– ¿Y Chiara?
– Chiara no me preocupa -dijo Paola con una firmeza que Brunetti adivinó un tanto forzada. Hizo una pausa larga y añadió-: Al principio, pensé que yo había reaccionado con excesiva dureza a lo que ella dijo de ese hombre, pero ahora creo que hice bien.
– Mejor que pegarle, en todo caso -dijo Brunetti.
– Y, probablemente, más eficaz. -Paola volvió a recostarse en él y añadió-: Habrá que esperar a ver.
– ¿A ver qué?
– Qué camino sigue -dijo Paola, inclinándose y extendiendo la mano hacia las gafas y el libro.
CAPÍTULO 22
Cuando, poco después, salió de casa, Brunetti se alegraba de que la discusión acerca de los extravíos del alma femenina adolescente no hubiera ido más allá. Los años habían suavizado el recuerdo de su propia adolescencia borrando de él aquel miedo visceral a no encajar en el grupo, a no ser aceptado por los compañeros. Sabía que esta misma incertidumbre inquietaba ahora a su hija, pero él ya no percibía su fuerza; por eso le producía cierto malestar la facilidad con que la había perdonado.
De sus estudios de lógica, Brunetti recordaba lo suficiente como para no aventurarse por una pendiente resbaladiza y sacar conclusiones precipitadas ni con el pensamiento; de todos modos, parecía lógico suponer que la falta de compasión de Chiara podía conducir a una negativa a prestar ayuda. Tenía prisa por llegar a su despacho, por lo que ahogó la vocecita que preguntaba si, por ejemplo, su habitual desconfianza de las gentes del Sur podía afectar de modo análogo su manera de tratarlas.
Encima de su mesa encontró un mensaje que decía que llamara al signor Claudio a su casa. Él así lo hizo inmediatamente por el telefonino del signor Rossi y oyó con alivio que era el propio anciano el que contestaba dando su nombre.
– Soy yo, Claudio -dijo Brunetti-. He recibido tu mensaje.
– Bien. Te he llamado porque supongo que querrás saber lo que me ha dicho mi amigo.
– ¿El de Amberes?
– Sí.
– Pues tú dirás.
– He hablado con él dos veces -puntualizó el anciano-. La primera me dijo que eran de África, pero al decirle yo que eso ya lo sabía quedó en volver a llamarme. La segunda vez dijo que los había enseñado a otra persona.
Sin poder contenerse, Brunetti preguntó:
– ¿Una persona discreta, supongo?
La voz de Claudio era fría al decir:
– Guido, no hay en el mundo alguien más discreto que un comerciante en diamantes de Amberes. Los banqueros suizos, a su lado, son unos cotillas.
– Está bien -dijo Brunetti, aliviado-. Perdona la interrupción. ¿Qué te dijo?
– Que son de Kansai. Mi amigo está de acuerdo.
– ¿Dónde está eso? -preguntó Brunetti, que nunca había oído el nombre.
– Es una región de África occidental. Está en el Congo, pero una parte de las venas quedan al otro lado de la frontera de Angola, y los dos países se disputan la propiedad de los diamantes. Aquello es prácticamente zona de guerra y nadie respeta ya la frontera.
– ¿Está seguro? -preguntó Brunetti. No sabía si esto importaba o no, pero estaba cansado de vaguedades y suposiciones y deseaba oír información concreta, independientemente de la importancia que pudiera tener. Después de una pausa, Claudio dijo: -No absolutamente -y con paciencia añadió-: El otro los tuvo en su poder el tiempo necesario para comprobar la procedencia por el espectro de color -como si esto tuviera que bastar para convencer a cualquiera, y prosiguió-: Si conocieras la técnica, lo entenderías; pero puedes creerlo: hay un noventa por ciento de probabilidades de que vengan de allí. -Ante el silencio con que respondía Brunetti, añadió-: Una seguridad mayor no te la daría nadie, Guido.
– Está bien -dijo Brunetti-. Dale las gracias de mi parte, por favor. -Esperó un momento y preguntó-: ¿Algo más?
– Un amigo mío me dijo que hace una semana fue a verlo un africano.
– ¿Un amigo? ¿Dónde?
– Aquí. Un joyero.
– ¿Fue a verlo con diamantes?
– Sí.
– ¿Podrían ser los mismos? -preguntó Brunetti.
– No puedo estar seguro de eso, Guido. Lo único que sé es que era negro y que tenía diamantes para vender.
– ¿Y qué más?
– Mi amigo los examinó y declinó la oferta.
– ¿Por qué? ¿Eran demasiado caros?
– No. Todo lo contrario.
– ¿Qué?
– Eran baratos. El hombre pedía la mitad de su valor. Mi amigo no me dijo cuántas piedras había exactamente, pero el que quería venderlas habló de más de un centenar. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Claudio explicó-: Era una situación en la que yo no podía hacer preguntas. Tuve que conformarme con lo que él me decía.
– ¿Le dijo al hombre que no podía comprárselos?
– Sí.
– ¿Y?
– El otro pareció sorprenderse, de lo que mi amigo dedujo que sabía lo ventajoso que era el precio que pedía.
– ¿Por qué rechazó tu amigo la oferta? -preguntó Brunetti.
La respuesta de Claudio tardó en llegar.
– Algunos de nosotros no queremos comerciar con diamantes conflictivos ni con piedras que lo parezcan: hay en ellas mucha sangre. La explicación no puede ser más simple. Y a mi amigo aquellas piedras le parecieron sospechosas.
– ¿Y no quiso comprarlas ni a ese precio?
– No -dijo Claudio, y añadió a modo de explicación-: Algunos de nosotros pensamos que ya ganamos lo suficiente con nuestro negocio. No queremos cargar con eso en la conciencia.
– ¿Cuántos sois los que pensáis así? -preguntó Brunetti.
– Ah -suspiró Claudio-. No muchos.
– Entonces, ¿de qué sirve abstenerse?
– Ya te lo he dicho, hay demasiada sangre en esas piedras -dijo Claudio-. Conozco a gente que las compra. Dicen que no es asunto suyo de dónde vengan ni lo que se haga con el dinero que pagan por ellas, ni la gente a la que se mate con las armas que generalmente se compran con él. Ellos compran las piedras y punto.
– ¿Y tú no lo ves así?
– Ya te he dicho que no te hagas el tonto conmigo, Guido -dijo Claudio con insólita aspereza. Brunetti le oyó inspirar profundamente y luego decir-: No me provoques. Soy viejo y quiero vivir en paz.
– Creo que te lo mereces, Claudio -dijo Brunetti, contrito-. ¿Tu amigo te dijo qué aspecto tenía el hombre que quería vender los diamantes?
– No. Sólo que era negro. -Antes de que Brunetti pudiera responder, añadió-: Ya sé, ya sé, todos parecen iguales.
– ¿Te dijo en qué idioma hablaron? -preguntó Brunetti, recordando que Angola había sido colonia portuguesa.
– En italiano, y dijo que aquel hombre lo hablaba bastante bien -respondió Claudio sin vacilar.
– ¿Te dijo si tenía acento?
– No; pero debía de tenerlo siendo africano, ¿no?
– Desde luego -dijo Brunetti que, en vez de insistir en esto, optó por preguntar-: ¿Tienes idea de a quién pudo dirigirse cuando tu amigo rehusó? -Y a continuación, sin dar a Claudio tiempo de hablar, preguntó-: ¿Cuándo fue eso?
– La semana pasada. Deja que piense -dijo Claudio y calló. Brunetti esperaba mientras el anciano indagaba en su memoria. Al fin éste dijo-: El viernes. -Otra pausa-. Es decir, dos días antes de que lo mataran, ¿verdad?
– Sí. De manera que quizá no tuvo tiempo de hablar con otro posible comprador. Pero, si habló, ¿a quién crees que pudo haberse dirigido?
Entonces hubo una pausa larga, tanto que empezó a hacerse incómoda. Al fin, Claudio dijo:
– El único que se me ocurre es Guelfí. Tiene una tienda en San Lio, pero de nada te servirá hablar con él. Si los compró, no te lo dirá; y si no, tampoco.
– ¿Por alguna razón en particular? -preguntó Bru-netti repasando distraídamente el mapa de su memoria por si podía localizar una joyería en los alrededores de San Lio.