—Eh… —dijo.
Maldito Bastardo masticaba y era feliz. Teppic le había atado demasiado cerca de un olivo, y el pobre árbol estaba sufriendo el equivalente a una poda terminal. De vez en cuando el camello dejaba de masticar, alzaba la mirada durante unos momentos hacia las gaviotas que revoloteaban sobre la ciudad de Efebas y las sometía a un breve pero letal ametrallamiento con huesos de aceituna.
Su cerebro estaba muy ocupado dando vueltas a un nuevo concepto de física tau-dimensional muy interesante que unificaba el tiempo, el espacio, el magnetismo, la gravedad y, por alguna razón que Maldito Bastardo aún no tenía demasiado clara, la coliflor. De vez en cuando emitía sonidos que recordaban a los de una cantera lejana durante las fases más estrepitosas del trabajo, pero Maldito Bastardo era un camello y por lo tanto los ruidos sólo indicaban que todos los estómagos de que se hallaba provisto estaban funcionando a la perfección.
Ptraci estaba sentada debajo del olivo y se entretenía alimentando a la tortuga con hojas de parra.
El calor rebotaba en las blancas paredes de la taberna con un crujido casi audible, pero Teppic no podía evitar encontrarlo muy distinto al calor del Viejo Reino. Allí incluso el calor era viejo; la atmósfera carecía de vida y olía a moho y te oprimía como una prensa hasta que tenías la sensación de que el aire había sido obtenido hirviendo siglos. Aquí había una brisa marina que ayudaba a soportar el calor. El aire olía a cristales de sal, y llevaba consigo atisbos de vino que te hacían cosquillas en la nariz… más que atisbos, de hecho, ya que Xeno iba por su segunda ánfora. Efebas era la clase de lugar en el que las cosas se arremangaban y empezaban a ocurrir.
—Pero sigo sin entender lo de la tortuga —dijo Teppic con cierta dificultad.
Acababa de probar su primer sorbo del vino de Efebas, y había descubierto que uno de sus efectos más extraños parecía ser el de que te dejaba la garganta recubierta por una capa de barniz.
—Muy sencillo —dijo Xeno—. Mira, supongamos que este hueso de aceituna es la flecha y esto, esto… —Miró a su alrededor—, y esa gaviota medio inconsciente es la tortuga, ¿de acuerdo? Bueno, pues cuando disparas la flecha va desde aquí hasta la gav… la tortuga, ¿tengo razón?
—Supongo que sí, pero…
—Pero a estas alturas la gav… la tortuga se ha movido un poquito, ¿no? ¿Tengo razón o no tengo razón?
—Supongo que sí —tuvo que admitir Teppic.
Xeno le lanzó una mirada triunfal.
—O sea que la flecha tiene que recorrer un poquito más de distancia, ¿no? Para llegar hasta donde está la tortuga ahora, si me vas siguiendo. Mientras tanto la tortuga ha echado a vol… se ha movido, de acuerdo, admito que no mucho, vale, pero no hace falta que sea mucho, ¿eh? ¿Tengo razón? Bueno, así que la flecha tiene un poquito más de distancia que recorrer, pero el problema está en que cuando llega a donde la tortuga está ahora la tortuga ya no se encuentra ahí. O sea, que si la tortuga sigue moviéndose la flecha nunca podrá dar en ella. La flecha se irá acercando más y más, pero nunca llegará a dar en la tortuga. QED.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Teppic automáticamente.
—No se encuentra muy bien y además está equivocado —dijo Ídem con voz tirando a gélida—. Tenemos una docena de kebabs de tortuga que demuestran que está equivocado. El problema con mi amigo aquí presente es que no sabe cuál es la diferencia que hay entre un postulado y una metáfora de la existencia humana. O un agujero en el suelo, si a eso vamos…
—Pues ayer la flecha no le dio —replicó secamente Xeno.
—Oh, sí, claro. Recuerdo que te estaba observando. Hiciste retroceder la cuerda del arco unos cuantos milímetros como mucho. Te vi, ¿sabes? —dijo Ídem.
Los dos filósofos se enzarzaron en una nueva discusión.
Teppic clavó la mirada en su vaso de vino. «Estos hombres son filósofos —pensó. Teppic estaba seguro de que lo eran porque ambos se lo habían repetido varias veces—. Sus cerebros deben de ser tan grandes que les sobra espacio para contener ideas que las personas corrientes no tomarían en consideración durante más de cinco segundos…» Por ejemplo, Xeno había aprovechado el trayecto hasta la taberna para explicarle por qué era lógicamente imposible caerse de un árbol.
Teppic les había hablado del desvanecimiento del reino, pero no había revelado la posición que ocupaba en él. No tenía mucha experiencia en aquella clase de asuntos, pero presentía que los reyes sin reino no tenían muchas probabilidades de ser populares en los países vecinos. Había conocido un par de casos parecidos en Ankh-Morpork, monarcas depuestos que habían huido de sus repentinamente peligrosos reinos para refugiarse en el seno hospitalario de Ankh llevándose tan solo lo puesto y unos cuantos carros repletos de joyas. Naturalmente la ciudad daba la bienvenida con los brazos abiertos a cualquiera sin importarle su raza, color, clase o credo siempre que dispusiera de increíbles cantidades de dinero para gastar, pero aun así la inhumación de monarcas convertidos en excedentes innecesarios era una fuente regular de trabajo e ingresos para el Gremio de Asesinos. En el reino del que había huido siempre había alguien que quería asegurarse de que un monarca depuesto no cambiaría de posición social, y no había artículo más perecedero que un heredero.
—Creo que me he enredado en la geometría —dijo Teppic con la esperanza de que alguno de los dos filósofos podría ayudarle—. Oí comentar que aquí sois muy buenos con la geometría —añadió—, y pensé que quizá podríais decirme qué he de hacer para regresar.
—La geometría no es mi fuerte —dijo Ídem—, como probablemente sabrás.
—¿Eh?
—¿No has leído mis Principios del gobierno ideal?
—Me temo que no.
—¿Y mi Discurso sobre la inevitabilidad histórica?
—No.
Ídem puso cara de abatimiento.
—Oh —dijo.
—Ídem es una gran autoridad acerca de todo —dijo Xeno—. Salvo la geometría, claro. Y la decoración de interiores. Y la lógica elemental.
La mirada que le lanzó Ídem iba acompañada por unas cuantas chispas.
—Claro, claro —dijo Teppic—. ¿Y tú?
Xeno apuró su vaso de vino.
—Lo mío es la comprobación destructiva de axiomas —dijo—. Dada la naturaleza de tu problema… Creo que tendrías que hablar con Ptagonal. Es un tipo muy agudo, sabe ver las cosas desde todos los ángulos y…
Xeno fue interrumpido por un ruido de cascos de caballos. Varios jinetes pasaron por delante de la taberna galopando a una velocidad bastante temeraria y se perdieron por las serpenteantes calles adoquinadas de la ciudad. Parecían muy nerviosos.
Ídem extrajo de su vaso de vino a la gaviota muy aturdida que había caído dentro de él, la colocó encima de la mesa y la contempló con expresión pensativa.
—Si es cierto que el Viejo Reino ha desaparecido… —empezó a decir.
—Es cierto —dijo Teppic con firmeza—. Te aseguro que es algo sobre lo que no hay forma de equivocarse.
—Entonces eso significa que ahora nuestra frontera es concurrente con la frontera de Espadarta —dijo Ídem pronunciando muy lentamente cada palabra.
—Disculpa, ¿qué has dicho? —preguntó Teppic.