– Antes de irme quería asegurarme de que estabas levantado.
– ¿Adonde vas?
– A buscar a mi madre para llevarla de compras.
Él tomó la taza y se la acercó a los labios antes de preguntar:
– ¿Compras de Navidad?
– Sí. No sé qué regalar a mi padre.
Él tomó tres pequeños sorbos, tragando vida con cada uno.
– Yo no sé qué regalar a nadie.
– Nunca lo sabes -dijo ella en voz baja, cariñosamente-. Podríamos encontrarnos en San Bortolo a las cuatro e ir juntos a comprar algo.
– ¿No almuerzas en casa? -preguntó él, procurando no parecer molesto.
– Te lo dije anoche, Guido. Mi madre y yo estamos invitadas a almorzar en casa de tía Federica.
Eso explicaba el vestido. Tomó un poco más de café y reprimió el impulso de preguntarle cómo podía soportar la idea de pasar dos horas en compañía de su tía. Pero, si estaba dispuesta a ir de compras con él, cosa que también ella aborrecía, renunciaría a hacer comentarios acerca de su familia.
– Ya sabes que vamos todos los años -dijo ella. Reconociendo en la cara de su marido la expresión que solía adoptar al oír hablar de determinados miembros de su familia, añadió-: Recuerda que es la que puso un pleito por fraude a la diócesis de Messina y lo ganó.
Él se cubrió los ojos con la mano izquierda y preguntó:
– ¿Siempre tienes que estar presumiendo de las hazañas de tu familia? -Como Paola no respondía, la miró por entre los dedos. Ella no sonreía.
Él dejó la taza en el plato, eligió la vía más noble y dijo, como si aprobara sus planes:
– Perdona, olvidé que me lo habías dicho. Quedamos a las cuatro. Trataré de pensar en lo que me gustaría comprar para cada cual.
Ella se inclinó hacia adelante y le dio un beso en la mejilla.
– Me encanta cuando me mientes. -Se apartó de él e iba a levantarse cuando él se irguió y la aprisionó con los dos brazos.
La atrajo hacia sí, observando su asombro con regocijo. Él la abrazaba. Ella se reía. Él cerraba el abrazo. Ella ahogaba la risa. De pronto, la soltó y ella se levantó de un salto.
– ¿Eso le harás a Patta la próxima vez que te acuse de mentirle? -preguntó.
Él la miró de arriba abajo.
– Sólo si lleva un vestido tan corto como ése. -Apartó las manías y se levantó de la cama.
Era curioso, no parecía que el sol hubiera afectado la temperatura: al salir de casa, Brunetti tuvo la sensación de que hacia incluso más frío que la víspera. Cuando llegó a Rialto, tenía las orejas y la nariz heladas, y maldecía el optimismo que le había hecho dejar en casa los guantes y el pañuelo del cuello. Como si la niebla de la semana anterior se hubiera disipado también de sus ojos, ahora advirtió por primera vez que la ciudad se había engalanado para las fiestas: en casi todos los escaparates había adornos y motivos navideños.
Alzó la mirada y vio las guirnaldas de luces que se entrecruzaban sobre su cabeza. ¿Cómo había podido andar por la calle de noche, camino de su casa, sin fijarse en ellas? Se puso a pensar en Federica, la tía de Paola. Brunetti sabía que, años atrás, había advertido a Paola en un aparte que el matrimonio con un hombre «de su clase» sería su ruina, no sólo personal sino también social, lo que era mucho peor. Paola no reveló a Brunetti la observación de su tía hasta después del nacimiento de su segundo hijo, y él, encandilado como estaba contemplando los piececitos de Chiara, se limitó a decir:
– ¿Social? -y se echó a reír: una Falier podía casarse con el basurero sin merma de su estatus.
Brunetti se alegró de entrar en la questura, aunque sólo fuera por el calor que se notaba en algunas zonas del edificio. Dejó el abrigo en su despacho y se fue en busca de la signorina Elettra. Pero tuvo la mala fortuna de tropezarse con Patta en la escalera.
– Buenos días, comisario -dijo éste-. Deseo hablar con usted.
– Sí, señor -respondió Brunetti, acomodando el paso al de su superior con el aire del que lleva horas en la oficina y está metido de lleno en el quehacer de la jornada. Venció la tentación de preguntar a Patta de qué quería hablar y, sin exteriorizar sorpresa por verlo en la questura tan temprano, lo siguió hasta el pequeño antedespacho donde pontificaba la signorina Elettra.
Ella sonrió a ambos pero sólo dio los buenos días a su jefe y volvió a fijar la atención en la pantalla de su ordenador. Patta entró en su despacho. Brunetti miró atrás desde el umbral, pero la signorina Elettra sólo tuvo tiempo de encogerse de hombros antes de que él cerrara la puerta. Patta se quitó el abrigo y lo dejó sobre el respaldo de una de las sillas destinadas a las visitas, procurando doblarlo de manera que Brunetti pudiera ver la etiqueta de Ermenegildo Zegna. El comisario, que había seguido a su superior hasta la mesa, procuró mostrarse debidamente impresionado y esperó para tomar asiento a que Patta se hubiera instalado detrás de la mesa.
– Quería hablar de ese asunto de los vu cumprá -anunció Patta.
Brunetti asintió, pero sin interés, dando a entender que había oído hablar de los vu cumprá tiempo atrás, pero no tendría inconveniente en que su jefe le refrescara la memoria.
– No haga como si no supiera de qué le hablo, Brunetti -dijo Patta, irritado.
Brunetti infundió una pequeña dosis de inteligencia en su expresión y preguntó:
– ¿Sí, señor?
– Como recordará, le dije que éste me parecía un caso muy complejo como para que lo lleváramos nosotros -empezó Patta. Brunetti reprimió el impulso de decirle que no, que él no había dicho tal cosa, sino que le había ordenado, sin darle explicaciones, que se apartara del caso, y se contentó con mover la cabeza de arriba abajo, esperando la maniobra que su jefe había ideado-. Y no me faltaba razón -añadió Patta con gesto de modestia ante lo que a sus ojos debía de ser una embarazosa obviedad-. Tiene ramificaciones que llegan muy lejos de Venecia, por lo que ha sido asignado a investigadores especiales del Ministerio del Interior. -Miró a Brunetti, espiando su reacción. Como su subordinado callaba, prosiguió-: Ya han llegado y han iniciado sus pesquisas. He dado instrucciones para que les entreguen el dossier. -Volvió a detenerse pero, ante el persistente silencio de Brunetti, se vio obligado a continuar-: Creen que este asesinato tiene relación con otro caso en el que están trabajando.
– ¿Y qué caso es ése, si me permite la pregunta, señor? -inquirió un respetuoso Brunetti.
– Eso no han podido revelármelo -respondió Patta.
– Comprendo -dijo Brunetti mientras su mente generaba posibilidades a la velocidad con que se divide una célula.
– Creo que es un caso de lo que los americanos llaman need-to-know-dijo Patta, muy ufano de haber tenido la idea de utilizar el término y de haber conseguido pronunciarlo. Entonces, como si temiera que Brunetti pudiera no haberlo entendido, aclaró-: Es decir, que sólo las personas que intervienen en el caso directamente tienen acceso a la información que se obtenga.
Brunetti asintió en silencio.
Patta calló, y el silencio fue dilatándose hasta que el propio vícequestore empezó a dar señales de incomodidad. Echó el sillón hacia atrás y puso una pierna encima de la otra, tratando de romper el mutismo de Brunetti por cansancio. Intenso silencio. Al fin, sin poder resistir más, preguntó: