– ¿De dónde eran?
– De Roma.
CAPÍTULO 21
Brunetti, al igual que la mayoría de italianos, tenía sentimientos encontrados respecto a Roma. Como ciudad le enamoraba, él se había rendido de buen grado a su exuberante belleza y no tenía reparos en reconocer que en majestuosidad podía competir con su propia ciudad. Ahora bien, por todo lo que Roma representaba, la miraba con hosco recelo, por considerarla fuente de toda la podredumbre y la corrupción del país. Era la sede del poder, un poder enloquecido como el hurón que ha probado la sangre. No obstante, Brunetti era consciente de que su aversión era exagerada e injusta: durante sus años de servicio, no le habían faltado ocasiones de comprobar que allí trabajaban infinidad de funcionarios íntegros, y también debía de haber políticos que estaban motivados por algo que no fuera la codicia ni la vanidad personal. Tenía que haberlos.
Miró el reloj, resistiéndose a sumirse una vez más en estas viejas reflexiones. Era más de mediodía y llamó a Paola para decirle que ahora salía y que tomaría el vaporetto, pero que empezaran a almorzar sin él. Ella repuso que lo esperarían, por supuesto, y colgó.
Cuando Brunetti salió de la questura había empezado a diluviar: las cortinas de agua, empujadas por el viento, se deslizaban casi en sentido horizontal sobre la superficie del canal que discurría frente al edificio. Observó que uno de los nuevos pilotos saltaba a la cubierta de su lancha y le gritó, resguardándose todavía en la entrada:
– Foa, ¿hacia dónde va?
El hombre se volvió. Aun a aquella distancia, se adivinaba en su cara una expresión de culpabilidad, lo que indujo a Brunetti a añadir:
– No me importa si se va a almorzar. Dígame sólo en qué dirección.
Foa, con semblante más relajado, gritó a su vez:
– A Rialto, señor. Puedo llevarlo a su casa.
Protegiéndose la cabeza con el abrigo, Brunetti corrió hacia la embarcación. Foa había extendido la toldilla de lona y el comisario decidió quedarse en cubierta con éclass="underline" si iban a abusar del cargo utilizando una lancha de la policía para transporte privado, mejor hacerlo juntos.
Foa lo dejó al extremo de la calle Tiepolo. Aunque los altos edificios de cada lado algo le protegían de la lluvia, Brunetti llegó a la puerta de su casa con el abrigo empapado. En la entrada se lo quitó y lo sacudió rociando el suelo. Mientras subía la escalera, sentía filtrarse la humedad a través de la chaqueta de lana y el chasquido que acompañaba cada uno de sus pasos le indicaba que los zapatos chorreaban.
Al entrar en casa, le faltó tiempo para descalzarse y colgar el abrigo y la chaqueta, y sólo entonces percibió el calor y el aroma del ambiente y se permitió relajarse. Debían de haberle oído llegar porque Paola le gritó un saludo mientras él iba por el pasillo.
Cuando Brunetti entró en la cocina, descalzo, vio en el sitio de Raffi a una desconocida, una jovencita que se levantó al verlo. Chiara dijo:
– Es mi amiga, Azir Mahani.
– Hola -dijo Brunetti extendiendo la mano.
La niña miró a Brunetti, miró la mano y miró a Chiara, que dijo:
– Dale la mano, tonta. Es mi padre.
La niña se inclinó no sin rigidez y alargó la mano como si temiera que Brunetti no se la devolviera. Él se la estrechó y la retuvo un momento con delicadeza, como si fuera un gatito frágil. Le inspiraba curiosidad tanta timidez, pero no dijo más que hola y que se alegraba de que almorzara con ellos.
Él se quedó de pie, esperando a que la niña se sentara, pero ella parecía esperar a que se sentara él, hasta que Chiara le tiró del jersey.
– Vamos, Azir, siéntate ya. Él va a comer su comida, no a ti.
La niña se puso colorada, se sentó y fijó la mirada en el plato que tenía delante.
Al ver la turbación de su amiga, Chiara se levantó y se acercó a Brunetti.
– Azir, mira -dijo. Cuando hubo atraído la atención de la otra niña, se inclinó para mirar a su padre a los ojos diciendo:
– Con el poder de mí mirada te hipnotizaré y caerás en un sueño profundo.
Al momento, Brunetti cerró los ojos.
– ¿Duermes? -preguntó Chiara.
– Sí -respondió Brunetti con voz soñolienta, dejando caer la cabeza sobre el pecho. Paola, que aún no había tenido ocasión de saludar a su marido, se volvió de cara a los fogones y siguió sirviendo cuatro platos de pasta.
Antes de volver a hablar, Chiara agitó la mano con ademán teatral delante de los ojos de Brunetti, para demostrar a Azir que él dormía realmente. Luego, inclinándose hacia el oído izquierdo de su padre, dijo arrastrando la última sílaba de cada palabra:
– ¿Quién es la hija más maravillosa del mundo?
Brunetti, sin abrir los ojos, murmuró algo entre dientes.
Chiara lo miró con enojo, se inclinó un poco más y preguntó:
– ¿Quién es la hija más maravillosa del mundo?
Brunetti parpadeó para indicar que por fin había captado la pregunta y dijo con voz indistinta y una entonación tan lenta como la de Chiara:
– La hija más maravillosa del mundo es…
Chiara, con la victoria al alcance de la mano, dio un paso atrás disponiéndose a oír el nombre mágico.
Brunetti levantó la cabeza, abrió los ojos y dijo:
– Es Azir -pero, a modo de premio de consolación, abrazó a Chiara y le dio un beso en la oreja. En este momento, Paola se volvió para decir:
– Chiara, ¿me ayudas a llevar los platos a la mesa como una hija maravillosa?
Cuando Chiara puso un plato de pappardelle con porcini frente a Brunetti, él lanzó una mirada furtiva a Azir y sintió alivio al comprobar que la niña había sobrevivido a la dura prueba de oír pronunciar su nombre.
Chiara se sentó y empuñó el tenedor. De pronto, mirando su plato con suspicacia, preguntó:
– Esto no tendrá jamón, ¿verdad, mamma?
Sorprendida, Paola respondió:
– Claro que no. Nada de jamón con porcini. ¿Por qué?
– Porque Azir no puede comerlo. -Al oír esto, Brunetti mantuvo la mirada fija en su propia hija apartándola deliberadamente de la más maravillosa del mundo.
– Ya lo sé, Chiara -dijo Paola. Y a Azir-: Espero que te guste el cordero, Azir. Después hay chuletas de cordero a la parrilla.
– Sí, signara -dijo Azir, las primeras palabras que pronunciaba desde que había empezado lo que Brunetti consideraba ya su dura prueba. Tenía acento extranjero, pero muy leve.
– Quería hacer fessenjoon -dijo Paola-, pero luego he pensado que tu madre debe de hacerlo mucho mejor y me he decidido por las chuletas.
– ¿Conoce el fessenjootü -preguntó Azir animándose visiblemente.
Paola sonrió en torno a un bocado de pappardelle.
– Lo he hecho un par de veces, pero aquí es difícil encontrar las especias adecuadas, sobre todo, el zumo de granada.
– Oh, mi madre tiene varios frascos que le trajo mi tía. Estoy segura de que estará encantada en darle uno -dijo Azír y, ahora que su expresión había adquirido vivacidad, Brunetti vio que era muy bonita, con una nariz fina, ojos almendrados y dos cascadas del pelo más negro que él había visto en su vida que le caían a uno y otro lado de la cara y enmarcaban el mentón.
– Magnífico -dijo Paola-. Y quizá tú puedas ayudarme a prepararlo.
– Me gustaría mucho -dijo Azir-. Diré a mi madre que le escriba la receta.
– Lo siento, no sé farsi -dijo Paola en un tono que sonaba a disculpa.
– ¿Y si la escribe en inglés? -preguntó Azir.
– Perfecto -dijo Paola, y mirando alrededor-: ¿Alguien quiere más pasta?
En vista de que nadie respondía, se dispuso a retirar los platos, pero Azir se le adelantó, se quedó a su lado junto al fogón y, moviéndose con soltura, fue llevando a la mesa la fuente del cordero, un gran bol de arroz y una bandeja de radicchi asados.