—Por cierto, hablas muy bien el efebense —dijo.
—Muchas gracias —replicó Ptraci—. Basta con ptener un poco de oído.
—Pero se te nota un poquito el acento.
—Los idiomas son una parte del adiestramiento ptotal —dijo Ptraci—. Y mi abuela siempre decía que un poquito de acento extranjero pte hace más fascinante.
—Aprendimos lo mismo —dijo Teppic—. Venga de donde venga un asesino siempre debe parecer ligeramente extranjero. Eso es algo que se me da muy bien —añadió con amargura.
Ptraci empezó a administrarle masaje en el cuello.
—He estado en el puerto —dijo—. Tienen un montón de esas cosas que parecen balsas grandes. Ya sabes, camellos de mar…
—Barcos —dijo Teppic.
—Y van a ptodas partes. Podríamos ir a donde quisiéramos. Si tú quieres el mundo puede ser nuestro molusco, con perla incluida dentro.
Teppic le habló de la teoría de Ptagonal. Ptraci no pareció muy sorprendida.
—Es como una laguna estancada en la que no entra agua nueva —observó—. Ptodo el mundo se pasa la vida nadando en el mismo charco de siempre… Ptodo el ptiempo que vives ya ha sido vivido. Debe de ser como utilizar el agua del baño de otra persona.
—Voy a volver.
Los dedos de Ptraci interrumpieron el experto amasar de sus músculos que habían iniciado.
—Podríamos ir a donde quisiéramos —repitió—. Los dos ptenemos oficios y podemos ganarnos la vida, podríamos vender ese camello… Podrías enseñarme Ankh-Morpork. Parece una ciudad muy interesante.
Teppic se preguntó qué efecto ejercería Ankh-Morpork sobre Ptraci. Después se preguntó qué efecto ejercería Ptraci sobre la ciudad. No cabía duda de que Ptraci estaba… ¿floreciendo? En el Viejo Reino nunca había dado la impresión de tener alguna idea original dejando aparte el escoger cuál sería la próxima uva a pelar, pero desde que estaban en Efebas parecía haber cambiado considerablemente. Su mandíbula no había cambiado. Seguía siendo más bien pequeña, y Teppic tenía que admitir que bastante bonita. Pero ahora te fijabas más en ella. Antes, cuando hablaba con él, Ptraci solía clavar los ojos en el suelo. Ahora no siempre le miraba, pero si no lo hacía era porque estaba pensando en otra cosa.
Teppic descubrió que sentía el deseo de decirle que era el faraón. Oh, de la forma más cortés posible, claro, y sin ninguna clase de énfasis, pero… bueno, sólo como recordatorio. Pero también tenía la sensación de que si le decía eso Ptraci respondería diciendo que no le había oído y que tuviera la amabilidad de repetir lo que había dicho, y si le miraba a la cara Teppic jamás sería capaz de decirlo dos veces seguidas.
—Podrías marcharte —dijo—. Estoy seguro de que sabrías salir adelante. Puedo proporcionarte unos cuantos nombres y algunas direcciones, ¿sabes?
—¿Y tú? ¿Qué harías?
—Apenas si me atrevo a pensar en lo que estará ocurriendo en casa —dijo Teppic—. Creo que he de hacer algo al respecto.
—No puedes hacer nada. ¿Por qué quieres perder el tiempo intentándolo? Aunque no quieras ejercer de asesino sigue habiendo montones de cosas que podrías hacer. Y dijiste que ese hombre dijo que ahora ya no hay ninguna forma de entrar en el reino. Y odio las pirámides.
—Pero estoy seguro de que ahí dentro hay algunas personas que te importan, ¿no?
Ptraci se encogió de hombros.
—Si están muertas no puedo hacer nada por ellas —-dijo—. Y si están vivas tampoco puedo hacer nada por ellas, ¿no? Así que… Bueno, creo que no haré nada al respecto.
Teppic la contempló con una mezcla de horror y admiración. Las palabras de Ptraci resumían la situación de una forma tan concisa como elegante, pero Teppic no podía resignarse así como así. Su cuerpo había pasado siete años fuera del Viejo Reino, pero su sangre llevaba mil veces ese tiempo dentro de él. Oh, claro que deseaba dejar atrás toda esa etapa de su vida, y ahí estaba el meollo de la cuestión. La habría dejado atrás y allí se habría quedado, y aunque hubiese evitado pensar en ella durante todo el resto de su existencia habría seguido siendo una especie de ancla.
—No consigo hacerme a la idea —dijo—. Lo siento. Es lo que hay y… Quiero volver aunque sólo sea durante cinco minutos para… bueno, para decirles que no pienso volver nunca más. Me conformaría con eso. Probablemente todo es culpa mía.
—¡Pero no hay ninguna forma de volver! Lo único que podrías hacer sería rondar por los alrededores y deprimirte igual que ptodos esos monarcas depuestos de los que me hablaste. Ya sabes, los de las ptúnicas con los bordados deshilachados que se ganan la vida mendigando con mucha elegancia… Tú mismo dijiste que no había nada más inútil que un monarca sin reino. Piensa un poquito en ello, ¿quieres?
Fueron por las calles de la ciudad en dirección al puerto. Todas las calles de la ciudad llevaban al puerto.
Alguien estaba encendiendo el faro con una antorcha. El faro era una de las Más de Siete Maravillas del Mundo, y había sido construido según los planos que Ptagonal había dibujado utilizando la Regla de Oro y los Cinco Principios Estéticos. Desgraciadamente también había sido construido en el lugar equivocado porque ponerlo allí donde habría tenido que estar hubiese estropeado la hermosura natural de la bahía, pero casi todos los marineros estaban de acuerdo en que era un faro muy hermoso y que su contemplación ayudaba mucho a distraerte mientras esperabas a que remolcaran tu barco sacándolo de los arrecifes en los que había encallado.
El puerto que se extendía debajo del faro estaba repleto de embarcaciones. Teppic y Ptraci se fueron abriendo paso por el laberinto de cajas y fardos, y acabaron llegando a la larga curva del muro protector que separaba la calma de la bahía de las olas que se agitaban al otro lado. El faro ardía y echaba chispas por encima de sus cabezas.
Teppic sabía que aquellos barcos irían a lugares de los que ni tan siquiera había oído hablar. Los efebenses eran grandes comerciantes. Podía volver a Ankh para recibir su diploma, y en cuanto lo tuviera en las manos el mundo sería el molusco que más le apetecería y contaría con un amplio surtido de cuchillos para abrirlo.
Ptraci puso su mano en la suya.
Y nada de casarse con los parientes, naturalmente. Los meses que había pasado en Djelibeibi ya empezaban a parecerle un sueño, uno de esos sueños circulares que vuelven una y otra vez sin que haya forma de librarse de ellos y que acaban convirtiendo el insomnio en una perspectiva muy atrayente. Aquí, en cambio, el futuro se extendía delante de él desenrollándose como una alfombra.
Un hombre que se encontrara en su situación actual necesitaba una señal, un manual de instrucciones o algo parecido. El gran defecto de la vida era que nunca tenías ocasión de practicar antes. Lo único que…
—Por todos los cielos… ¡Pero si es Teppic!
La voz que se dirigía a él sonaba más o menos a la altura de su tobillo. Una cabeza asomó por el borde del atracadero y fue seguida rápidamente por su cuerpo. Era un cuerpo extremadamente bien vestido, y su propietario no había escatimado el dinero a la hora de ataviarlo con joyas, pieles, sedas y encajes. Sólo parecía haber una limitación, y era de orden estético. Todo tenía que ser de color negro.
El cuerpo y la cabeza pertenecían a Broncalo.
—¿Qué está haciendo ahora? —preguntó Ptaclusp.
Su hijo asomó cautelosamente la cabeza por encima de los restos de una columna y observó a Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre.
—Está olisqueando por ahí —dijo—. Creo que le gusta la estatua. Papá, sé sincero conmigo. ¿Por qué tuviste que comprar un horror semejante?
—Venía con un lote y lo dejaban barato —dijo Ptaclusp—. Además pensé que se pondría de moda. Estaba convencido de que se haría popular y…