—Que ya no hay nada entre nosotros —le explicó el filósofo—. Oh, cielos… Eso significa que nos veremos obligados a hacerles la guerra.
—¿Por qué?
Ídem abrió la boca, no dijo nada, la cerró y se volvió lentamente hacia Xeno.
—¿Cuál es la razón por la que nos veremos obligados a hacerles la guerra? —le preguntó.
—Imperativo histórico —replicó Xeno.
—Ah, sí. Sabía que era algo así. Me temo que es inevitable. Es una pena, pero… Ya lo ves, no hay forma de evitarlo.
Otro repiqueteo de cascos de caballos precedió a la aparición de un segundo grupo de jinetes, pero éste galopaba colina abajo. Todos llevaban el casco emplumado típico del soldado de Efebas y gritaban entusiásticamente.
Ídem se removió en el banco hasta encontrar una postura más cómoda y cruzó las manos sobre el estómago.
—Ésos eran los hombres del Tirano —dijo. El grupo de jinetes cruzó las puertas de la ciudad y se alejó al galope por el desierto—. Puedes apostar a que los ha enviado para que comprueben cuál es la situación.
Teppic estaba enterado de la enemistad existente entre Efebas y Espadarta, naturalmente. El Viejo Reino había sacado un considerable provecho de ella haciendo cuanto estaba a su alcance para que los comerciantes de ambos bandos tuvieran a su disposición un lugar discreto en el que intercambiar sus artículos. Teppic bajó la cabeza y empezó a repiquetear con los dedos sobre la mesa.
—Hace miles de años que no lucháis los unos contra los otros —dijo—. En aquellos tiempos erais un par de países minúsculos, y la cosa apenas llegaba a la categoría de una riña callejera. Ahora sois enormes. La gente podría salir bastante malparada. ¿No te preocupa?
—Es una cuestión de orgullo —dijo Ídem, pero la incertidumbre resultaba claramente perceptible en su voz—. No creo que tengamos mucho donde elegir.
—Todo por culpa de esa maldita vaca de madera o lo que fuese —dijo Xeno—. Nunca nos lo han perdonado.
—Si no les atacamos a ellos no cabe duda de que ellos nos atacarán primero —dijo Ídem.
—Exactamente —dijo Xeno—. Así pues, es mejor que tomemos represalias antes de que tengan ocasión de lanzarse a la ofensiva.
Los dos filósofos intercambiaron una mirada de incomodidad.
—Por otra parte, la guerra dificulta muchísimo el pensar con claridad —dijo Ídem.
—Eso también es verdad y no hay que olvidarlo —dijo Xeno—. Sobre todo a los muertos…
Hubo un silencio cargado de una incómoda tensión, roto únicamente por la voz de Ptraci cantándole a la tortuga y los graznidos ocasionales de las gaviotas.
—¿Qué día es? —preguntó Ídem.
—Martes —dijo Teppic.
—Creo que quizá sería buena idea que vinieras al simposio —dijo Ídem—. Celebramos uno cada martes —añadió—. Las mayores mentes de Efebas estarán allí. Este asunto es muy complicado, y hay que pensar en él.
Se volvió hacia Ptraci.
—Pero tu joven no podrá asistir, naturalmente —dijo—. Las mujeres tienen absolutamente prohibida la entrada. Se les recalienta el cerebro, ¿sabes?
Teppicamón XXVII abrió los ojos. «Caray, qué oscuro está esto», pensó.
Y se dio cuenta de que podía oír los latidos de su corazón, pero los latidos sonaban curiosamente ahogados y parecían venir de cierta distancia.
Y entonces lo recordó todo.
Estaba vivo. Volvía a estar vivo. Y además estaba hecho trocitos.
Siempre había dado por supuesto que cuando llegabas al Otro Mundo recobrabas tu integridad corporal y que las piezas sueltas volvían a unirse como en uno de los modelos de Grinjer.
«Ya lo has perdido casi todo, así que no pierdas la calma —pensó—. Ja, ja.»
Como decía su abuelo, había ciertas cosas que un hombre tenía que hacer sin ayuda de nadie. Juntar sus pedazos parecía ser una de ellas.
«De acuerdo —pensó—. Había seis recipientes como mínimo, así que mis ojos están dentro de uno de ellos. Lo primero que he de hacer es desenroscar la tapa para averiguar dónde está cada cosa… Para lo cual necesito utilizar los brazos, las piernas y los dedos.»
Teppicamón XXVII comprendió que aquello iba a ser realmente complicado.
Luchó con sus rígidas articulaciones, extendió un brazo y encontró algo pesado. Lo tocó y obtuvo la impresión de que podía ceder, por lo que colocó el otro brazo en la misma posición —la maniobra requirió muchos esfuerzos y un tiempo considerable—, y empujó.
Oyó un golpe ahogado seguido por la inconfundible sensación de un espacio abierto situado encima de él y se irguió con un estrepitoso acompañamiento de crujidos.
Los lados del sarcófago ceremonial seguían aprisionándole, pero un instante después se llevó la sorpresa de descubrir que un lento barrido del brazo bastaba para apartarlos como si fuesen de papel. «Tiene que ser un efecto secundario del relleno y el maceramiento —pensó—. Te proporcionan un poco de peso extra para que lo utilices en ocasiones apuradas.»
Se movió a tientas hasta encontrar el borde de la losa y bajó sus pesadas piernas hasta colocar los pies en el suelo. Después se quedó inmóvil, jadeó durante unos momentos, más por la fuerza de la costumbre que por otra cosa, y dio el primer paso tambaleante del no muerto novato.
Caminar sobre un par de piernas rellenas de paja mientras el cerebro que les da instrucciones está metido dentro de un recipiente qué se encuentra a tres metros de distancia resulta asombrosamente difícil, pero logró llegar hasta la pared y fue siguiéndola hasta que el ruido le indicó que había llegado al estante de los recipientes ceremoniales. Desenroscó torpemente la tapa del primero y metió las manos dentro con la máxima delicadeza posible.
«Debe de ser el cerebro —se dijo histéricamente—, porque un frasco de sémola no tiene ese tacto viscoso y no hace squish-squish. Acabo de meter mano en mis propios pensamientos, ja, ja.» Probó suerte con un par de recipientes más hasta que una explosión de luz diurna le indicó que acababa de encontrar el que contenía sus ojos. Vio cómo su mano vendada bajaba hacia ellos creciendo a cada centímetro del trayecto hasta adquirir un tamaño gigantesco y los recogía con mucho cuidado.
«Bueno, creo que lo más importante ya está hecho —pensó—. El resto puede esperar hasta más tarde. Ya vendré a recogerlo cuando necesite comer algo y todas esas cosas…»
Giró sobre sí mismo y se dio cuenta de que no se encontraba solo. Dil y Gern le estaban observando. Pegarse más al rincón de la habitación en el que se hallaban habría exigido que sus cuerpos poseyeran columnas vertebrales de forma triangular, pero aun así Dil y Gern no lo estaban haciendo nada mal.
—Ah. Hola, buenas gentes —dijo el faraón, siendo consciente de que su voz sonaba un poco hueca—. Sé tantas cosas sobre vosotros que me gustaría estrechar vuestra mano. —Miró hacia abajo—. Pero… Me temo que dadas las circunstancias actuales no sería muy buena idea —añadió.
—Gkkkk —dijo Gern.
—Esto… ¿Crees que podrías hacerme un pequeño trabajo de compostura? —preguntó el faraón volviéndose hacia Dil—. Por cierto, las costuras están aguantando de maravilla. Te felicito.
El orgullo profesional de Dil logró abrirse paso a través de la barrera del terror.
—¿Estáis vivo? —preguntó.
—Bueno, creo que era justo lo que se pretendía, ¿no? —replicó el faraón.
Dil asintió. Desde luego, y siempre había creído firmemente que ése era el objetivo final de todo su arte. Aun así, Dil jamás había esperado ver cómo ocurría delante de sus ojos, pero… Había ocurrido, y las primeras palabras —bueno, casi podían considerarse las primeras palabras— pronunciadas por el faraón habían sido una alabanza de su pericia como costurero. Dil abombó el pecho. Ningún otro miembro del Gremio podía presumir de que un cliente le hubiera felicitado.