas al borde de éste.

– No lo sabré con seguridad hasta mañana, cuando las haya contado y pesado, pero diría que, de algún modo, has conseguido adquirir una fortuna, Guido.

Haciendo caso omiso del verbo y de la pregunta que estaba implícita en él, Brunetti preguntó:

– ¿Una gran fortuna?

– Eso depende de la cantidad de sal y de si las más pequeñas son tan puras como parecen éstas -dijo el joyero, señalando las seis piedras que había examinado.

– ¿Cómo puedes saber lo que valen sin estar talladas? -preguntó Brunetti-. No tienen, ¿cómo decís vosotros?, facetas.