– ¿Qué es?
Bocchese se acercó y retiró la pieza metálica del microscopio.
– Aquí tiene, mire -dijo entregándola a Brunetti.
El rectángulo tenía peso de metal, desde luego. Se veía la imagen de un caballero que blandía una espada, montado en un caballo engualdrapado, no mayor que un sello de correo»;. La armadura del hombre estaba grabada con todo detalle, lo mismo que la del caballo. El jinete tenía la cabeza cubierta por un yelmo, pero el caballo sólo llevaba protección en las orejas, además de una tira de tela adamascada en la cara. Brunetti advirtió entonces que lo que había visto por el microscopio era el ojo del caballo. Sin el aumento, tuvo que poner la placa a contraluz para distinguir el diminuto orificio del iris.
– ¿Qué es? -volvió a preguntar Brunetti.
– Yo diría que es del estudio de Moderno, que es lo que mi amigo quería que averiguara.
Desconcertado, Brunetti preguntó:
– ¿Qué amigo y por qué quería que lo averiguara?
– Él colecciona estás-cosas. Yo también. Cada vez que le ofrecen una pieza realmente buena, me pide que compruebe si es lo que dice el vendedor.
– ¿Pero aquí? -preguntó Brunetti señalando el laboratorio.
– Es por el microscopio -dijo Bocchese dando al instrumento la palmada que podría dedicar a un perro afectuoso-. Es mucho mejor que el que tengo en casa y puedo ver hasta el último detalle. Me permite estar seguro.
– ¿Colecciona usted estas cosas? -preguntó Brunetti acercándose el rectángulo a la cara, para verlo mejor. El caballo se encabritaba con los ollares dilatados de miedo o de furor. La mano izquierda del caballero, cubierta por un grueso guante de malla, tiraba de las riendas y el brazo derecho estaba levantado y extendido hacía atrás. En menos de un segundo, caballo y caballero saltarían y que Dios se apiadara de lo que hubiera delante.
La respuesta de Bocchese era un modelo de cautela:
– Tengo varias.
– Es muy bonita -dijo Brunetti devolviéndosela con cuidado-. Las he visto en museos, pero allí no puedes acercarte para ver el detalle.
– Desde luego -convino Bocchese-. Y no se aprecia la pátina ni el tacto. -Haciendo una demostración, extendió la mano con la pieza de bronce en la palma y la sopesó varias veces-. Me alegro de que le parezca bonita. -La expresión del técnico era tan afable como su voz.
Brunetti quedó en suspenso, al percibir la intimidad del momento. Durante los años en que habían trabajado juntos, nunca dudó de la lealtad de Bocchese, pero ésta era la primera vez que io veía manifestar un sentimiento más fuerte que la distante ironía con la que ha-bitualmente visualizaba la actividad humana.
– Gracias por enseñármelo -fue todo lo que se le ocurrió decir.
– Niente, nientc -respondió Bocchese sacando del bolsillo una caja metálica. Cuando la abrió, Brunetti vio que estaba forrada de un material blando. Bocchese metió la placa, cerró la caja y la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.
– ¿Ella le ha dicho que yo quería hablar con usted? -preguntó.
– Sí.
– Venga a ver esto. -Condujo a Brunetti hasta una mesa de examen sobre la que había varias fotos de huellas dactilares. Bocchese tomó una, revolvió con el índice en las restantes y sacó otra. Les dio la vuelta, leyó las anotaciones hechas al dorso y las puso una al lado de la otra.
Brunetti vio las ampliaciones de dos huellas que, como solía ocurrir, le parecieron idénticas, pero se guardó de decir tal cosa a Bocchese.
– ¿Lo ve? -preguntó el técnico.
– ¿Qué he de ver?
– Que son idénticas -dijo Bocchese ásperamente, sin el menor vestigio de la anterior afabilidad.
– Sí -dijo Brunetti, convencido.
– Las dos son de la casa de Castello.
– Siga -dijo Brunetti.
Bocchese dio la vuelta a las fotos, como para asegurarse de cuál era cuál y volvió a ponerlas donde estaban antes.
– Ninguna de ellas estaba en el apartamento cuando usted llamó la primera vez y enviamos a Galli, pero sí estaban la segunda vez -dijo golpeando con el dedo la primera foto. Entonces señaló a la otra-: Y ésta es del paquete de galletas que Vianello me trajo cuando ustedes volvieron a la casa.
– ¿Son idénticas? -preguntó Brunetti.
– La misma impronta, la misma mano.
– El mismo hombre -dijo Brunetti.
– A no ser que acostumbre a prestarla -dijo Bocchese.
– ¿Dónde estaba ésta? -preguntó Brunetti golpeando la primera huella con el dedo.
Bocchese volvió a darle la vuelta, miró el número y las abreviaturas escritas en el dorso y dijo:
– En la habitación del último piso.
– ¿Dónde exactamente?
– En el picaporte, en la parte inferior. Es una huella parcial, pero me basta para cotejarla. Supongo que limpiaría el picaporte pero no todo alrededor, y quedó esa huella -dijo volviendo a golpear la foto. Luego señaló la otra-: Como le he dicho, ésta es de la bolsa de galletas. Son las únicas huellas claras que encontré en todo lo que me trajo Vianello. La bolsa estaba muy grasienta. Había restos de otras sustancias y huellas parciales, pero nada de lo que pudiera estar seguro. Sólo eso. -Hizo una pausa y añadió-: Repasé el informe de Galli. Él lo limpió todo después del examen, por lo que la huella fue impresa en la bolsa después de que ustedes se fueran.
– ¿Las ha enviado a la Interpol?
– ¡Ah, la Interpol! -exclamó Bocchese con la desesperación peculiar de quienes están obligados a tratar con las burocracias internacionales-. Por si le interesa, hasta aquí abajo nos han llegado esos rumores acerca del Ministerio del Interior, de manera que, para asegurarme, las envié a un amigo que trabaja en el laboratorio del ministerio y le pedí que me hiciera el favor de procesarlas particularmente. -Calló un momento y dijo-: También le envié esas otras, las de la víctima.
– ¿Qué significa "particularmente»? -preguntó Brunetti.
– Verá. -Bocchese se apoyó en el mostrador cruzándose de brazos-. Con una petición oficial se tardarían una o dos semanas. Así puedo recibir la respuesta mañana mismo o pasado mañana. Y sin tener que enviar copias a nadie del ministerio.
Brunetti se había preguntado más de una vez por qué se molestaba en utilizar los conducios oficiales, si para hacer su trabajo tenía que servirse casi exclusivamente de relaciones y amistades personales. Le habría gustado saber si en todos los países o en todas las ciudades ocurría esto.
– ¿Existirá un país en el que se deje a la policía hacer su trabajo en paz?
El técnico pareció considerarlo una pregunta genuina y le dedicó la reflexión que a su juicio merecía. Al fin dijo:
– Quizá, pero sólo allí donde el Gobierno desee que la policía funcione realmente, con independencia de quiénes sean los sospechosos o de la relevancia que tengan. -Al ver la expresión de Brunetti, añadió con una sonrisa-: Pero yo sigo votando a Rifondazione Comunista, por lo que supongo que debo verlo así.
Brunetti le dio las gracias por sus comentarios y por la información y volvió a su despacho, admirándose de haber descubierto más cosas acerca de Bocchese en aquella corta visita que en más de una década.
CAPÍTULO 20
Alrededor de una hora después de que Brunetti volviera a su despacho, sonó el teléfono. Él contestó con su nombre.
– Pregunté a esa persona -dijo Sandrini sin preámbulos-. Mejor dicho, le sonsaqué y comentó que el trabajo había sido encargado a gente de Roma a la que se envió aquí para ejecutarlo.
– ¿Y las pistolas? ¿No se ha enterado de que ahora hay detectores de metales en todos los aeropuertos? -preguntó Brunetti. Lo irritaba que Sandrini tratara de hablar en clave, y lo decía sólo para chinchar: introducir una pistola en Venecia no supondría dificultad alguna para gente con buenos contactos.
– ¿No ha oído hablar del tren? -preguntó Sandrini ásperamente-. Corre sobre raíles, va y viene de Roma. Hace chuchuchú.