Teppic por fin se dio cuenta de qué era lo que tanto le había extrañado en la forma de hablar del gran sacerdote y que no había conseguido localizar hasta entonces. Dios era capaz de retorcer cualquier frase hasta el punto de ruptura sintáctica e incluso más allá de él si eso le permitía evitar el uso del pasado verbal. Señaló otro fresco.
—¿Y ésa? —preguntó.
—Es la Reina Khata-lina-ra-pta —dijo Dios—. Conquista el reino de Hocuantalandia mediante la astucia y los ardides. Esto ocurre en la época del Segundo Imperio.
—Pero está muerta, ¿no? —preguntó Teppic.
—Tengo entendido que sí —replicó el gran sacerdote después de una pausa tan corta que resultó casi imperceptible.
Sí, estaba claro que Dios y algunos tiempos verbales no se llevaban demasiado bien…
—He aprendido siete idiomas —dijo Teppic, envalentonado por la seguridad de que las calificaciones obtenidas en tres de esos siete idiomas estaban a buen recaudo en los archivos del Gremio y allí seguirían.
—¿De veras, Alteza?
—Oh, sí. Morporkiano, vanglemeshto, efébico, laotatiano y… algunos más —dijo Teppic.
—Ah. —Dios asintió, sonrió y siguió avanzando por el pasillo. Cojeaba ligeramente, pero aun así verle caminar te hacía pensar en el tictac del gran reloj de los siglos—. Las tierras bárbaras, ¿eh?
Teppic contempló a su padre. Los embalsamadores habían hecho un buen trabajo, y bastaba con mirarles para comprender que estaban esperando oírselo decir.
«Estoy contemplando un cadáver envuelto en vendas —dijo la parte de su ser que seguía viviendo en AnkhMorpork—, y supongo que no creerán que envolverle en vendas le ayudará en algo, ¿verdad? En Ankh te mueres y te entierran o te queman o te arrojan a los cuervos. Aquí el morirse significa que debes adaptarte a una existencia muy sedentaria y que a partir de ese momento te darán lo mejor que haya en la cocina. Es ridículo… ¿Cómo se puede gobernar un reino semejante? Parecen creer que estar muerto es como estar sordo. Basta con hablar un poco más alto y todo arreglado.»
Pero Teppic también podía oír una segunda voz mucho más vieja que la primera. «Llevamos siete mil años gobernando un reino así —dijo la segunda voz—. Aquí el cultivador de melones más humilde puede enorgullecerse de un linaje tan antiguo que a su lado los reyes de otras tierras parecen efímeros. Tuvimos que acabar vendiéndolo para pagar las pirámides, cierto, pero hubo un tiempo en el que todo el continente era nuestro. Ni tan siquiera pensamos en los países que tienen menos de tres mil años de historia. Todo parece funcionar bien. ¿Para qué cambiar?»
—Hola, padre —dijo Teppic.
La sombra de Teppicamón XXVII le había estado observando con gran atención y se apresuró a cruzar la habitación en cuanto le oyó hablar.
—¡Tienes un aspecto magnífico! —exclamó—. ¡Me alegro mucho de verte! Escucha, esto es muy importante. Préstame atención, por favor. Es sobre la muerte y…
—Dice que le complace mucho veros —dijo Dios.
—¿Puedes oírle? —preguntó Teppic—. Yo no he oído nada.
—Los muertos hablan a través de los sacerdotes, naturalmente —dijo el gran sacerdote—. Es la costumbre, Alteza.
—Pero él puede oírme, ¿verdad?
—Por supuesto.
—He estado pensando en todo eso de la pirámide y… En fin, no estoy muy seguro de si es una buena idea. Teppic se inclinó sobre la cabeza de su padre.
—Muchos recuerdos de la tía —dijo en voz alta. Pensó en lo que acababa de decir, y decidió que quizá no había sido muy claro—. Me refiero a mi tía, no a la tuya…
«Eso espero», añadió mentalmente.
—Hijo, ¿puedes oírme?
—Vuestro padre os saluda desde el mundo que se encuentra más allá del velo —dijo Dios.
—Bueno, sí, supongo que sí, pero ESCUCHA, no quiero que te tomes la molestia de construir una…
—Te construiremos una pirámide maravillosa, padre. Te gustará, te lo aseguro… Habrá gente que cuidará de ti y dispondrás de todo lo que te haga falta. —Teppic volvió la cabeza hacia Dios buscando alguna clase de confirmación—. Eso le gustará, ¿verdad?
—¡No QUIERO una pirámide! —aulló el faraón—. Hay toda una eternidad de lo más interesante que aún no he visto. ¡Te prohíbo que me encierres en una pirámide!
—Dice que así es como tiene que ser y que sois un hijo respetuoso y obediente —dijo Dios.
—¿Puedes verme? ¿ Cuántos dedos te estoy enseñando? Supongo que crees que pasar el resto de tu muerte debajo de un millón de toneladas de roca viendo cómo te vas desmoronando resulta divertido, ¿eh? ¿Es ésa tu idea de una época digna de ser recordada?
—Me parece que este lugar está lleno de corrientes de aire, Alteza —dijo Dios—. Creo que será mejor que nos vayamos.
—¡Y además no puedes permitirte gastar tanto dinero!
—Y pondremos tus frescos y tus estatuas favoritas dentro de la pirámide. Te gustará, ¿verdad? —preguntó Teppic en un tono de voz que empezaba a ser francamente desesperado—. Todas tus cositas, tus objetos personales… No te faltará nada, ya lo verás.
Salieron al pasillo y fueron hacia la sala del trono.
—Le gustará, ¿verdad? —preguntó Teppic mirando a Dios—. Es que a veces… No sé, tengo la sensación de que no le hace demasiada gracia.
—Os aseguro que no puede tener ningún otro deseo, Alteza —dijo Dios.
El silencio volvió a adueñarse de la sala de embalsamamiento. Teppicamón XXVII intentó atraer la atención de Gern dándole un golpecito en el hombro y, naturalmente, no lo consiguió. El difunto faraón lanzó un suspiro de cansancio y se sentó junto a sí mismo.
—No lo hagas, chico —dijo con amargura—. Arréglatelas como puedas, pero procura no tener descendencia.
Y allí estaba. Bastaba con verla para darse cuenta de que era la Gran Pirámide.
Teppic caminó alrededor del modelo. Sus pies creaban ecos al moverse sobre las losas de mármol. No estaba muy seguro de lo que se suponía que debía hacer, pero sospechaba que los reyes tenían que pasar con mucha frecuencia por ese tipo de situaciones. Bueno, siempre quedaba el viejo e infalible recurso de mostrar interés.
—Bien, bien… —dijo—. ¿Y cuánto tiempo llevas diseñando pirámides?
Ptaclusp, arquitecto y constructor de pirámides para la nobleza, le hizo una profunda reverencia.
—Toda mi vida, oh luz del mediodía.
—Supongo que es un trabajo fascinante, ¿eh? —dijo Teppic.
Ptaclusp lanzó una rápida mirada de soslayo al gran sacerdote, quien asintió con la cabeza.
—Tiene sus cosas buenas, oh manantial de las aguas —se atrevió a decir.
Ptaclusp no estaba acostumbrado a que un faraón le hablara como si fuese un ser humano, y tenía la vaga sensación de que no era demasiado correcto.
Teppic movió una mano señalando al modelo que había sobre el estrado.
—Sí —dijo con voz algo vacilante—. Bien, perfecto… Cuatro muros y una punta arriba de todo. Estupendo, estupendo… Es de primera calidad, ¿eh? Te das cuenta enseguida.
La cantidad de silencio que había a su alrededor seguía pareciéndole demasiado elevada, y Teppic decidió que la única forma de que no le asfixiara era continuar hablando.