– ¿Y qué más?
– Pues que una tarde en que yo estaba allí por casualidad, Nadia me pidió que echara un vistazo al ordenador para ver si se me ocurría algo, y entonces vi cuál era la causa de la anomalía y la subsané. -Sonrió satisfecha al recordar aquel éxito.
– Imagino que todos quedarían muy sorprendidos. -Estupefactos, comisario.
CAPITULO 25
Brunetti se asustaba a! pensar en lo que había estado a punto de ocurrir, a pesar de que no sabía todo lo que el Ministerio del Interior habría podido encontrar en los archivos que la signorína Elettra guardaba en el viejo ordenador. Estaba claro que, en cualquier momento, una oficina del Gobierno podía acceder a la información que ella almacenaba y robársela. No quería pensar en los riesgos que habían corrido durante los últimos años ni en que en el disco duro que ahora estaba en poder de Vianello había constancia de todas sus propias incursiones. Su carrera no duraría ni un día, ni la de Vianello, ni la de la signorina Elettra, si ciertas personas de la questura se enteraban de la clase de información que ellos tres habían acumulado en el transcurso de los años y de los medios que habían utilizado para conseguirla.
Recordó la rica vestidura que Medea había enviado a la novia de Jasón: por más que hacían ella y su padre, no conseguían apagar las llamas que brotaban de la túnica en cuanto se la ponía. Así también, una vez se almacenaba información en un ordenador, nada que no fuera la completa destrucción de la máquina podía extinguirla por completo.
Brunetti se dijo que no había que exagerar el peligro y que, en realidad, él no entendía de ordenadores lo suficiente como para estar seguro de eso. Además, la única información que había sido detectada correspondía a un crimen que él estaba plenamente autorizado a investigar. La información facilitada posteriormente por Rizzardi, con aquellas horribles fotos, estaba a buen recaudo, dentro de la guía telefónica. Cuando llegó a su despacho, colgó el abrigo como hacía siempre, miró si había mensajes o correo en la mesa y, con la sensación de que unos ojos invisibles lo espiaban, abrió el cajón de abajo y sacó la guía. En la F estaban las fotos. Las sacó, las dobló en tres y las introdujo en el bolsillo interior de la chaqueta. Entonces lo invadió una sensación de alivio tan intensa que notó cómo se le humedecía la camisa en las axilas.
Las fotos le hicieron recordar que la profesora Winter aún no le había llamado. El telefonino a nombre del signor Rossi había pasado las fiestas durmiendo encima del tocador, despreciado y olvidado, pero aquella mañana, cuando se vestía para volver a la questura, Brunetti se lo había puesto en el bolsillo.
Ahora, al sacarlo, vio que estaba bajo de batería, pero el número de la profesora aún seguía en la memoria. Empezó a teclearlo, pero cambió de idea y lo anotó en un papel. Guardó el teléfono en el bolsillo y salió de la questura, en dirección a los teléfonos públicos de la Riva degli Schiavoni.
– Ah, comisario -dijo la profesora cuando él se dio a conocer-. ¿Ha tenido una buena Navidad?
– Muy buena, gracias. ¿Y usted?
– También. He estado en Malí. ¿Recibió mi mensaje?
– ¿Mensaje? -repitió él estúpidamente.
– Le llamé para decirle que estaría fuera, y su ayudante dijo que le daría el recado.
Brunetti aflojó la presión de la mano en el auricular, vio que el dinero de la tarjeta desaparecía rápidamente y dijo, esforzándose por hacer que su voz sonara con naturalidad:
– Debió de olvidársele, o me dejaría una nota que se habrá traspapelado con todo el correo que ha entrado. ¿Podría decirme lo que le dijo a él? -Probó de soltar una risita que le pareció bastante convincente y preguntó-: ¿Le dijo por qué llamaba?
– No; sólo que me iba de viaje.
– Y ahora ya ha vuelto -dijo él, tratando de hacerse el simpático y temiendo parecer idiota-. ¿Recibió las fotos?
– Sí, pero por desgracia a velocidad italiana -respondió ella con una risita de leve superioridad-. De manera que no he podido verlas hasta mi regreso. En realidad, al no recibir noticias suyas, imaginé que ya!o habría averiguado por su cuenta. Podía encontrarlo en cualquier libro sobre arte africano, desde luego.
– No, profesora; no ha sido así -dijo Brunetti imprimiendo un tono de falsa jovialidad en su voz para ahogar la impaciencia-. Simple retraso burocrático -añadió tratando, sin conseguirlo, de lanzar la risa campechana que consideraba apropiada-. ¿Podría informarme acerca de esa marca?
– Claro que sí. Un momento, ha de estar aquí. Dije a uno de mis ayudantes que la introdujera en el ordenador.
Mientras esperaba, Brunetti observaba cómo iban desapareciendo los centesimi: le quedaba poco más de un euro.
– Ah, y aquí está -dijo ella-. Sí, es lo que me parecía recordar. La foto que me envió corresponde al extremo superior de lo que se llama el bastón de poder de un adivino o un sanador. -Hizo una pausa y preguntó-: ¿Dijo usted que la cabeza mide unos cinco centímetros de alto? -Sí.
– Entonces el bastón debía de medir un metro. Pero no se me ocurre por qué habían de arrancar la cabeza.
Si esto era una pregunta, Brunetti no tenía la respuesta, por lo que comentó: -Tampoco yo lo sé.
– No creo que eso tenga importancia -dijo ella, y Brunetti vio que en la tarjeta telefónica le quedaban setenta centesimi.
– La marca de la frente se llama calige -prosiguió ella-, la señal de la vida. En el bastón habría grabados también animales y otras figuras representativas de los atributos del mago. -Calló, como si esperase que Brunetti dijera algo. En vista de que él guardaba silencio, añadió-: Es la misma señal marcada por la cicatriz. ¿Es lo que quería saber?
– En efecto, profesora, todo eso es muy interesante, pero ¿podría decirme la procedencia de esa marca?
– ¿No se lo he dicho? Es chokwe, no cabe duda. Son los tallistas de madera más hábiles de…
– ¿Y la procedencia geográfica, profesora? -la interrumpió Brunetti.
Si la sorprendió su brusquedad, no lo demostró. -Las márgenes del río Zambeze.
Brunetti inspiró profundamente mientras susurraba la oración favorita de su madre para pedir paciencia en la adversidad y luego dijo:
– ¿Y dónde nos sitúa eso políticamente, si se puede decir así?
– Oh, perdón, no había entendido la pregunta. Angola. O zonas de la parte oeste del Congo. Tal vez incluso Zambia, pero no es probable que las subtribus de allí produjeran un objeto como ése ni esa clase de cicatrices. No; yo diría Angola.
– Comprendo -dijo Brunetti viendo cómo su remanente se reducía a diez centesimi-. Muchas gracias por su ayuda, profesora. Ha sido usted muy generosa con sus conocimientos.
– Para eso han de servir, comisario. ¿Le será útil esta información?
Se agotaron las unidades. Al ver el doble cero en el contador, Brunetti comprendió que no tenía más que unos segundos para responder.
– Eso espero, profesora Winter -pero entonces se oyó un clic y se cortó la comunicación. Hablando al sordo zumbido del vacío, Brunetti añadió-: Aunque lo dudo.
Retiró del teléfono la tarjeta usada y se dirigió a la questura. ¿No era en Angola donde bandas de niños drogados mataban a mansalva? Se detuvo, miró la cúpula de San Giorgio, que se elevaba al otro lado del bacino, y luego la serie de cúpulas que se sucedían a lo largo de la riva de la Giudecca. Allá, niños enloquecidos acuchillan, despedazan y mutilan, y aquí, el transbordador navega en dirección al Lido a su hora en punto.
Brunetti se apoyó con una mano en la pared, esperando a que pasara aquella extraña conmoción. Había leído que si una persona siente que va a desmayarse debe agachar la cabeza por debajo de las rodillas, pero él no podía adoptar semejante postura en plena calle. De todos modos, cerró los ojos e inclinó la cabeza.