El cansancio acabó arrastrando su cuerpo hasta una zona situada a medio camino entre el sueño y la vigilia, y un cortejo de imágenes que no tenían ni la más mínima lógica empezó a desfilar por detrás de sus globos oculares.
Por ejemplo, lo avergonzados que iban a sentirse sus antepasados cuando los arqueólogos del futuro tradujeran los frescos que los artistas de su reinado aún no habían pintado. «Garabato, águila estreñida, garabato, trasero de hipopótamo, garabato: Y en el año del Ciclo de Cephnet Teppic el Dios Sol hizo instalar la Fontanería y desdeñó las Almohadas de sus Antepasados.»
Soñó con Khuft, una silueta inmensa y barbuda que hablaba con truenos y rayos y que invocaba la ira de los cielos para que cayese sobre aquel miserable descendiente suyo que estaba traicionando un pasado tan noble.
Dios flotó a través de su campo visual y le explicó que como resultado de un edicto promulgado hacía varios miles de años era esencial que se casara con un gato.
Dioses con cabezas de todas las formas y tamaños compitieron por atraer su atención y le explicaron con toda clase de detalles los problemas que traía consigo el ser una divinidad mientras una voz que parecía venir de muy lejos intentaba conseguir que Teppic le hiciera caso y gritaba cosas que no logró entender, aunque en un momento dado le pareció oírle decir que el propietario de la voz no quería ser enterrado bajo un montón de piedras. Pero no tenía tiempo para concentrarse en aquello, pues acababa de ver a siete vacas gordísimas y a siete vacas flaquísimas, y lo más curioso era que una de ellas tocaba el trombón.
Pero ese sueño ya era muy viejo, y se presentaba prácticamente cada noche…
Y después vio a un hombre que disparaba flechas contra una tortuga…
Y después estaba caminando por el desierto y se encontró con una pirámide minúscula que apenas tendría diez centímetros de altura. Un vendaval terrible surgió de la nada y se llevó la arena, pero ahora ya no era un vendaval, era la pirámide que empezaba a brotar del suelo y la arena se escurría por sus caras relucientes…
Y la pirámide se fue haciendo más y más grande, y acabó siendo más grande que el mundo, y al final alcanzó tales dimensiones que el mundo era un puntito perdido en su centro.
Y en el centro de la pirámide ocurrió algo muy extraño.
Y la pirámide se fue haciendo más y más pequeña, y se llevó al mundo con ella, y se esfumó…
Naturalmente si eres faraón tienes derecho a sueños oscuros e indescifrables de primerísima categoría.
Otro día acababa de amanecer por cortesía del faraón, quien estaba hecho un ovillo en la cama con la ropa enrollada debajo de la cabeza sirviéndole de almohada. Los sirvientes del reino que habían pasado la noche durmiendo en el laberinto de piedra del palacio empezaron a despertar.
El bote de Dios se deslizó lentamente sobre las aguas y su proa acabó chocando suavemente con el embarcadero. Dios saltó del bote, corrió hacia el palacio y subió los peldaños de tres en tres frotándose las manos mientras pensaba en el día que se extendía delante de él y barajaba las horas y los rituales haciéndolos encajar en un esquema perfecto. Había tantos detalles de los que ocuparse y tantas cosas que hacer…
El jefe de escultores y fabricante de féretros se guardó el metro en el bolsillo después de doblarlo.
—Habéis hecho un buen trabajo, maese Dil —dijo. Dil asintió. La falsa modestia es algo desconocido entre los artesanos.
El escultor le dio un suave codazo en las costillas.
—Menudo equipo formamos, ¿eh? —dijo—. Vos los ponéis en adobo y yo los empaqueto.
Dil asintió, pero bastante más despacio que antes. El escultor contempló el óvalo de cera que sostenía en las manos.
—Aunque si he de seros franco la máscara mortuoria no me parece gran cosa —dijo.
Gern estaba muy concentrado con la cabeza inclinada sobre una esquina de la losa ocupándose de la última defunción producida entre los felinos de la Reina —Dil le había dejado que se encargara de todo sin su ayuda—, pero alzó los ojos con expresión horrorizada al oír aquellas palabras.
—Pues he procurado esmerarme al máximo con ella —dijo haciendo un mohín.
—Sí, me temo que ahí está el problema —dijo el escultor.
—Ya lo sé —dijo Dil poniendo expresión apesadumbrada—. Se trata de la nariz, ¿verdad?
—Yo pensaba más bien en el mentón.
—Y la nariz.
—Sí.
—Sí.
Los dos se sumieron en un lúgubre silencio y contemplaron el rostro cerúleo del faraón. El faraón les imitó.
—¿Qué le pasa a mi mentón? No veo que tenga nada de malo.
—Se le podría colocar una barba —dijo Dil por fin rompiendo el silencio—. Una barba lo taparía casi todo, ¿no?
—Sigue estando el problema de la nariz.
—Siempre se podría recortar un poquito… creo que bastaría con un centímetro o dos. Y quizá se podría hacer algo con los pómulos.
—Sí.
—Sí.
Gern estaba horrorizado.
—Pero… pero maeses… ¡Estáis hablando del rostro de nuestro difunto monarca! —protestó—. ¡No podéis hacer eso! Y además la gente se daría cuenta… —Vaciló—. Se darían cuenta, ¿verdad?
Los dos artesanos se contemplaron el uno al otro.
—Gern, Gern… Pues claro que se darían cuenta —dijo Dil pacientemente—. Pero nadie dirá nada. Esperan que nosotros… eh… que mejoremos un poquito las cosas, ¿entiendes?
—Después de todo —dijo el jefe de escultores con voz jovial—, no pensarás que se van a plantar delante del féretro y que van a decir algo así como «No se le parece en nada. El faraón siempre tuvo cara de gallina miope», ¿verdad?
—Muchísimas gracias. Oh, sí, muchísimas gracias, de verdad.
El faraón fue a sentarse junto al gato. Al parecer la gente sólo se tomaba la molestia de ser respetuosa con los muertos cuando creía que los muertos podían estar escuchando.
—Supongo que si se lo compara con los frescos resulta un poquito más feo —murmuró el aprendiz de embalsamador con voz vacilante y un poquito temblorosa.
—Has dado justo en el blanco —dijo Dil en un tono cargado de sobreentendidos—. Me parece que ya lo vas entendiendo, ¿eh?
Los rasgos francos, un poco toscos y abundantemente provistos de granos del aprendiz fueron cambiando tan lentamente como un paisaje lleno de cráteres cuando las nubes se deslizan sobre él. Gern estaba empezando a percatarse de que aquella conversación debía incluirse en el apartado «Iniciación a los secretos milenarios del oficio».
—Queréis decir que incluso los pintores cambian la… —empezó a decir.
Dil le miró y frunció el ceño.
—Nunca hablamos de eso —dijo. Gern intentó que sus facciones adoptaran una expresión lo más seria y digna de confianza posible.
—Oh —murmuró—. Sí, claro. Comprendo, maese Dil.
El jefe de escultores le dio una palmadita en la espalda.
—Eres un chico muy inteligente, Gern —dijo—. No se te escapa nada y aprendes deprisa, ¿eh? Después de todo, ser feo en vida ya es bastante malo. Piensa en lo terrible que resultana pasar una eternidad en el Otro Mundo siendo igual de feo.
Teppicamón XXVII meneó la cabeza. «Cuando estamos vivos todos debemos tener el mismo aspecto —pensó—, y encima se aseguran de que seamos idénticos después de muertos… Menudo reino.» Bajó la mirada y se dedicó a observar el alma del felino recién fallecido, la cual estaba muy ocupada aseándose. Cuando estaba vivo siempre había odiado a los gatos, pero el que tenía al lado parecía bastante amistoso y quizá pudiera ser una buena compañía. Alargó cautelosamente una mano hacia su cabeza y la acarició. El gato ronroneó durante unos momentos, cambió bruscamente de parecer e intentó arrancarle una tira de carne de la mano. La muerte quizá cambiara un poco a los seres humanos, pero un gato sagrado no se dejaba afectar por algo tan insignificante.