Los chistes tampoco le parecían especialmente graciosos. Por mucho sentido del humor que tengas ver cómo alguien hace chistes sobre el aspecto o las dimensiones de tus órganos internos resulta desagradable y hace que te sientas un poquito incómodo.
—Mirad, maese Dil —dijo Gern, un joven regordete de rostro enrojecido. El faraón se acababa de enterar de que era el nuevo aprendiz—. Mirad esto… atención, mucha atención… nada por aquí, nada por allá… ¡Y me saco un riñón de la manga! No está mal, ¿verdad? ¡Nada por aquí, nada por allá y me saco un riñón de la manga! ¿Qué os ha parecido?
—Deja de hacer tonterías y ponlo en la jarra, chico —murmuró Dil con voz cansada—. Y ya que has vuelto a sacar el tema, debo decirte que lo de saltar a la comba con los intestinos no me ha hecho ninguna gracia.
—Lo siento, maese Dil.
—Y haz el favor de pasarme un gancho para cerebros del número tres, ¿quieres?
—Viene volando, maese Dil —se apresuró a replicar Gern.
—Y haz el favor de no atosigarme. Esta parte siempre resulta bastante complicada.
—Claro, claro.
El faraón dio un par de pasos hacia su cadáver.
Gern volvió a concentrarse en su trabajo.
—¡Fijaos en esto! Qué color tan raro, ¿no? —exclamó dejando escapar un sonoro y prolongado silbido—. Jamás me habría imaginado que tendría un color semejante. ¿Y vos? Maese Dil, ¿creéis que es por algo que comen o por… ?
Dil volvió a suspirar.
—Ponlo en la jarra, Gern.
—Enseguida, maese Dil. Maese Dil…
—¿Sí, chico?
—¿En qué trocito está el dios?
Dil siguió examinando el interior de una de las fosas nasales del faraón e hizo un esfuerzo desesperado para no perder la concentración.
—Ya se han encargado de separar esa parte antes de bajarle aquí —replicó con infinita paciencia.
—Ah —dijo Gern—. No veo que haya ninguna jarra para meterlo y, claro, me preguntaba si…
—No, claro que no hay ninguna jarra. Tendría que ser una jarra francamente extraña, Gern.
Gern pareció un poquito desilusionado.
—Oh —dijo—. Entonces ahora es… Bueno, es corriente, ¿no?
—En un sentido estrictamente orgánico, sí —dijo Dil.
Su voz sonaba ligeramente ahogada a causa de su postura y de lo que estaba haciendo.
—Mi mamá dijo que había sido un buen faraón —comentó Gern—. ¿Qué opináis vos?
Dil se quedó inmóvil con una jarra en la mano y pareció pensar seriamente en la conversación por primera vez desde que ésta había empezado.
—La verdad es que nunca pienso en eso hasta que bajan aquí —dijo—. Supongo que fue mejor que la mayoría. Un par de pulmones magníficos, riñones limpios… Ah, y unos senos nasales bien desarrollados, que es lo que siempre busco primero en un faraón. —Miró hacia abajo y emitió su dictamen profesional—. Realmente, es un placer trabajar con él.
—Mi mamá afirma que tenía un gran corazón —dijo Gern. El faraón asintió con expresión lúgubre desde el rincón de la cámara ceremonial en el que estaba flotando. «Bueno, Dil ha comentado que los había visto mayores, pero que era un buen ejemplar —pensó—. Y ahora se encuentra en la jarra número tres del estante de arriba…»
Dil se limpió las manos con un trapo y suspiró. Es posible que sus treinta y cinco años como embalsamador le hubieran proporcionado no solamente unas manos firmes y seguras de sí mismas, la tendencia a tomarse las cosas con filosofía y un agudo interés en el vegetarianismo sino también unos poderes de audición mucho más considerables de lo normal, pues estaba casi convencido de que alguien acababa de suspirar junto a su oreja derecha.
El faraón fue hacia el otro extremo de la cámara ceremonial y contempló el líquido oscuro que hervía en la cuba de preparación.
Resultaba bastante extraño. Cuando estaba vivo todo le había parecido tan lógico, tan obvio… Y ahora que estaba muerto le parecía un considerable desperdicio de tiempo y energías.
Estaba empezando a irritarse. Vio cómo Dil y su aprendiz recogían las herramientas, quemaban algunas resinas ceremoniales, le levantaban de la losa, le llevaban respetuosamente a través de la cámara y le introducían con gran delicadeza en el abrazo aceitoso del líquido preservador.
Teppicamón XXVII contempló las oscuras profundidades del líquido y su pobre cuerpo posado en el fondo de la cuba, y pensó que le recordaba al último pepinillo de un frasco de encurtidos. Siempre había pensado que ser el último pepinillo debía resultar bastante triste.
Alzó los ojos hacia los sacos amontonados en un rincón de la cámara. Los sacos estaban llenos de paja. No hacía falta ser ningún genio para comprender lo que iban a hacer con ella.
La embarcación no se deslizaba sobre las olas. Lo que hacía era insinuarse a través del agua y atravesarla bailando sobre las puntas de los doce remos flotando como un pájaro, yendo de un punto a otro con la sigilosa velocidad de una mancha de aceite. Era negra, y tema la forma de un tiburón.
No había ningún forzudo que marcara el ritmo a los remeros golpeando un timbal. La embarcación no quería cargar con más peso del estrictamente necesario y, de todas formas, la velocidad a que avanzaba habría exigido una batería completa.
Teppic estaba sentado entre las dos hileras de remeros silenciosos en el pequeño espacio de la bodega de carga. Unos minutos en la embarcación le habían hecho comprender que no era aconsejable hacer ninguna clase de especulaciones sobre la naturaleza de los cargamentos que transportaba. La embarcación parecía haber sido diseñada para trasladar pequeñas cantidades de cosas muy rápidamente sin que nadie se diera cuenta de que eran llevadas de un sitio a otro, y Teppic tenía la impresión de que ni tan siquiera el Gremio de Contrabandistas conocía su existencia. El comercio parecía ser mucho más interesante de lo que había creído hasta entonces.
La sombra envuelta en murmullos dentro de la que viajaba encontró el delta con una sospechosa facilidad. Teppic se preguntó cuántas veces habría subido sigilosamente por el río, y los perfumes exóticos del último cargamento que había ocupado la bodega fueron rindiéndose ante los olores del hogar. Teppic ya podía detectarlos. Los excrementos de cocodrilo; el polen de los juncos; el aroma de los nenúfares; la ausencia de algo remotamente merecedor de ser llamado sistema de fontanería; el olor acre de los leones y la pestilencia de los hipopótamos…
El jefe de los remeros le dio un golpecito en el hombro, le indicó que se pusiera en pie y le ayudó a no perder el equilibrio mientras Teppic pasaba por encima de la borda para poner los pies en medio metro escaso de agua. Cuando consiguió llegar a la orilla la embarcación ya había girado sobre sí misma y se había convertido en la mera sospecha de una sombra que se alejaba río abajo.
Teppic era curioso por naturaleza y se preguntó dónde se escondería durante el día, más que nada porque la embarcación tenía todo el aspecto de haber sido diseñada para viajar únicamente a cubierto de la oscuridad, y acabó decidiendo que probablemente se ocultaría en alguno de los cañaverales pantanosos del delta.
Y como ahora era faraón, hizo una anotación mental para acordarse de que a partir de ahora los cañaverales deberían ser patrullados periódicamente. Un faraón tiene que estar enterado de cuanto sucede a su alrededor.
Teppic se quedó inmóvil hundido hasta los tobillos en el fondo fangoso del río, y recordó que hacía poco había vivido unos momentos durante los que lo sabía todo.
Arthur le había contado una historia bastante extraña de gaviotas, ríos y hogazas de pan que se llenaban de brotes verdes, lo cual invitaba a pensar que había bebido demasiado. En cuanto a su experiencia, Teppic sólo podía recordar que había despertado con una terrible sensación de pérdida, como si su memoria fuese un recipiente defectuoso incapaz de conservar a buen recaudo los nuevos tesoros que había adquirido. Era algo parecido a esas revelaciones impresionantes que llegan durante los sueños y se desvanecen al despertar. Lo había sabido todo, pero en cuanto intentaba recordar en qué consistía exactamente ese saberlo todo los conocimientos inefables huían de su cabeza como el agua de un cubo agujereado.