– ¿Cómo es que tu madre sabe inglés?
– Daba clases en la Universidad de Isfahán -dijo Azir-. Hasta que nos fuimos.
La frase quedó flotando en el aire, pero nadie preguntó a Azir por qué su familia había decidido marcharse ni si la decisión había sido suya.
La niña había comido muy poca pasta, pero atacó el cordero con un brío que la misma Chiara podía igualar a duras penas. Brunetti observaba cómo se amontonaban en el borde de sus platos los finos huesecillos arqueados de las chuletas y se admiraba de la velocidad a la que el arroz parecía evaporarse ante la acometida de los tenedores.
Al poco rato, Paola se levantó, se llevó la fuente y el bol a la encimera y volvió a llenarlos, impresionando a Brunetti por la previsión con que se había preparado para aquella plaga de langostas adolescentes. Azir, después de decir que nunca había comido radicchio ni tenía idea de lo que eran, dejó que Paola le pusiera unos cuantos en el plato, que desaparecieron mientras los demás estaban distraídos.
Cuando el ofrecimiento de más comida fue recibido con protestas sinceras, Paola y Azir recogieron la mesa y Paola dio a Azir platillos y cuencos para el postre. Luego abrió el frigorífico y sacó una ensaladera de fruta picada.
Paola preguntó quién quería macedonia, y Azir dijo:
– ¿Por qué se llama asi, dottoressa?
– Yo diría que por el país, Macedonia, que está compuesto por una mezcla de pequeños pueblos diferentes, pero no estoy segura. -Miró a Chiara y, como era habitual en estas situaciones, dijo-: Trae el Zani-chelli, Chiara.
La niña fue a su cuarto, donde ahora se guardaba el diccionario, y volvió con el grueso tomo. Lo abrió y empezó a hojearlo murmurando para sí:
– Macao, macarrón, macarrónico… Macedonia. -Leyó toda la entrada, que daba la razón a Paola. Después, su voz se redujo al susurro del que lee para sí. Apartó a un lado el cuenco del postre, puso el libro en su lugar y se sumió en la lectura de las otras entradas.
Azir terminó la fruta, rehusó repetir y se levantó de la mesa diciendo:
– ¿Puedo ayudarla a lavar los platos, signora?
Brunetti se puso en pie y fue a la sala pensando que quizá se había equivocado respecto a Chiara durante años, y que en realidad la hija más maravillosa del mundo era Azir.
Cuando, una media hora después, Paola se reunió con él, Brunetti preguntó:
– ¿Lo dices tú o lo digo yo?
– ¿El qué? ¿Que pueda decir «sólo un vu cumprá» y, al mismo tiempo, se preocupe por si se sirve cerdo a su amiga musulmana? -dijo Paola sentándose a su lado. Puso un libro y las gafas en la mesa de centro.
Quizá Brunetti no lo hubiera expresado en estos términos, pero respondió:
– Sí, eso mismo.
– Es una adolescente, Guido.
– ¿Y eso quiere decir…?
Abstraída, Paola tomó un almohadón que tenía a su espalda, lo lanzó a la mesita, se quitó los zapatos y puso los pies encima.
– Quiere decir que la única constante de su vida es la inconstancia. Si un número suficiente de personas sostiene una idea o una opinión, es probable que ella la considere razonable; y si un número suficiente la rechaza quizá ella rectifique. Además, a su edad, tiene un enjambre de ideas parásitas de adolescente mariposeándole por la cabeza y le resulta difícil ser consecuente sin preocuparse por lo que piensen sus amigos de lo que ella diga o haga. -Hizo una pausa y añadió-: O por la ropa que lleve, por lo que coma o beba, por lo que escuche o por lo que mire.
– Pero ¿no se da cuenta de la incongruencia? -porfió él.
– ¿Entre preocuparse por las necesidades de un inmigrante y quitar importancia a la muerte de otro? -inquirió Paola con crudeza.
– Sí.
Buscando una postura más cómoda, Paola apoyó el hombro en el pecho de su marido.
– Chiara conoce a Azir y la aprecia; para ella es una persona real. El africano era un desconocido sin rostro -dijo Paola, y añadió-: Y probablemente aún es muy joven para apreciar su belleza.
– ¿El qué?
– Su belleza.
– ¿Te refieres a los vu cumprá7. -preguntó Brunetti con franca sorpresa.
– Son guapos -dijo ella. Lo miró a la cara y preguntó-: ¿Tú los has mirado, Guido? ¿Los has mirado realmente? Son guapos: altos, erguidos, con buena figura y muchos tienen la clase de cara que ves en las tallas de madera. -Al darse cuenta de que él no parecía convencido, preguntó-: ¿Tu prefieres mirar a los turistas gordas y con pantalón corto? -Viendo que su marido no respondía, volvió al tema primitivo-: También es cuestión de clase, me parece, aunque me duela decirlo.
– ¿De clase? -preguntó él, que aún no había digerido la idea de la belleza de los africanos.
– Los padres de Azir son universitarios. El africano era un vendedor callejero.
– Si es ésa la razón, ¿te parece mejor o peor que di-¡era aquello? -preguntó un Brunetti desconcertado.
Paola lo pensó despacio y al fin respondió:
– Yo diría que es mejor, en un sentido perverso.
– ¿Por qué?
– Porque es más fácil de corregir.
– Me he perdido -confesó Brunetti, reconociendo lo que solía suceder cuando Paola se ponía a hacer planteamientos abstractos.
– Piénsalo, Guido: un prejuicio racial, la idea de que una raza es superior a otra, se aloja en un lugar profundo de la mente, un espacio habitado por atavismos, al que difícilmente podrá llegar la razón. Pero la opinión de que unas personas son mejores que otras porque tienen más dinero o una carrera, antes o después tendrá que rectificarla, porque indefectiblemente encontrará ejemplos que le demostrarán que es absurda.
– ¿No deberíamos hacérselo ver nosotros? -preguntó él, temiendo oír la respuesta.
– No. -La negativa de Paola fue instantánea-. Ella es inteligente y lo comprenderá por sí misma. -Como Brunetti callaba, añadió-: Si tenemos suerte, y si la tiene también ella, se dará cuenta de que tan aberrante es una idea como la otra.
– ¿Como te la diste tú? -Brunetü nunca se había sentido satisfecho con las explicaciones que ella le había dado de cómo, perteneciendo a una familia inmensamente rica como la suya, había podido derivar hacia unas ideas tan diferentes de las que profesaban los de su clase y la mayoría de sus parientes.
– Para mí fue más fácil, supongo -dijo Paola-. Porque en realidad nunca creí tal cosa. Cuando era niña, nada me hacía pensar que nosotros fuéramos mejores que las demás personas. Diferentes, sí; hubiera sido difícil no darse cuenta, con tanto dinero. -Lo miró y ladeó la cabeza como solía hacer cuando la asaltaba una idea nueva-. La verdad, Guido, aunque te cueste creerlo, nunca se me ocurrió pensar, por lo menos, cuando era pequeña, que nosotros fuéramos ricos. Al fin y-al cabo, mi padre se iba a trabajar todos los días, como el de los demás, no teníamos coche, ni vacaciones caras. Pero había algo más, me parece -añadió, y él se volvió a mirarla para espiar en su cara el reflejo de sus pensamientos-. Unas cosas se valoraban y otras no, pero sin palabras. Quiero decir en casa. Allí aprendí cuáles eran las cualidades importantes en una persona.
– ¿Por ejemplo? -inquirió él.
– Lo peor, creo, quiero decir lo más reprobable, era no trabajar. A mis padres no les preocupaba el trabajo que hiciera cada cual, si dirigía un banco o un taller, lo esencial era que trabajara y que creyera que su trabajo era importante.
Paola se irguió volviéndose de cara a él.
– Creo que ésa es la razón por la que mi padre te ha apreciado siempre, Guido, porque tu trabajo es importante para ti.
La mención de lo que gustaba o dejaba de gustar al padre de Paola siempre suscitaba en Brunetti cierta desazón, por lo que volvió a lo que más importaba.