—No quiero quitármelos —dijo Ptraci—. Sin ellos me siento como si estuviera desnuda.
—Y con ellos puestos ya casi estás desnuda —siseó Teppic—. ¡Haz el favor de quitártelos!
—Sabe tocar el dúlcemele —dijo el fantasma de Teppicamón XXVII. El dato no venía muy a cuento, pero no se le había ocurrido nada mejor y tenía ganas de hablar—. Aunque te advierto que no toca demasiado bien. Ha llegado a la pagina cinco de Piececitas breves para deditos delicados.
Teppic fue hasta el pasadizo que nacía en la sala de embalsamamiento y aguzó el oído. El silencio reinaba sobre el palacio con las excepciones ocasionales de las respiraciones sibilantes de los durmientes y los igualmente ocasionales tintineos a su espalda indicadores de que Ptraci se estaba despojando de sus joyas. Teppic volvió por donde había venido.
—Date prisa, por favor —dijo—. No tenemos mucho…
Ptraci estaba llorando.
—Esto… —dijo Teppic—. Esto…
—Algunos me los regaló mi abuelita —consiguió decir Ptraci entre sollozo y sollozo—. Y el difunto faraón también me regaló unos cuantos. Estos pendientes llevan tanto tiempo siendo propiedad de mi familia… ¿Cómo crees que te lo tomarías tú si tuvieras que hacer algo así?
—Verás, las joyas no son meramente algo que lleva encima —dijo el fantasma de Teppicamón XXVII—. Son parte de su personalidad.
«Caramba —añadió para sí mismo—, creo que estoy dando muestras de Intuición y Perspicacia. ¿Por qué resultará mucho más fácil pensar cuando estás muerto?»
—Yo no llevo pendientes ni joyas —dijo Teppic.
—Pero llevas encima cuchillos y todas esas cosas horribles.
—Bueno, es que las necesito para hacer mi trabajo.
—Ya, claro.
—Oye, no hace falta que las dejes aquí. Puedes ponerlas dentro de mi faltriquera —dijo Teppic—. Pero tenemos que marcharnos enseguida. ¡Por favor!
—Adiós —dijo el fantasma con voz entristecida.
Vio cómo se alejaban hacia el patio y fue flotando hacia su cadáver, el cual no era una compañía muy entretenida.
Cuando llegaron al tejado la brisa se había vuelto un poco más fuerte. También era más caliente y seca.
Un par de las pirámides más antiguas ya habían empezado a iluminarse, pero los destellos eran bastante débiles y sutilmente distintos a los de costumbre.
—Me pica todo —dijo Ptraci—. ¿Qué ocurre?
—Parece que vamos a tener tormenta —dijo Teppic. Volvió la cabeza hacia el río y observó la Gran Pirámide. Su negrura se había intensificado y ahora era un triángulo de sombra más oscura que la noche. Unas cuantas siluetas corrían alrededor de su base con el frenesí de un grupo de lunáticos que ven arder el manicomio en el que estaban encerrados.
—¿Qué es una tormenta?
—Resulta muy difícil de describir —dijo Teppic con voz preocupada—. ¿Puedes ver lo que están haciendo?
Ptraci entrecerró los ojos y concentró toda su atención en lo que estaba ocurriendo al otro lado del río.
—Parece que están muy ocupados —dijo.
—Pues a mí me parece que están muy aterrorizados.
Unas cuantas pirámides empezaron a emitir sus destellos, pero en vez de subir hacia el cielo las llamas parpadeaban y se movían de un lado a otro como impulsadas por vientos intangibles.
Teppic tuvo que hacer un considerable esfuerzo de voluntad para apartar la mirada de las pirámides.
—Vamos —dijo—. Hay que sacarte de aquí.
—¡Tendríamos que haber puesto la punta esta tarde! —gritó Ptaclusp IIb intentando hacerse oír por encima del estridente zumbido que envolvía a la pirámide—. ¡Ahora ya no hay forma de hacer que flote hasta tan arriba! La turbulencia a esas alturas tiene que ser terrible.
El hielo del día hervía y se evaporaba sobre el mármol negro, que ya estaba caliente al tacto. Ptaclusp IIb contempló la punta como si no supiera qué hacer con ella y acabó volviéndose hacia su hermano, quien no había tenido tiempo de cambiarse y seguía llevando puesta la camisa de dormir.
—¿ Dónde está papá? —preguntó.
—He enviado a uno de nosotros para que le despertara y le trajera aquí —dijo IIa.
—¿A quién?
—A un tú, ya que quieres saberlo.
—Oh. —IIb volvió a clavar los ojos en la punta de la pirámide—. No pesa tanto —dijo—. Dos de nosotros podríamos subirla.
Lanzó una mirada interrogativa a su hermano.
—Debes de estar loco. ¿Por qué no enviamos a algún trabajador?
—Porque han huido todos y…
Una pirámide que se encontraba a cierta distancia río abajo intentó descargar la energía acumulada, emitió un chisporroteo y acabó expulsando un chorro de llamas zigzagueantes que se curvó a través del cielo con un estrépito ensordecedor y chocó con la masa de la Gran Pirámide muy cerca de la cima.
—¡Está interfiriendo la descarga de las otras pirámides! —gritó IIb—. Vamos… ¡Hay que liberar la energía acumulada, es la única solución!
Una línea de fuego azulado recorrió velozmente el perímetro de la pirámide a una tercera parte de su altura desde la cima y acabó estrellándose en una esfinge de piedra. El aire empezó a hervir sobre la esfinge.
Los dos hermanos cogieron la piedra y fueron con paso tambaleante hacia el andamio mientras el polvo se arremolinaba a su alrededor adquiriendo formas muy extrañas.
—¿Puedes oír algo? —preguntó IIb un instante después de que lograran llegar a la primera plataforma.
—¿Como qué? —preguntó IIa—. ¿Como el ruido que haría la mismísima textura del tiempo y el espacio si la estuvieran pasando por un escurridor?
El arquitecto contempló a su hermano con una leve admiración, lógica teniendo en cuenta que muy pocos contables habrían sido capaces de hacer semejante observación. Un instante después sus rasgos ya habían recobrado la expresión entre perpleja y aterrada que tenían antes.
—No, no me refiero a eso —dijo.
—Bueno, entonces… ¿El sonido del aire siendo sometido a torturas horrendas?
—No, tampoco me refiero a eso —dijo IIb, que estaba empezando a irritarse—. Me refiero a los crujidos.
Tres pirámides más emitieron sus descargas, y los chorros de energía chisporrotearon abriéndose paso por entre las nubes que hervían en el cielo y volvieron a caer esparciéndose sobre el mármol negro que había debajo de ellas.
—Pues la verdad es que no he oído ningún crujido —dijo IIa.
—Creo que viene de la pirámide.
—Bueno, si te apetece puedes pegar la oreja a un bloque para averiguar si estás en lo cierto, pero te aseguro que yo no pienso hacerlo.
Subieron por otra escalera con la pesada masa de la punta balanceándose entre ellos. La tormenta ya era lo bastante intensa para hacer oscilar el andamiaje.
—Ya os dije que no debíamos hacerlo —murmuró el contable mientras la piedra resbalaba lenta y majestuosamente hasta posarse sobre los dedos de sus pies—. No tendríamos que haber construido esta maldita pirámide.
—¿Quieres hacer el favor de callar y levantar tu extremo?
Y los hermanos Ptaclusp siguieron discutiendo y ascendiendo por los flancos de la Gran Pirámide deslizándose por una escalera tambaleante detrás de otra, mientras las tumbas grandes y pequeñas esparcidas a lo largo del Djel iban disparando sus descargas una detrás de otra llenando el cielo con líneas de tiempo chisporroteante.
Y más o menos en ese momento el matemático más genial del Disco —que estaba cómodamente acostado en su aprisco debajo del palacio entregándose a los placeres de la flatulencia—, dejó de masticar el bolo alimenticio que había regurgitado y se dio cuenta de que algo muy extraño le estaba ocurriendo a los números. De repente todos los números parecían estar teniendo serios problemas.