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Una pregunta le aguijoneaba: si el hombre no estaba muerto, ¿quién había fingido su muerte, sus jefes o él mismo? ¿O todos juntos? En cualquier caso, ¿en qué especie de retiro vivía? Había estado en el apartamento de la víctima, quizá antes y después de su muerte. Brunetti renunció a seguir haciendo especulaciones acerca de qué otras cosas podía haber hecho aquel hombre.

Impulsivamente y sin tomar en consideración que había pedido a la signorína Elettra que le llamara, Brunetti salió de la questura y bajó hacia Castello. Quizá los africanos se habían escondido en su apartamento. Trataba de concentrarse en lo que veía por el camino y deliberadamente siguió un itinerario más largo, con la esperanza de que ello le ayudara a no pensar en el muerto ni en el vivo.

Como ya imaginaba, las persianas estaban cerradas y había un candado en la puerta. Pensando que no tenía nada que perder, entró en el bar de la esquina y pidió un café. El juego de las cartas continuaba, con la única diferencia de que los jugadores se habían trasladado a otra mesa situada más al fondo.

– Usted estuvo aquí el otro día -dijo el barman-. El amigo de Filippo. -Lo decía con sorna. Brunetti le dio las gracias por el café. -Es verdad que soy su amigo -dijo-. También soy policía.

– Ya me parecía a mí -dijo el barman con evidente autocomplacencia-. Y a todos.

Brunetti sonrió ampliamente y se encogió de hombros, bebió el café y puso un billete de cinco euros en el mostrador.

Mientras buscaba el cambio, el hombre dijo:

– Quería información acerca de los africanos, ¿verdad?

– Sí; estoy tratando de descubrir quién mató a aquel hombre la semana pasada.

– ¿Aquel pobre diablo, en Santo Stefano? -preguntó el barman, como si Venecia fuera una ciudad violenta en la que había que especificar dónde se cometía cada asesinato.

– Sí.

– Parece que hay mucha gente que se interesa por ellos -dijo el barman, hablando como un personaje de película que espera que el detective haga un gesto de sorpresa.

A Brunetti le hubiera gustado complacerle, pero se limitó a decir:

– ¿Por ejemplo?

– Un par de días antes de que lo mataran, vino un hombre preguntando por él.

– Eso no me lo dijo el otro día.

– No me lo preguntó. Ni me dijo que fuera policía.

Brunetti asintió reconociendo que el hombre tenía razón.

– ¿Quiere hablarme de él? -preguntó suavi7.ando el tono.

– No era de aquí -empezó el barman-. Voy a preguntar. Luca -dijo dirigiéndose a los jugadores-, aquel tipo que preguntaba por el vu cumprá, ¿de dónde te parece que sería? -Y, antes de que el otro contestara, puntualizó, moviendo la cabeza en dirección a Brunetti-: No; éste no, el otro.

– Romano -dijo el llamado Luca arrojando una carta a la mesa.

Brunetti había olvidado preguntar a Bocchese si el informe decía de dónde era Paci.

– ¿Qué quería saber?

– Si algunos vivían por aquí.

– ¿Y usted qué respondió?

– Cuando me di cuenta de que era forastero, le dije que por aquí no vivía ninguno de ellos, ni lo intentarían, si sabían lo que les convenía. -En respuesta a la muda pregunta de Brunetti, añadió-: Supuse que eso le convencería de que aquí no los queremos. Pero los que entraban eran gente pacífica y educada, pagaban su café y te daban las gracias. No tenía por qué decir dónde vivían a un desconocido.

– Pues a mí me lo ha dicho.

– No es un desconocido.

– ¿Porque soy veneciano?

– No; porque pregunté a Filippo y me dijo que era buena persona.

– ¿Podría describir a ese hombre?

– Corpulento. Un poco más alto que usted, pero más grueso, quizá diez kilos más. Cabeza grande. -Se detuvo.

__¿No recuerda nada más? -preguntó Brunetti, pensando si la signorina Elettra podría introducirse en el expediente personal de un difunto funcionario del DIGOS.

– No; sólo que era muy grande.

Desde la mesa de las cartas llegó una voz.

– Giorgio, dile lo de las manos de aquel hombre.

– Sí. Se me olvidaba. Es extraño. Tenía unas manos muy peludas, como de mono.

CAPITULO 24

Y llegó Navidad. Como todos los años, casi todo el mundo hizo fiesta el día de Nochebuena y también el día después de santo Stefano para enlazar con el fin de semana en un largo puente de cinco días, durante los cuales se trabajó poco no sólo en la questura sino también en la mayor parte del país. Toda la actividad parecía concentrarse en las tiendas que permanecían abiertas hasta más tarde de lo habitual, tentando a los clientes a ceder a la fiebre compradora de fin de año, de la que se sirven los estadísticos para dar a la economía mejor cariz del que tiene en realidad.

Brunetti siguió el rituaclass="underline" compras de última hora, visitas, brindis, cenas interminables, reparto y recibo de regalos y más cenas. Una de ellas la hizo con la familia de Paola y, cuando consiguió intercambiar unas palabras a solas con su suegro, el conde le dijo que había pedido a varios amigos que, si se enteraban de algo que tuviera que ver con la muerte del africano de Venecia o descubrían la relación que pudiera existir entre su muerte y la tentativa de comprar armas, se lo comunicaran. Al cabo de los cinco días de fiesta, Brunetti tenía un jersey nuevo de color verde, regalo de Paola; una suscripción vitalicia a una sociedad protectora de tejones, de Chiara; una edición bilingüe de las cartas de Plinio, de Raffi; y la impresión de que se sentiría mucho más cómodo si le pedía al zapatero que le hiciera otro agujero en el cinturón.

Cuando volvió a la questura, encontró un ambiente deprimido, como si todo el mundo sufriera los efectos, físicos y morales, de una prolongada sobrealimentación. Además, alguien había olvidado bajar el termostato de la calefacción mientras las oficinas estaban cerradas, y el calor había penetrado en las paredes, que estaban calientes al tacto. El primer día laborable era soleado y excepcionalmente cálido para la estación, por lo que de poco servía abrir las ventanas: con el calor que irradiaban las paredes, la gente tenía que trabajar en mangas de camisa.

Llegaban las habituales denuncias de robos en pisos, de los ciudadanos que regresaban de vacaciones, y los agentes estuvieron entrando y saliendo durante todo el día. Al parecer, las bandas que habían actuado eran dos: ladrones profesionales que sólo buscaban objetos de gran valor y lo que debían de ser drogadictos que sólo se llevaban los objetos que podían vender rápidamente, Los ricos eran los más perjudicados por la primera banda y los no tan ricos, por la segunda. Dos curiosos informes tuvieron por lo menos la virtud de amenizar un poco la mañana de Brunetti: los profesionales habían ofendido a una veterana estrella de cine que vivía en la Giudecca al no robarle sus joyas falsas y, después de registrar toda la casa, no haberse llevado nada, mientras que los drogadictos, al salir de un apartamento, cargados con un ordenador portátil que tenía cinco años y una minicadena, habían pasado por delante de un De Chirico y un Klimt sin tocarlos.

Como se acercaba el Año Nuevo, época de firmes propósitos, después del almuerzo, Brunetti se dirigió al piso de abajo y, viendo que la signorina Elettra no estaba en su mesa, llamó a la puerta del despacho de Patta sin hacerse anunciar.

– Avanti -gritó Patta, y Brunetti entró-. Ah, Brunetti, espero que haya tenido una buena Navidad y le deseo un nuevo año lleno de éxitos.

– Muchas gracias, señor -respondió Brunetti, asombrado-. Lo mismo digo.

– Sí; que así sea -dijo Patta. Señaló una silla a Brunetti y se arrellanó en su sillón. Al ir a sentarse, Brunetti miró un momento a su superior y lo sorprendió que este año hubiera vuelto sin su bronceado de vacaciones habitual. Y sin la obligada dilatación abdominal. Es más, daba la impresión de que el cuello de la camisa le estaba un poco grande, o quizá el nudo de la corbata le había quedado flojo.