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– ¿Comprende usted?

Con una voz totalmente neutra, Brunetti dijo:

– Creo que sí, señor. -Y preguntó-: ¿Desea usted algo más?

– Nada más.

Brunetti se puso en pie y salió del despacho. Al cerrar la puerta, miró a la signorina Elettra pero se fue sin decirle nada.

Entró en la sala de agentes y se acercó a la mesa de Vianello.

– ¿Tiene copia del expediente?

– ¿El del africano?

– Sí.

Vianello se levantó y fue al deteriorado archivador que estaba entre las ventanas de la pared posterior. Tiró del cajón de arriba, fue pasando carpetas hasta llegar al fondo y repitió la operación, de delante atrás. Cerró el cajón y volvió a su mesa. Abrió las dos carpetas que estaban a la derecha del teléfono y buscó en los cajones, uno a uno. Miró a Brunetti y movió la cabeza negativamente.

Sin hablar, los dos hombres subieron al despacho de Brunetti, donde la búsqueda también fue infructuosa.

– ¿Scarpa? -preguntó Brunetti.

– Probablemente -respondió Vianello-. Pero sería absurdo. Ella lo tiene todo en el ordenador, puede hacer más copias.

Ambos reflexionaron, y de pronto a Brunetti le asaltó la duda, pero no quería aparecer cerca de la signorina Elettra tan pronto después de haber salido del despacho de Patta, ni utilizar el teléfono interior para preguntar.

– Le agradecería que bajara a preguntarle si aún tiene copias -dijo a Vianello.

El inspector salió del despacho. Mientras Vianello estaba ausente, Brunetti consideró la situación. Sabía lo fácil que era retirar una carpeta, cualquier carpeta, varias carpetas, de los distintos archivadores y despachos de la questura, pero ignoraba si se podía borrar información del ordenador de la signorina Elettra. El instinto y la experiencia señalaban al teniente Scarpa como sospechoso de la sustracción, pero la alusión de Patta al Ministerio del Interior indicaba que ahora había que contar con elementos de otro nivel. Transferirles el caso a ellos suponía dar por terminada la actuación de Ve-necia y dejar a salvo a Patta. Scarpa, si era él quien se había llevado las carpetas, se habría ganado la gratitud de su superior. Pero, aparte de ellos dos, ¿quién ganaba -y qué se ganaba- paralizando la investigación del asesinato?

Hacía una semana, Brunetti había utilizado un documento de identidad falso para comprar un segundo telefoníno a nombre de Roberto Rossi, cuyo número no había dado a nadie, ni siquiera a Paola. Ahora lo sacó y marcó el número del despacho de Rizzardi. Cuando el médico contestó dando su apellido, Brunetti dijo tan sólo:

– Soy yo, Bruno. Cario. -Hizo una pausa, para dar al doctor tiempo de percatarse de la señal de precaución implícita en aquel nombre-. Me preguntaba si por casualidad vería usted aquel informe que me envió su oficina.

– Ah, sí, Cario -respondió Rizzardi tras una brevísima pausa-. Encantado de oírle. No lo he visto hasta esta mañana y le he llamado, pero usted no estaba. Tengo varias fotos de esa… ah, nueva colección de jerseys. No sé si le gustarán, pero quizá desee echarles un vistazo. Tenemos varios modelos que estoy seguro de que le interesarán. -Rizzardi hizo una pausa y añadió-: Quizá sea preferible que pase usted a recogerlos.

– Ah, gracias -respondió Brunetti-. No creo que me sea posible ir hoy personalmente. Ya sabe lo atareados que andamos al principio de la temporada, pero le enviaré a un representante a recogerlos. ¿Le va bien dentro de media hora?

– Perfecto -dijo Rizzardi-. Se las prepararé y las meteré en un sobre. Diga a su representante que las tengo yo, que venga a recogerlas a mi despacho.

– Así lo haré, y gracias. Estoy deseando verlas.

– Sí; me lo imagino. Son muy interesantes. ¿Quiere que incluya la lista de precios?

– Sí. Muchas gracias, Bruno.

Le pareció oír una risa ahogada, o quizá no fue más que un resoplido de impaciencia de Rizzardi, por tener que recurrir a tan rocambolescas precauciones, pero fue un sonido fugaz que quedó cortado cuando Rizzardi colgó.

Sabiendo que Vianello lo esperaría si al volver de hablar con Elettra encontraba el despacho vacío, Brunetti bajó a la sala de los agentes y dijo a Pucetti que fuera al Ospedale Civile a recoger un sobre que el dottor Rizzardi tenía para él.

– Pero antes pase por su casa y vístase de paisano.

– Tengo ropa en la taquilla, señor -dijo Pucetti levantándose-. Puedo cambiarme e ir ahora mismo.

Brunetti volvió a su despacho, disgustado por lo que se veía obligado a hacer. Llamadas telefónicas secretas, mensajes en clave y pedir a los policías que se quitaran el uniforme para hacer su trabajo.

«Todos locos, todos locos», decía entre dientes sin darse cuenta mientras subía la escalera. No faltaba sino ponerse un disfraz para venir a trabajar y abrir cuentas bancarias en las Islas del Canal. Descubrió que la reductio ad ahsurdum lo hacía todo más llevadero, ya que considerar su conducta objetivamente sería exponerse a caer en la desesperación.

Vianello dijo al entrar:

– Dice que alguien ha conseguido meterse en su ordenador y destruir varias cosas. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, explicó-: No me refiero al aparato en sí, sino a los archivos. Dice que la persona que lo ha hecho ha utilizado un método muy sofisticado.

– ¿Qué han destruido? -preguntó Brunetti.

– El informe de la autopsia adjunto al e-mail. Y el informe original del asesinato.

– ¿Y las otras cosas? ¿Las direcciones de Bertolli y Cuzzoni? -preguntó Brunetti, alarmado ante la idea de que quienquiera que hubiese destruido los otros archivos habría encontrado éstos y sabría hacia dónde se dirigía la investigación. Que era bastante más de lo que sabía él, concluyó Brunetti en un repentino acceso de cinismo.

Vianeílo movió la cabeza de derecha a izquierda en lo que Brunetti interpretó como señal de alivio.

– Dice que lo había escondido todo, no sólo las direcciones sino también las copias del informe original y del informe del forense… Dios sabe dónde, quizá en un archivo de recetas de cocina. Y que el informe de la autopsia y el informe original del asesinato eran lo único que se podía encontrar.

Brunetti no tenía más opción que la de creerlo así y confiar en que ella no estuviera equivocada.

– ¿Puede descubrir quién ha sido?

– Creo que está intentando averiguarlo.

Brunetti dio la vuelta a la mesa y se sentó.

– Me parece que lo único que podemos hacer ahora es simular que lo hemos dejado -dijo.

– Patta no se lo creerá -objetó Vianeílo.

– Si no hay indicios de que estemos haciendo algo, tendrá que creerlo.

La mirada de Vianeílo reflejaba su escepticismo, pero él guardó silencio.

– He llamado a Rizzardi -dijo Brunetti-. Dice que encontró algo.

– ¿Qué?

– No lo ha dicho. Sólo que es interesante y que yo debo verlo. Le he enviado a Pucetti. -Brunetti descifró la infantil clave de su conversación con el forense.

– ¿Le ha llamado desde aquí? -preguntó Vianello, sin poder disimular el asombro.

Brunetti le habló del telefonino del signor Rossi y le dio el número.

– ¿A esto hemos de vernos reducidos? -preguntó Vianello, en el momento en que entraba Pucetti, con unas botas Doc Marten y un largo abrigo de napa.

Ni el comisario ni el inspector hicieron comentario alguno acerca de esta indumentaria. El joven agente puso un sobre en la mesa de Brunetti y se quedó de pie, titubeando. Brunetti le señaló una silla.

Del sobre Brunetti extrajo varias fotos envueltas en una hoja de papel doblada por la mitad, más otra hoja que, abierta, resultó ser uno de los formularios utilizados por la policía para tomar las huellas dactilares. En el papel que contenía las fotos, Brunetti reconoció la letra de Rizzardi: «Cuando llegué a la sala de operaciones, me dijeron que la autopsia ya estaba hecha, pero que el informe no estaba disponible. Así pues, tomé varias fotos del cadáver. Al dorso de cada una encontrará mis comentarios. Las huellas del impreso que se adjunta son las de la víctima, tomadas por mí. Le sugiero que las compare usted con las que se tomaron durante la autopsia, para comprobar si son las mismas.» Debajo de la línea se leía: «La autopsia fue hecha por el dottor Venturi.»