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Claudio dio media vuelta y fue hacia el bar. Cuando entró, Brunetti no se movió, dejando que él diera el primer paso. El anciano fue hacia la barra y se quedó al lado de Brunetti, pero no le saludó. Cuando se acercó el barman, pidió té con limón, luego alargó el brazo y atrajo hacia sí el Gazzettino del día. Brunetti dijo al barman que le trajera otro* café. Claudio no levantó la vista del periódico hasta que llegó su té, entonces lo apartó, miró por la ventana al campo desierto, luego a Brunetti y dijo:

– Ayer por la tarde me siguieron.

Brunetti echó azúcar a su café e inclinó la cabeza en dirección a Claudio.

– Era un hombre solo y no me costó trabajo despistarlo. Bueno, eso creo.

– ¿Hasta dónde te siguió?

– Hasta la estación del tren. Me puse a esperar el 82, que llegó tan lleno como siempre. Me quedé en el embarcadero hasta que el marinero empezó a correr la puerta y entonces me abrí paso a empujones gritando que, con tanto turista, no queda sitio para los venecianos. -Miró a Brunetti con una sonrisa maliciosa-. Entonces el hombre descorrió la puerta y me dejó subir. A mí solo.

– Complimenti -dijo Brunetti tomando nota de la táctica por si un día le era necesaria.

Claudio echó un endulzante en el té, removió el líquido con la cucharilla y dijo:

– Ayer hablé con varias personas y envié unas cuantas piedras a alguien que conozco en Amberes. -Bebió un sorbo de té, dejó la taza y añadió-: Y otras las enseñé a un colega de aquí. Fue al salir de su casa cuando me fijé en el hombre.

– ¿Qué explicación diste a esas personas? -preguntó Brunetti, curioso por saber cuál de ellos podía haberle hecho seguir.

– Déjame terminar -dijo Claudio tomando otro sorbo de té-. Pregunté a un amigo de Vicenza si últimamente le habían ofrecido diamantes africanos. No tiene tienda, trabaja en su casa, como yo, pero es el mayorista más importante de todo el Norte.

Cuando ya parecía que el anciano había terminado, Brunetti, sin atreverse a preguntar directamente por la fiabilidad de aquellas personas, inquirió:

– ¿Es un comerciante de renombre?

– Sí; en el Norte lo conoce casi todo el mundo. Quien quisiera vender un gran lote de piedras tendría que acudir a él, es decir, si algo sabía acerca del mercado.

– ¿Y bien?

– Nada -dijo Claudio-. Nadie le ha ofrecido diamantes como ésos.

Brunetti comprendió que no convenía cuestionar esto.

– ¿Dónde están las piedras? -preguntó finalmente.

– ¿Las que me entregaste?

– Sí.

– En lugar seguro.

– Vamos, Claudio, no te hagas el listo conmigo. ¿Dónde están?

– En el banco.

– ¿El banco?

– Sí. Desde… desde aquella vez guardo mis mejores piedras en una caja de seguridad del banco. Allí he puesto también las tuyas.

– No son mías -le rectificó Brunetti.

– .Son más tuyas que mías.

Brunetti, comprendiendo que no tenía objeto discutir, preguntó:

– Si piensas que nadie ha hablado, ¿por qué habían de seguirte?

– He estado casi toda la noche dándole vueltas -respondió Claudio-. O bien- el lugar donde las encontraste estaba vigilado y te siguieron hasta mi casa, aunque supongo que tú te habrías dado cuenta, de modo que esto podemos descartarlo, o bien el hecho de que yo sea el comerciante más conocido de la ciudad hace de mí una persona a la que conviene vigilar, por si acaso. O bien el teléfono de mi amigo está pinchado. -Cerró los ojos, los abrió enseguida y añadió-: O yo soy un viejo idiota que no ha podido aprender a desconfiar de los amigos. Elige.

Al igual que Claudio, Brunetti descartó la primera posibilidad. Su afecto hacia el anciano le inducía a desestimar también la última y elegir una de las otras dos, pero tuvo que reconocer que cabía cualquier probabilidad.

– ¿Has podido averiguar algo sobre las piedras?

– Enseñé cinco a mi amigo, dos de las tuyas y tres que sé que proceden del Canadá. Al principio sólo dijo que le gustaría comprarlas. -El anciano hizo una pausa y prosiguió-: En realidad, eso es lo que yo esperaba que dijera. -Miró a Brunetti, luego a la ventana y otra vez a Brunetti-. Pero cuando le respondí que no estaban en venta y que sólo deseaba saber de dónde creía él que procedían, dijo que tres eran canadienses y dos africanas. Precisamente esas dos.

– ¿Está seguro? -preguntó Brunetti.

Claudio lo miró largamente, como buscando la mejor manera de explicárselo.

– Más seguro de lo que pueda estarlo yo -dijo Claudio-. Porque él sabe más. -Al ver que Brunetti no parecía muy convencido por esta afirmación, el anciano prosiguió-: Él no me explicó la razón por la que atribuía esa procedencia a las dos piedras. Mentiría si te dijera eso, Guido, pero él entiende de estas cosas. Otros necesitan máquinas para detectarlo, pero a él le basta con mirarlas. Ya sé que tú deseas información y hechos concretos, por eso te diré que las máquinas miden los otros minerales que están atrapados en los cristales de carbón, los cuales varían de un «pipe» a otro. Si sabes qué minerales se dan en cada sitio, las máquinas te permiten identificar las piedras por el color. -Claudio hizo una pausa-. Pero en realidad es cuestión de vista. Sí has mirado millones de piedras, lo sabes. -Sonrió y terminó-: Es lo que le pasa a este hombre, sencillamente, él sabe.

– ¿Tú le crees?

– Le creería aunque me dijera que son de Marte. Es el mejor.

– ¿Mejor que tú?

– Mejor que cualquiera, Guido; tiene el don.

– ¿Sólo África? ¿No podía concretar un poco?

– No se lo pedí. Sólo le dije que las tasara, para estar seguro de que el precio que yo les había puesto era el correcto. Me dijo sólo de pasada que eran africanas, para demostrarme lo mucho más que él sabe de piedras.

– ¿Y en cuánto las valoró? -preguntó Brunetti.

– Dijo que, bien talladas, valdrían como mínimo treinta y cinco mil euros. -Al advertir la sorpresa de Brunetti, explicó-: Cada una, Guido, y las que le enseñé no eran las mejores.

Ahora Brunetti recordó algo que aún no había preguntado.

– ¿Cuántas había, una vez limpias de sal?

– Ciento sesenta y cuatro, todas calidad gema y casi del mismo tamaño. -Y, antes de que Brunetti pudiera hacer el cálculo, dijo-: Con ese promedio, son casi seis millones de euros en total.

El valor de las piedras asombró a Brunetti, pero más fuerte que e! asombro era la preocupación por la posibilidad de que alguien hubiera seguido a Claudio.

– Dime qué aspecto tenía el hombre.

– Era tan alto como tú y llevaba abrigo y sombrero. Uno de tantos. Y, antes de que me preguntes, no, no lo reconocería si volviera a verlo. No quise que supiera que lo había visto, de manera que, cuando noté que me seguía, procuré disimular. -Claudio tomó la taza y bebió un sorbo de té.

Brunetti preguntó entonces, introduciendo en su voz una nota de alivio:

– Es decir, que quizá no estuviera siguiéndote.

Claudio dejó la taza y miró a Brunetti con firmeza.

– Me seguía, Guido. Y lo hacía muy bien.

Brunetti decidió no preguntar cómo había aprendido Claudio a distinguir en esta materia y sólo dijo:

– Esos hombres con los que hablaste, ¿confías en ellos?

Claudio se encogió de hombros.

– En este negocio, o te fías de la gente o no te fías.