– ¿Ha traído alguna bolsa para pruebas? -preguntó Brunetti.
– No. ¿Le sirve el pañuelo? -dijo Vianello sacándolo del bolsillo de la parka. Lo extendió en la cama y se agachó a recoger las bolsas de plástico, levantándolas con cuidado por una punta con)as yemas de los dedos. Cuando las hubo envuelto en el pañuelo, Vianello sacó del otro bolsillo una bolsa de la compra de plástico. Era amarilla y pregonaba el nombre de una cadena de supermercados en unas letras rojas visibles desde un bloque de distancia. En ella introdujo Vianello el pañuelo.
– ¿A Bocchese? -preguntó.
Brunetti asintió.
– Los resultados a mí. Personalmente.
– ¿Vale la pena que nos llevemos algo de los pisos de abajo? -preguntó Vianello.
– Quizá los envoltorios del arroz y la harina -sugirió Brunetti.
Cuando los tuvieron en su poder, abandonaron la casa, después de cerrar cuidadosamente todas las puertas. Al salir a la calle, automáticamente, se pusieron a hablar de los resultados de fútbol de aquel fin de semana. Un transeúnte los miró, pero, al oír a Vianello mencionar al ínter, dejó de prestarles atención y se metió en el bar de la esquina.
Cuando llegaron a la questura ya habían decidido cómo proceder. Vianello se fue por el corredor hacia el laboratorio en busca de Bocchese y Brunetti subió a su despacho a llamar por teléfono a un colega de la comisaría de San Marco, donde se guardaban los informes de los arrestos de los vu cumprá, al que preguntó si podía ir a hablar con él.
Moretti, un hombre de baja estatura y frente despejada, lo esperaba en su despacho. En todos los años que llevaba tratándolo, Brunetti nunca lo había visto sin el uniforme ni tampoco fuera de este edificio. La mesa seguía tal como Brunetti la recordaba: un teléfono, una única carpeta abierta ante el sargento y, a la izquierda de éste, un artístico marco con una fotografía de la esposa de Moretti, muerta hacía tres años.
Los dos hombres se estrecharon la mano y hablaron de cosas sin importancia durante unos momentos. Brunetti declinó el ofrecimiento de café, convino en que, realmente, hacía mucho frío, y entonces dijo a Moretti que necesitaba información acerca de los vu cumprá.
Con voz átona, sin revelar su opinión al respecto, Moretti dijo:
– Tenemos instrucciones de llamarles ambulanti.
Con similar impasibilidad, Brunetti dijo:
– Pues acerca de los ambulanti.
– ¿Qué desea saber?
Brunetti sacó una foto del bolsillo interior de la chaqueta y se inclinó para ponerla frente a Moretti.
– Es el hombre al que mataron la otra noche. ¿Lo reconoce o recuerda haberlo arrestado?
Moretti se acercó la foto, la miró, la levantó y la orientó de manera que incidiera más luz en las facciones del hombre.
– Lo he visto, sí -dijo arrastrando las sílabas-. Pero desconozco que lo hayamos arrestado.
– ¿Puede haberlo visto en la calle? -preguntó Brunetti.
– No. -La rapidez de la respuesta sorprendió al comisario. Al advertirlo, Moretti explicó-: Procuro no ir a los sitios en los que están ellos. Me disgusta verlos y no poder hacer nada.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Brunetti, francamente desconcertado.
– No puedo arrestarlos solo, sin vestir de uniforme y sin llevar una orden. Y me desagrada verlos quebrantar la ley, de modo que procuro evitarlos.
Brunetti advirtió la irritación que había en la voz del hombre pero decidió hacer caso omiso. Quería ver si Moretti podía recordar dónde había visto al hombre. Observó cómo el sargento contemplaba la foto y cómo desviaba la mirada hacía el vacío para después volver a fijarla en la foto.
Moretti se levantó.
– Aguarde unos minutos, iré a preguntar si alguien lo reconoce. -Desde la puerta se volvió para preguntar-: ¿Seguro que no quiere un café, comisario?
– Gracias, Moretti, pero no. -El sargento desapareció. Para distraer la espera, Brunetti se puso en pie, se acercó al tablón situado al lado de la puerta y empezó a leer los varios anuncios del ministerio clavados en él. Una plaza vacante en Messina. Como si alguien que estuviera en su sano juicio pudiera desear optar a ella. Descripción de la manera correcta de llevar los nuevos chalecos antibalas. Brunetti se preguntó si podía haber más de una manera de llevarlos. Turnos de guardia para las fiestas de Navidad, lo que le recordó su cita con Paola a las cuatro.
Volvió a la silla, preguntándose por qué Moretti tardaría tanto. Abajo, al entrar, no había visto más que tres agentes. ¿Cuánto podían tardar en mirar una foto? Sacó el bloc y buscó una página en blanco. Escribió: «Regalos de Navidad», subrayó cuidadosamente las tres palabras y debajo, a la izquierda, con letra más pequeña, en pulcra columna, anotó: «Paola», «Raffi» y «Chiara». Entonces se detuvo porque no se le ocurría qué más podía escribir.
Aún estaba mirando los nombres cuando Moretti volvió a entrar en el despacho y se sentó a su mesa. Tendió la foto a Brunetti moviendo la cabeza negativamente.
– Nadie lo ha reconocido.
Brunetti rechazó la foto con un ademán y dijo:
– Quédesela. Tengo más en mi despacho. Le agradecería que preguntara a todos los que hayan estado en contacto con los ambulanti si lo reconocen. -Moretti afirmó con la cabeza, y Brunetti, recordando los años en que ambos habían colaborado amigablemente, dijo-: Y también le ruego que de esto hable sólo conmigo y con nadie más. -Le bastó una mirada para descubrir que Moretti, a pesar de la curiosidad que esta petición suscitara en él, comprendía su significado.
– Por si le puede interesar -empezó el sargento-, no se nos ha alentado a investigar este asesinato.
– Ni se les alentará -dijo Brunetti secamente.
– Ah -fue el único comentario que Moretti se permitió antes de añadir-: Me jubilo dentro de dos años y cada vez me fastidia más que me digan cuáles son los delitos que puedo y cuáles los que no puedo investigar. -Levantó la foto y volvió a mirarla-. Esta cara la he visto antes, lo sé… Es sólo un recuerdo vago y tengo la impresión de que no tenía nada que ver con esto -dijo agitando la foto en semicírculo para indicar el despacho.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Brunetti.
Moretti volvió la foto de cara al comisario.
– Al verlo así, con los ojos cerrados, sabiendo que ha sido asesinado, me inspira compasión. Era joven, es una víctima. Y la otra vez que lo vi también era una víctima, por lo menos, así creo recordarlo. Pero fue por asunto del servicio. -Dejó la foto en la mesa boca abajo, miró a Brunetti y dijo-: Si consigo recordarlo o si alguien lo reconoce, lo llamaré.
– Bien. Gracias -dijo Brunetti poniéndose de pie. Los dos hombres se estrecharon la mano y Brunetti bajó la escalera y salió a la piazza.
De no ser por la leve esperanza que había suscitado la conversación mantenida con Moretti, aquel día, durante el almuerzo, Brunetti se hubiera sentido abandonado por su mujer, un abandono aún más cruel cuando se sufre en época de Navidad. Pero Moretti había reconocido al hombre, o creído reconocerlo, y Brunetti no podía entregarse de lleno al papel de marido mártir. Por otra parte, decidió obsequiarse a sí mismo con un buen almuerzo. La tía Federica era célebre tanto por su mal genio como por las buenas manos de su cocinera, y Paola llegaría a la cita repleta no sólo de los últimos cotilleos familiares sino también de las exquisiteces resultantes de unas recetas que los Falier saboreaban desde hacía cuatro siglos.
Brunetti tomó la góndola pública al lado del Gritti y llegó a la otra orilla helado hasta los huesos y muy necesitado de sustento. Éste lo encontró en Cantinone Storico en forma de un risotto con quisquillas que, según el camarero, eran frescas y una orata a la parrilla acompañada de patatas hervidas. Cuando se le preguntó si tomaría postre, Brunetti, pensando en las copiosas comidas que le aguardaban aquellas semanas, dijo que sólo deseaba una grappa y café, y se sintió muy orgulloso de sí mismo.