– La pregunta que no has hecho, Guido, es por qué tenían que matarlo.
– ¿Para robar los diamantes?
– Es posible -dijo el conde-. Pero me parece que ni tú ni yo creemos eso.
– Entonces para impedir su venta -repuso Brunetti.
– Su venta o la compra que debía hacerse con ese dinero.
– Sí, creo que es eso.
– ¿Y es ésa la razón por la que quieres saber quién podía ser el vendedor de las armas? ¿Piensas que eso te llevará a descubrir al asesino de tu hombre negro? -preguntó el conde llevando la conversación al punto de partida.
– Es la única vía de investigación que se me ocurre,
– Si me permites un comentario, Guido -dijo el conde con deferencia-, tengo la impresión de que el traficante de armas sería el último interesado en su muerte. Eso impediría la venta, y generalmente la gente que vende armas no se dedica al negocio de matar. Brunetti renunció a hacer objeciones a esto.
– Lo que me sorprende es la implicación de esas dos instancias de nuestro Gobierno -dijo el conde. Bajó la mirada, sacudió una mota de polvo del pantalón y volvió a mirar a Brunetti-. Es frecuente que la venta de armas sea, digamos, tolerada por el Gobierno. Al fin y al cabo, favorece a una de nuestras industrias más prósperas. Pero eso ocurre cuando el comprador es conocido.
– ¿Quieres decir cuando las compra otro Gobierno? -preguntó Brunetti.
– Sí. O un grupo que quiere derrocar un Gobierno. -El conde esbozó una sonrisa feroz-. Los norteamericanos no son los únicos que ven con buenos ojos la deposición de políticos incómodos y su sustitución por otros mejor dispuestos hacia su política comercial. -Otra vez la sonrisa-. Aún más conveniente, por lo menos desde el punto de vista económico, es procurar que las hostilidades continúen indefinidamente, para que el proceso de sustitución se prolongue mientras haya recursos naturales que puedan venderse para ir comprando más armas. Y lo ideal es que te las compren ambos bandos.
El conde miró largamente a Brunetti, levantó una mano como para darle una palmada en el hombro, pero volvió a bajarla y apoyó la palma en el asiento.
– Pero la intervención de cualquiera de esos dos ministerios me hace pensar, e incluso temer, que la situación sea muy peligrosa.
Antes de que Brunetti pudiera responder, el conde prosiguió:
– No, no me digas que ya se ha visto que es peligrosa porque un hombre ha muerto. Quiero decir peligrosa para ti, Guido, para ti y para todo el que ellos crean que se interpone en su camino.
Pasó por su lado un taxi a más velocidad de la debida y puso la marcha atrás bruscamente a pocos metros del muelle. La estela les dio de costado y Brunetti salió lanzado hacia adelante y tuvo que asirse al borde del banco de enfrente.
– Vamonos, no podemos quedarnos aquí -dijo el conde. Andando encorvado, fue hacia adelante y dio unos golpes en el cristal de la puerta. Massimo hizo avanzar la embarcación hasta situarla de costado al muelle, agarró una amarra, saltó a tierra y sujetó el barco mientras d conde desembarcaba.
– No, Guido, no te molestes -dijo el conde volviéndose hacia Brunetti-. Massimo te llevará de vuelta. -Y añadió, mientras Brunetti esperaba-: Haré unas llamadas y te diré todo lo que pueda.
Una ola golpeó el costado de la embarcación y Brunetti bajó la mirada para ver dónde tenía los pies. Cuando volvió a mirar al conde, vio que a su lado había un hombre con uniforme de chófer y, junto al bordillo, un Lancia gris oscuro con la puerta trasera abierta y el motor en marcha.
Massimo saltó al barco y lo hizo retroceder rápidamente.
– ¿Lo llevo a la questura o a su casa, dottore?
– -Lléveme a casa, Massimo, por favor. -Brunetti miró a tierra y vio que el coche se alejaba lentamente para hacer el trayecto de tres minutos hasta la terminal.
Mientras Massimo lo llevaba a la ciudad, Brunetti recordó las palabras exactas del conde. No le había dicho que haría varias llamadas y le diría todo lo que averiguara, sino todo lo que pudiera. De pronto, sintió inquietud y se preguntó si, al igual que Claudio, no confiaría demasiado en sus amigos.
CAPÍTULO 23
A la mañana siguiente, Brunetti estaba de pie en la sala, tomando su segundo café, cuando el fulgor de un día radiante le hizo salir a la terraza. La temperatura, aunque no precisamente primaveral, le permitió permanecer allí unos minutos contemplando el reflejo de la luz en el agua que aún se escurría de los tejados de alrededor. No se veía ni rastro de nubes y la luz hería los ojos, incluso a esta hora. Él había recibido la lluvia con agrado, pero ahora pensó que ojalá este cielo despejado se mantuviera y todos pudieran dejar atrás las sombras de los días anteriores.
Cuando sintió que el frío empezaba a penetrar a través de la chaqueta, entró, dejó la taza y el plato en la mesa de la sala, recapacitó, los llevó a la cocina y los puso en el fregadero. Estuvo dudando entre llevar los guantes y el pañuelo o dejarlos y al fin decidió dar al día un voto de confianza, y salió de casa sólo con el abrigo.
En la calle, la gente parecía acusar el buen tiempo y hasta el quiosquero, que siempre tenía una cara tan hosca como los titulares de sus periódicos, hoy le devolvió el cambio con un bronco «grazie». Brunetti decidió ir andando: si esto era el calentamiento global con el que Vianello estaba siempre machacando, cosas peores podía haber.
Torció a la derecha por el Gánale di San Lorenzo y be detuvo a inspeccionar las obras de la residencia de ancianos, en busca de señales de avance. Al parecer, ya estaban puestas las ventanas del tercer piso; por lo menos, Brunetti no recordaba haberlas visto hasta ahora. Un obrero bajó del andamio y cruzó el campo. Bmnetti lo siguió con una mirada distraída. Cuando el obrero entró en un barracón, Brunetti observó que había dos hombres sentados en uno de los bancos del campo, dos hombres negros. El banco estaba paralelo al canal, de cara a la fachada de la questura.
Aunque estaban lejos, creyó reconocer al que le había parecido el jefe del grupo y al joven que le había levantado la mano. Brunetti siguió andando hacia el puente. Allí se detuvo, mirándolos desde el otro lado del canal. Estaba seguro de que ellos lo habían reconocido. Se volvieron el uno hacia el otro y él vio que hablaban, que gesticulaban y que, primero uno y luego el otro, señalaban hacia el otro lado del canal, a él o a la questura. El joven señalaba con la mano izquierda; tenía la derecha, inservible, en el regazo. No llegaba sonido de voces desde el otro lado del canal, era como ver la televisión muda. El más viejo se volvió, levantó una mano en dirección a Brunetti y agitó los dedos rápidamente de arriba abajo, invitándole a acercarse. Luego miró a su compañero, le puso la mano en la rodilla y le habló. El joven asintió en señal de conformidad, o de resignación.
Un ruido que sonó a su derecha hizo volver la cabeza a Brunetti. Más allá del otro puente, entraba en el canal una lancha de la policía con la luz azul parpadeando. La lancha se acercaba rápidamente levantando olas a uno y otro lado, cruzó bajo el primer puente y se detuvo frente a la questura con mucho ruido.
El piloto, el mismo que había llevado a casa a Brunetti a la hora del almuerzo, saltó al muelle y ató la cuerda a un noray. Luego dio un paso atrás y saludó. Los primeros en subir al muelle fueron dos guardias con chaleco antibalas y metralleta al pecho. Los siguieron, en rápida sucesión, el questore y el vicequestore. Al cabo de un momento, un hombre cuya cara era vagamente familiar a Brunetti apareció por la puerta de la cabina y subió detrás de los otros. Los guardias no parecían prestar atención a los que desembarcaban sino que registraban con ojos atentos la calle en uno y otro sentido y el campo del otro lado del canal. Brunetti, siguiendo la dirección de su mirada, observó, sin sorpresa, que los dos hombres negros habían desaparecido.