La signorina Elettra levantó la cabeza con interés y fue a decir algo, pero Brunetti sólo dejó la carpeta vacía encima de la mesa mientras se llevaba el índice a los labios y le indicaba con una seña que subía a su despacho.
Para impedirse a sí mismo ceder a la petición de Patta, Brunetti llamó a Paola, le describió la cabeza de madera y le pidió que la agregara a la información que debía dar a su amigo de la universidad, instándola a hacer la llamada cuanto antes. Después, se puso a examinar posibilidades. El que el vicequestore le advirtiera de que debía abandonar una investigación significaba que también él había sido advertido, lo cual abría el interrogante de quién había hecho la primera advertencia. ¿Y de quién podía partir una advertencia que tuviera fuerza suficiente como para persuadir al vicequestore en menos de un día? Patta respetaba el dinero y el poder, aunque Brunetti no estaba seguro de cuál de las dos cosas significaba más para él. Patta siempre se inclinaba ante el dinero, pero era el poder el que le hacía doblegarse.
Patta había insinuado que su advertencia obedecía a su preocupación por la seguridad de Brunetti, posibilidad que el comisario descartó de entrada. La causa más probable era el temor de Patta a que Brunetti no se dejara convencer para abandonar una investigación iniciada, aunque se lo ordenaran. Aquella aparente preocupación de Patta denotaba la astucia de la serpiente, fingir que su mayor prioridad era la seguridad de Brunetti y no la suya propia.
¿Un poder tan grande como para hacerse obedecer por un vicequestore de la policía? Brunetti cerró los ojos y empezó a pasar las cuentas del rosario de posibilidades. Los candidatos de rigor se hallaban distribuidos entre el Gobierno, la Iglesia y la Justicia. La gran tragedia del país -pensó Brunetti- radicaba en que los tres estamentos eran probables instigadores en igual medida.
CAPÍTULO 15
La llegada de la signorína Elettra interrumpió estas reflexiones. Llamó a la puerta, entró sin esperar su permiso, se acercó al escritorio y preguntó, en tono casi perentorio:
– ¿Qué quería Patta? -Luego, como si advirtiera su brusquedad, dio un paso atrás y añadió-: Estaba tan impaciente por hablar con usted…
Un impulso, que Brunetti reconoció como de protección, le hizo responder con calma, como si la pregunta hubiera sido normaclass="underline"
– Quería que le informara del asesinato del africano.
– Estaba muy raro -dijo ella, tanteando el terreno en busca de una respuesta más satisfactoria.
Brunetti se encogió de hombros.
– Siempre se pone nervioso cuando hay problemas. Afectan a la imagen de la ciudad.
– Y a su propia imagen -terminó ella.
– Aunque la víctima no sea uno de nosotros -dijo Brunetti y, mientras hablaba, advirtió que sus palabras sonaban como las de Chiara. Antes de que se despertaran los afanes universalistas de la signorina Elettra, explicó-: Un veneciano, quiero decir.
Ella pareció aceptar la aclaración y preguntó:
– Pero, ¿por qué matar a uno de esos pobres diablos? ¡Si no causan problemas! Lo único que pretenden es vender sus bolsos y buscar una oportunidad que les permita vivir decentemente. -Reprimiendo su vehemencia, preguntó-: ¿Le ha asignado el caso?
– No; no específicamente. Pero no ha dicho que quiera que se encargue otro, por lo que supongo que puedo seguir adelante. -Mientras decía estas vaguedades, él seguía buscando mentalmente la causa de la advertencia de Patta: si había sido amenazado para que disuadiera a Brunetti de seguir adelante, quienquiera que interviniera en la investigación estaría en peligro.
¿Cómo se había expresado Patta? ¿Hemos de dejar estar esto? Qué propio de él hablar como si sus palabras fueran resultado de larga reflexión y del consenso general. Y «hemos de» como si fuera una verdad universal-mente reconocida que el caso debía ser abandonado y el asesinato, olvidado, o consignado discretamente al concurrido limbo de los casos pendientes.
Un Patta que nunca había existido habría podido decir: «Me han amenazado para que le obligue a paralizar la investigación, y la idea de perder el cargo o sufrir un percance me asusta de tal modo que estoy decidido a hacer cuanto esté en mí mano para corromper el sistema judicial e impedir que haga usted su trabajo, sin otro fin que el de preservar mi seguridad.» Era tan real la voz de este Patta fantasma que casi ahogaba la auténtica voz de la signorina Elettra. Brunetti parpadeó varias veces y prestó atención a tiempo de oírla preguntar:
– ¿… seguir pasándole la información a usted?
– Sí, por supuesto -respondió él como si hubiera oído la primera parte de la pregunta-. Seguiré como si aún estuviera al frente de la investigación hasta nueva orden.
– ¿Y entonces?
– Entonces, según a quien encargue del caso, le ayudaré o seguiré trabajando por mi cuenta. -No era necesario nombrar a la persona cuya intervención le haría decidirse por esta última posibilidad: incluso en una organización que no solía distinguirse por su hambre y sed de justicia, era notorio el desdén del teniente Scarpa hacia ella. Algunos de los otros comisarios podían fracasar en un caso difícil o complicado, pero, bajo la dirección de un magistrado competente, intentarían por lo menos aprehender a los culpables, y sólo estarían limitados por la inexperiencia y la falta de imaginación. Pero Scarpa no conocía más motivación que la del propio interés, y bastaba una insinuación de su superior -o de fuerzas que Brunetti prefería no nombrar- para que hiciera encallar una investigación.
Afortunadamente, el caso no podía ser encomendado a Scarpa, que aún no era más que teniente, a pesar de los esfuerzos de Patta por conseguirle el ascenso. El encargado de la investigación debía ser un comisario, aunque nada impedía que Patta asignara también a Scarpa el caso, si lo creía conveniente.
– Si por lo menos no tuviéramos que preocuparnos por él -dijo Brunetti, sabiendo que no era necesario pronunciar el nombre de Scarpa y sintiéndose un poco desconcertado al oírse a sí mismo hablar como un monarca inglés que tratara de resolver un problema de personal.
A ella la sonrisa le empezó en los ojos y se le extendió por la cara. Entonces dijo:
– No me tiente, comisario.
– Sólo desplazarlo temporalmente, signorina -dijo él con énfasis, ya que no estaba muy seguro de hasta dónde podían llevarla sus sugerencias.
Ella se volvió hacia la ventana y contempló la fachada de la iglesia de San Lorenzo.
– ¡Ah! -suspiró largamente, y guardó silencio. Ladeó la cabeza como para ajustar la vista a la contemplación de un objeto que sólo ella podía ver, y entonces, por fin, sonrió-. El cursillo de la Interpol de Tecnología Aplicada a la Vigilancia.
Brunetti preguntó con asombro:
– ¿En Lyon?
– Sí, señor.
– Pero, ¿no era sólo para los oficiales seleccionados por ellos, antes de que sean transferidos a la Interpol?
– Sí -respondió ella-. Hace años que él viene solicitando el traslado.
– Pero siempre inútilmente, según tengo entendido.
Con su más tenue sonrisa, la signorina Elettra explicó:
– Mientras Georges dirija la Oficina de Personal, la solicitud del teniente Scarpa no prosperará.
– ¿Georges? -preguntó Brunetti, como si acabara de descubrir que ambos tenían el mismo gestor.
– Yo era muy joven -dijo ella a modo de explicación.
Brunetti, aparentando comprender lo que quería decir esto, repuso tan sólo:
– Claro -y apuntó, tratando de hacerla volver de su abstracción-: ¿Scarpa?
Ella regresó al presente y explicó el futuro:
– Podría ser invitado a ir a Lyon y seguir el cursillo y, cuando éste hubiera terminado, alguien podría descubrir que la invitación estaba destinada a otro teniente Scarpa.