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Pero la experiencia le había cambiado. Antes su vida era un mero deambular sin rumbo guiado por las circunstancias, ahora parecía avanzar rápidamente moviéndose sobre rieles de metal reluciente. Quizá no tuviese madera de asesino, pero Teppic sabía que podía ser un buen faraón.

Sus pies encontraron tierra firme. La embarcación le había dejado bastante cerca del palacio y las llamas que brotaban de las pirámides de la otra orilla llenaban la noche con ese resplandor tan familiar que la luna volvía de color azul.

Las moradas de los muertos tenían todos los tamaños imaginables aunque, naturalmente, el diseño era prácticamente único y se pegaban las unas a las otras aumentando de número a medida que te acercabas a la ciudad. Era como si a los muertos les gustara estar lo más acompañados posible.

E incluso las más antiguas estaban intactas. Nadie había decidido tomar prestadas unas cuantas piedras para construir casas o hacer caminos, y Teppic se sentía oscuramente orgulloso de que así fuera. Nadie había roto los sellos de las puertas y había vagabundeado por el interior para averiguar si los muertos estaban enterrados con algún tesoro antiguo que ya no necesitaban para nada. La comida era depositada cada día sin falta en las pequeñas antecámaras, y los departamentos de abastecimiento y administración de la necrópolis ocupaban una gran parte del palacio.

A veces la comida desaparecía y a veces no, pero los sacerdotes no podían ser más claros en lo que respectaba a ese punto. Tanto si los alimentos se esfumaban como si no habían sido consumidos por los muertos, y punto. Teppic suponía que los muertos debían estar razonablemente satisfechos con su dieta, ya que nunca se quejaban y jamás habían dejado una nota diciendo que se habían quedado con hambre o solicitando un menú especial.

Cuidad de los muertos y los muertos cuidarán de vosotros, decían los sacerdotes. Después de todo, los muertos eran mayoría, ¿no?

Teppic apartó los juncos que tenía delante. Se alisó la ropa, quitó una pella de barro que se le había pegado a la manga y fue hacia el palacio.

La gran estatua de Khuft se alzaba ante él, una gigantesca silueta oscura que se recortaba contra el resplandor de las pirámides. Hacía siete mil años Khuft sacó a su pueblo de… (Teppic no podía recordar de dónde, pero lo más probable era que se tratara de un sitio que no les gustaba demasiado y que hubiese obrado impulsado por razones muy sólidas. En momentos como aquel Teppic siempre pensaba que le habría gustado saber un poquito más de historia), había rezado en el desierto y los dioses del lugar le habían mostrado el Viejo Reino. Y Khuft holló la tierra sagrada, y tomó posesión de ella a fin de que fuera semillero de su linaje por siempre jamás, y se prosternó ante los dioses, y agradeció el que le hubieran guiado. Teppic estaba casi seguro de que las cosas debieron ocurrir más o menos de aquella forma, aunque probablemente los textos sagrados contenían bastantes «y» más, y también creía recordar algo sobre la leche y la miel. Pero la visión de aquel rostro de patriarca, aquel brazo extendido y aquel mentón con el que habrías podido cascar nueces recortándose imponentes aureolados por el resplandor de las pirámides le dijo lo que ya sabía.

Había regresado a casa, y no volvería a marcharse. El sol empezó a subir en el horizonte.

El mayor matemático vivo de todo el Disco —y, de hecho, el único matemático de todo el Viejo Reino—, se estiró perezosamente, contempló su aprisco y empezó a contar las briznas de paja sobre las que dormiría. Después calculó el número de clavos que había en la pared. Después invirtió unos cuantos minutos en demostrar que un campo de resonancia automórfica posee un número semifinito de ideales primos indeterminables. Cuando hubo terminado decidió que volver a masticar el desayuno sería una buena forma de pasar el tiempo.

LIBRO SEGUNDO

EL LIBRO DE LOS MUERTOS

Habían pasado dos semanas. Los rituales y las ceremonias celebradas en el momento adecuado mantenían el mundo debajo del cielo y las estrellas fijas en sus rumbos habituales. Lo que se podía llegar a conseguir con unos cuantos rituales y ceremonias bien aplicadas era realmente asombroso.

El nuevo faraón se examinó en el espejo y frunció el ceño.

—¿De qué está hecho? —preguntó—. Apenas se ve nada.

—Es de bronce, señor. Bronce pulido a mano —le explicó Dios alargándole el Flagelo de la Misericordia.

—En Ankh-Morpork había espejos de cristal con la parte de atrás recubierta de plata. Iban estupendamente.

—Sí, Alteza. Aquí usamos espejos de bronce, Alteza.

—¿Y tengo que llevar esta máscara de oro?

—Es el Rostro del Sol, Alteza, y ha pasado de un faraón a otro desde el comienzo de la dinastía. Sí, Alteza, Tenéis que llevarla siempre que aparezcáis en público, Alteza.

Teppic se puso la máscara delante de la cara y miró por las rendijas de los ojos. No cabía duda de que era soberbia. Un rostro hermoso y de facciones regulares, una leve sonrisa… Teppic aún no había olvidado que en una ocasión su padre se inclinó sobre su cuna sin acordarse de que llevaba puesta la máscara. Teppic era muy pequeño, pero creía recordar que su niñera había tardado horas en conseguir que se calmara lo suficiente para dejar de gritar.

—Pesa bastante.

—Es el peso de los siglos —dijo Dios, y le alargó el Gancho de la Justicia.

—¿Hace mucho que eres sacerdote, Dios? —preguntó Teppic cogiendo el impresionante artefacto de obsidiana.

—Mucho tiempo, Alteza, primero como hombre y luego como eunuco. Y ahora…

—Papá me contó que ya eras gran sacerdote en tiempos del abuelo. Debes de ser muy viejo.

—Me conservo bien, Alteza. Los dioses han sido bondadosos conmigo —dijo Dios. Después de todo, negar lo evidente no habría servido de nada—. Y ahora, Alteza, si tuvieseis la bondad de coger esto y colocarlo…

—¿Qué es?

—Es el Panal de la Multiplicación, Alteza. Es muy importante.

Teppic hizo unos cuantos malabarismos y consiguió dejarlo en la posición correcta.

—Supongo que habrás visto muchos cambios, ¿verdad? —preguntó educadamente.

Una expresión entre apenada y dolorida pasó por los rasgos de Dios y se desvaneció a toda velocidad, como si quisiera alejarse lo más deprisa posible de aquella cara.

—No, Alteza —replicó Dios sin perder la calma—. He sido muy afortunado.

—Oh. ¿Qué es esto?

—Es la Gavilla de la Abundancia, Alteza. Es extremadamente significativa, y muy simbólica.

—Bueno, a ver si puedes ponérmela debajo del brazo… Dios, ¿has oído hablar de la fontanería?

El gran sacerdote chasqueó los dedos mientras lanzaba una rápida mirada a uno de los ayudantes.

—No, Alteza —dijo, y se inclinó hacia adelante—. Esto es el Áspid de la Sabiduría. Voy a ponerlo aquí, ¿os parece bien?

—Verás, la fontanería es algo bastante parecido a los cubos, pero no resulta tan… eh… tan maloliente.

—Suena horrible, Alteza, y además según tengo entendido el mal olor mantiene alejados a los poderes malignos. Bien, Alteza, esto es el Odre de las Aguas de los Cielos. Si pudierais levantar el mentón un poquito…

—Todo esto es necesario, ¿verdad? —preguntó Teppic.

Cada vez se le oía menos.

—Es tradicional, Alteza. Y ahora, Alteza, si consiguiéramos hacer unos pequeños cambios en la colocación creo que… Esto es el Tridente de las Aguas de la Tierra. Me parece que si nos esforzamos podremos curvar este dedo alrededor del astil… Tendremos que ir pensando en nuestro matrimonio, Alteza.