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Brunetti, al leer el informe a la mañana siguiente, se sintió consternado ante semejante atrocidad y estupidez. Quizá ellos se hubieran llevado una radio, un televisor, como mucho, quizá unas joyas. Pero el notario debía de ser de los que tienen un buen seguro y no hubiera perdido nada. Y ahora aquellos dos pobres diablos estaban muertos. El tío de uno de ellos trabajaba de sastre en la tienda en que Brunetti se compraba los trajes, y fue a la questura a preguntarle si harían algo al notario. Brunetti tuvo que decirle que lo más probable era que se declarase que había actuado en legittima difesa y fuera exculpado.

– ¿Y eso es justo? -preguntó el hombre-. ¿Le pega un tiro en la cara a Mirko como a un perro y no le pasa nada?

– No hizo nada de lo que legalmente podamos acusarle, signor Buffetti. Tiene permiso de armas. El hijo dice que su sobrino trató de atacarle.

– Es natural que diga eso -gritó el hombre-. Es su hijo.

– Me hago cargo de sus sentimientos -dijo Brunetti-. Pero no se le puede imputar ningún delito.

El sastre tuvo que hacer un esfuerzo para dominar la cólera y, aceptando la validez de los argumentos de Brunetti, se levantó y fue hacia la puerta. Antes de salir, se volvió para decir:

– No puedo discutir de términos legales con usted dottore. Pero pienso que la policía no debería quedarse con los brazos cruzados cuando se mata a un hombre. -Se fue cerrando la puerta con suavidad.

Brunetti no era dado a creer en señales y augurios; para él la realidad era ya bastante misteriosa. Pero reconocía una verdad cuando se la ponían delante.

La signorina Elettra, quizá escarmentada por la facilidad con que su ordenador había sido violado, no había vuelto a preguntar por el caso ni se había ofrecido para seguir indagando. Vianello se había llevado a su familia a la montaña dos semanas. Cuando Buffetti se marchó, Brunetti llamó a Vianello con el telefonino del signor Rossi.

– Lorenzo -dijo cuando el inspector contestó-, creo que tan pronto como regrese tendremos que ocuparnos de un asunto pendiente.

– A ciertas personas no les gustará eso -respondió Vianello, lacónico.

– Es probable.

– Aún tengo la información.

– Magnífico.

– Me alegro de que me haya llamado -dijo Vianello, y cortó.

Dos noches después, poco antes de las once, sonó el teléfono. Paola contestó con la curiosidad fría e impersonal que mostraba a todo el que llamaba después de las diez. Al momento, cambió de tono y habló de tú al comunicante. Brunetti se preguntaba cuál de sus amigos sería cuando ella se volvió para decirle:

– Es para ti. Mi padre.

– Buenas noches, Guido -dijo el conde cuando Brunetti se puso al teléfono.

– Buenas noches -contestó Brunetti, procurando que su voz sonara con normalidad.

El conde lo sorprendió con la pregunta:

– ¿Vosotros recibís la CNN?

– ¿Qué?

– La televisión, la CNN.

– Sí, los niños la ponen para practicar inglés.

– Ponla esta noche a las doce.

Brunetti miró el reloj y vio que pasaban sólo un par de minutos de las once,

– ¿Antes no?

– Lo que quiero que veas no lo darán hasta entonces. Acaba de llamarme un amigo.

– ¿Por qué la CNN? -preguntó Brunetti. Le parecía que la RAI tenía un informativo a las doce, pero no estaba seguro.

– -Cuando lo veas sabrás por qué. Mañana saldrá en los periódicos, pero creo conveniente que veas cómo van a presentarlo.

– No sé a qué te refieres.

– Ya lo verás -repuso el conde, y colgó.

Brunetti refirió la conversación a Paola, pero tampoco ella pudo hacer deducciones. Juntos se fueron a la sala y encendieron el televisor. Paola fue cambiando canales con el mando a distancia. Desfilaron por la pantalla personas que vendían colchones, mujeres que leían el tarot, una película vieja, otra película vieja, dos personas de género indefinido entregadas a una actividad que tal vez pretendía ser sexual, otra echadora de cartas y, finalmente, apareció la cara ligeramente extraterrestre del presentador de la CNN.

– No hay ninguno que tenga los dos ojos iguales -comentó Paola sentándose en el sofá-. Y me parece que todos usan peluquín.

– ¿Es que tú ves esto? -preguntó un asombrado Brunetti.

– A veces, con los niños -respondió ella, a la defensiva.

– Ha dicho a las doce -recordó Brunetti. Le tomó el mando de la mano y pulsó el botón para quitar el sonido.

– Entonces hay tiempo para beber algo -dijo Paola poniéndose en pie. Brunetti la vio dirigirse a la cocina preguntándose si volvería con una bebida propiamente dicha o con una tisana.

Sus ojos fueron a la pantalla donde se desarrollaba lo que debía de ser un programa sobre el mercado de valores: un hombre y una mujer, de aspecto no menos extraterrenal, charlaban amigablemente y, de vez en cuando, se provocaban mutuamente mudas explosiones de una hilaridad no muy convincente, mientras por la parte inferior de la imagen corría una cinta con unas cotizaciones que a cualquier persona sensata tenían que provocarle el llanto.

Al cabo de unos diez minutos, Paola volvió a la sala con dos tazas diciendo:

– Lo mejor de ambos mundos: agua caliente, limón, miel y whisky.

Le dio una de las tazas y se sentó a su lado en el sofá, a mirar las dos cabezas no parlantes. No tardó en observar a su vez la incongruencia entre el aire festivo de los presentadores y la desolación de los números que seguían fluyendo por debajo de ellos.

– Es como ver a Nerón tocar la lira mientras arde Roma -comentó.

– Ese episodio no es cierto -declaró el historiador que había en Brunetti.

A las doce menos cinco, dio el sonido pero enseguida lo redujo a un mínimo casi inaudible. Con una sonrisa de despedida, los dos presentadores desaparecieron y fueron sustituidos por una rápida sucesión de vistas de un estado del Golfo deseoso de capital extranjero o de turismo.

Un globo, una música ampulosa y la cara de otro presentador. Brunetti subió el volumen y oyeron la noticia del último ataque suicida en Oriente Próximo y el de un F16 que había causado el mismo número de víctimas. Siguió una crónica desde Delhi sobre el fracaso de otro plan de paz para Cachemira.

Entonces, la cara del presentador asumió una expresión de impostada gravedad. Brunetti volvió a subir el volumen.

«Y ahora noticias en directo desde Italia. Conectamos con nuestro corresponsal Amoldo Vítale, que se encuentra en el lugar de una operación antiterrorista realizada por la policía italiana. Amoldo, ¿me escuchas?»

«Sí, Jim», dijo una voz en inglés con un leve acento. Hubo una pequeña pausa y un crujido al cambiar la imagen y la línea de voz. En el ángulo superior izquierdo de la pantalla apareció una cabeza parlante y, detrás, la cúpula de la basílica de San Pedro.

El resto de la pantalla mostraba la fachada de estuco gris de un edificio de apartamentos. Frente a él estaban aparcados los jeeps y los coches negros de los carabinieri, así como cuatro sedans de color azul sin distintivos. Hombres con casco y chaleco antibalas con la inscripción carabinieri en la espalda, armados con metralletas, iban de un lado al otro sin propósito aparente. A su izquierda se veía un grupo de cuatro o cinco hombres con uniforme de combate y pasamontañas.

«Esta noche, la policía italiana ha entrado en un apartamento de Vigonza, tranquilo suburbio de la ciudad de Padua, situada en el norte de Italia, no lejos de Venecia. Había recibido un aviso de que miembros de una secta fundamentalista islámica utilizaban uno de los apartamentos del edificio para reuniones y sesiones de entrenamiento. Expertos en seguridad italianos vinculan este grupo a la organización terrorista Al Qaeda.