– ¿Se encuentra bien, signore?. -oyó que una voz de hombre decía en veneciano a su lado.
Brunetti abrió los ojos y vio a un hombre bajito y regordete, con abrigo oscuro y una gorra a cuadros verdosos en una cabeza que parecía calva.
– Sí, bien, muchas gracias. Mucha Navidad, seguramente -dijo Brunetti tratando de sonreír-. O quizá estos cambios de temperatura. El hombre sonrió, aliviado.
– Eso debe de ser, mucha Navidad -y añadió jovialmente-: Ya es hora de que todos volvamos al trabajo, ¿no cree?
– Sí -dijo Brunetti-. Creo que sí. Mientras seguía camino de la questura, Brunetti pensaba en cómo podía él volver al trabajo. Se habían llevado los archivos, lo habían apartado del caso, no sólo a él sino a toda la policía de Venecia, no tenía ni idea de quién era la víctima, por qué estaba en Venecia y por qué era tan importante como para que el Ministerio del Interior y el de Asuntos Exteriores quisieran investigar su muerte o detener la investigación de su muerte. Brunetti reconocía que no tenía pistas ni pruebas. No; tampoco era eso: aún tenía los diamantes, o los tenía el banco de Claudio, y tenía el cadáver… o eso creía.
Esta idea le hizo girar en redondo hacia el muelle, para volver al teléfono público. No tenía más que un par de euros sueltos, echó uno al teléfono y marcó el número de Rizzardi de memoria.
Cuando el médico contestó, Brunetti dijo sin preliminares:
– ¿Sigue ahí esa persona de la que hablamos antes de Navidad?
Hubo una pausa larga, mientras Rizzardi reconocía su voz y descifraba la pregunta. Finalmente, el forense dijo:
– ¿Se refiere al hombre de la feria de Navidad?
– Sí.
– No; no está aquí. Creí que ya lo sabía.
– No. No sé nada. Dígame.
Rizzardi forzó la voz, como si eso de hablar en clave le pareciera un juego más propio de adolescentes que de hombres maduros. Pero prosiguió:
– Ciertas personas, y creí que usted estaría al corriente, porque trabajan para su misma empresa, se lo llevaron con intención de hacerle una gran despedida. -Rizzardi se detuvo, quizá para asegurarse de que Brunetti le seguía. Como éste no decía nada, prosiguió-: Como a su amigo Héctor.
Aquí el médico ya empezaba a rizar el rizo de la clave. Brunetti se había perdido.
– Ah, Héctor. ¿A cuál de ellos se refiere?
– Al de ese libro que suele usted leer, el de la guerra.
No podía ser más que la Ilíada, que acaba con la muerte de Héctor. Y su pira funeraria.
– Ya. Bien, gracias, Lorenzo. Siento no haber podido encontrarle.
– Me lo imagino -dijo Rizzardi, y colgó.
Brunetti sintió que algo muy parecido al pánico le atenazaba la garganta. SÍ en aquel momento alguien le hubiera hecho una pregunta, no habría podido responder. Cuando Rizzardi colgó, el teléfono se tragó su moneda. Sacó otra y vio que tenía dificultad para meterla en la ranura. Brunetti nunca había tenido mucha fe en la divinidad; de lo contrario, probablemente ahora hubiera tratado de hacer un pacto: la seguridad de Claudio a cambio de lo que fuera: los diamantes, el caso de la muerte del africano, su propio cargo.
Marcó el número de Claudio. La señal sonó cuatro, cinco, seis veces y entonces contestó una mujer.
– -Ciao, Elsa. Guido. ¿Cómo estáis?
– Ah, Guido, me alegro de oírte. Quería llamar a Paola estas fiestas, pero hemos estado tan ocupados con hijos y nietos que no encontraba el momento. ¿Estáis bien? ¿Habéis pasado una buena Navidad?
– Sí. Los niños también. ¿Y vosotros?
– No podemos quejarnos. Seguimos adelante. -Cambió de tono al preguntar-: Quieres hablar con Claudio, ¿no?
– Sí. ¿Está en casa?
– Sí; está ayudando al pequeño de Riccardo a hacer un rompecabezas. Hoy tenemos a los pequeños.
– Pues no le molestes, Elsa. En realidad, sólo quería saber cómo estáis. Dile que he llamado y que le mando un abrazo. Y a todos vosotros.
– Se lo diré, Guido. Y besos a Paola y a los niños de parte de todos nosotros.
Él dio las gracias y colgó, luego cruzó los brazos encima del teléfono y apoyó en ellos la cabeza.
Al cabo de unos minutos, alguien llamó violentamente a la puerta de la cabina. Era uno de los vendedores de los puestos de souvenirs que bordean la riva, un tipo tatuado y melenudo al que Brunetti había conocido en el desempeño de sus tareas policiales.
Al parecer, el hombre no lo reconoció.
– ¿Se encuentra bien, signore?. -preguntó.
Brunetti se irguió y dejó caer los brazos a los costados del cuerpo.
– Sí -dijo empujando la puerta de la cabina-. Es que acaban de darme una buena noticia.
El hombre lo miró con asombro.
– Extraña manera de reaccionar -dijo.
– Sí, sí, es cierto -dijo Brunetti. Dio las gracias al hombre por su interés con unas palabras que el otro desestimó encogiéndose de hombros mientras volvía a su tenderete. Brunetti emprendió el regreso a la questura.
Por el camino decidió no decir nada a nadie. Habían limpiado el ordenador de la signoñna Elettra: así debía seguir. El de Vianello había salido de la questura: que se quedara donde estaba. El cadáver había desaparecido, pero Claudio estaba a salvo. Si los poderes que los regían a todos querían investigar el asesinato por su cuenta, que investigaran. Él se desentendía, se lavaba las manos. Maldecía y abominaba del que él llamaba su antiguo yo, su yo no reformado, que se había arriesgado a poner en peligro a su amigo y, sin duda, el empleo y quién sabe si la seguridad de dos personas de la questura que le eran muy queridas.
Una parte de su mente había seguido adelante mientras la otra parte procesaba lo que acababa de captar. Él aminoró el paso. Se metió las manos en los bolsillos y se miró los zapatos, casi sorprendido de que éstos no estuvieran mojados. «Dos personas de la questura me son muy queridas.»
– ¡María Santísima! -dijo, utilizando la exclamación con la que su madre solía celebrar las sorpresas
CAPÍTULO 26
En días sucesivos, Brunetti se encontraba en un estado de abulia, sin voluntad ni energía para trabajar ni para preocuparse por estar sin hacer nada. Entrevistó a varios profesores y estudiantes de la universidad y le pareció que todos mentían, pero no le importaba. Al contrario, le producía una alegría malsana el que la corrupción y el fraude se manifestaran precisamente en el departamento de Historia del Derecho.
Los chicos notaban algo raro en éclass="underline" a veces, Raffi le pedía que le ayudara en sus estudios y Chiara se empeñaba en hacerle leer sus redacciones para la clase de Lengua y luego le preguntaba su opinión. Paola había dejado de quejarse de las clases; lo que es más, había dejado de quejarse de todo, de tal manera que Brunetti empezaba a sospechar que unos extraterrestres habían abducido a su esposa y dejado en su lugar una replicante.
Una noche, a las dos, los drogadictos que habían cometido la serie de robos en pisos fueron sorprendidos en la vivienda de un notario por el hijo de éste, a su regreso de una fiesta en casa de un amigo. El chico, que había bebido demasiado, hizo mucho ruido al entrar en el apartamento y, al ver a los dos hombres en la sala de estar, arremetió contra uno de ellos. El ruido despertó al padre, que se presentó en la sala con una pistola. Uno de los ladrones, al verlo, levantó las manos. El notario le disparó a la cara y lo mató. El otro trató de huir, asustado, pero cuando se desasió del hijo, el notario le disparó al pecho matándolo instantáneamente. Luego, dejó la pistola y llamó a la policía.