Teppic cogió el odre de agua que le alargaba uno de ellos, le quitó el corcho y esparció el contenido del odre delante del tembloroso hocico del camello.
—Mira, esto es un río —siseó—. Sabes dónde está. ¡Lo único que debes hacer es llegar hasta él!
Los soldados efebenses miraron a su alrededor poniendo cara de nerviosismo. La patrulla de soldados espadartanos que se había acercado para averiguar qué estaba ocurriendo les imitó.
Maldito Bastardo se puso en pie con un espantoso temblequeo de rodillas y empezó a girar sobre sí mismo. Teppic se agarró al ronzal y se dejó llevar.
«… supongamos que d es igual a 4 —estaba pensando Maldito Bastardo con creciente desesperación—. Supongamos que el Anno Domini es igual a más menos 90. Supongamos que no-d es igual a 45…»
—¡Necesito un palo! —aulló Teppic cuando la rotación del camello le hizo pasar delante del sargento—. ¡Nunca entienden nada a menos que les atices con un palo! Para ellos es algo parecido a la puntuación…
—¿Crees que podrías arreglártelas con una espada?
—¡No!
El sargento vaciló y acabó alargándole su lanza.
Teppic la agarró por la punta, intentó no perder el equilibrio y la hizo caer sobre el flanco del camello creando una espesa nube de polvo y pelos.
Maldito Bastardo se detuvo de repente. Sus orejas empezaron a girar como si fueran dos platos de radar. Volvió la cabeza hacia la pared de rocas y puso los ojos en blanco. El camello se lanzó hacia adelante una fracción de segundo antes de que Teppic agarrara sendos puñados de pelo y saltara sobre su grupa.
«Pensemos en fractales…»
—Esto… Me temo que vas directo hacia… —empezó a decir el sargento.
El silencio que siguió a esas palabras se prolongó durante mucho, mucho tiempo.
El sargento se removió nerviosamente. Después alzó la mirada hacia los espadartanos y sus ojos se encontraron con los de su líder. El centurión y el sargento fueron el uno hacia el otro guiados por ese entendimiento que no necesita palabras, compartido por los centuriones y los sargentos de todos los tiempos y lugares, y se detuvieron junto a la grieta apenas visible que recorría el risco.
El centurión espadartano deslizó una mano sobre ella.
—Tendría que haber… No sé, pelos de camello o algo así —dijo.
—O sangre —dijo el efebense.
—Supongo que es uno de esos fenómenos inexplicables que ocurren de vez en cuando, ¿no?
—Oh. Sí, claro. Bueno, entonces no hay por qué preocuparse, ¿verdad?
Los dos hombres contemplaron el risco sin decir nada durante unos momentos.
—Como un espejismo —dijo el espadartano.
—Sí, algo así.
—Me pareció oír a una gaviota.
—Ridículo, ¿verdad? Aquí no hay gaviotas.
El centurión espadartano emitió una tosecilla cortés y volvió la cabeza hacia sus hombres. Después se inclinó hacia el sargento efebense.
—Supongo que el resto de tu gente no tardará mucho en llegar, ¿verdad?
El efebense se acercó un poquito más al centurión y cuando habló lo hizo por la comisura de los labios mientras sus ojos parecían seguir absortos en la contemplación de las rocas.
—Exacto —dijo—. Y si me permites preguntarlo, los tuyos tampoco tardarán mucho, ¿no?
—Sí. Si los nuestros llegan primero me temo que tendremos que masacraros.
—Desde luego, desde luego… Y si los nuestros llegan antes no me extrañaría nada que tuviéramos que masacraros a vosotros. No hay forma de evitarlo, ¿verdad?
—Sí, supongo que tendrá que ser una cosa o la otra —dijo el espadartano.
El sargento efebense asintió.
—Qué extraño es el mundo, ¿verdad? Si te paras a pensarlo… No hay quien lo entienda.
—Oh, desde luego. Has puesto el dedo en la llaga.
El centurión se aflojó un poco el peto pensando en lo mucho que le gustaría poder quedarse un rato más a la sombra—. ¿Qué tal están vuestras raciones? —preguntó.
—Oh, así así, ya sabes. Nunca hay que quejarse por nada.
—A nosotros nos pasa igual.
—Porque si te quejas lo único que consigues con eso es pasarlo peor.
—Lo mismo digo. Oye, vuestras raciones… ¿No te sobrará por casualidad algún higo? Creo que un par de higos me sentarían estupendamente.
—Lo siento.
—En fin, por preguntar no se pierde nada, ¿verdad?
—Pero si te apetecen tenemos montones de dátiles.
—Oh, nosotros también, gracias.
—Lo siento.
Los dos hombres siguieron inmóviles delante del risco durante unos momentos más, absortos en sus pensamientos. Después, el sargento efebense volvió a ponerse el casco y el centurión espadartano se ajustó los correajes del peto.
—Bueno, pues nada…
—Bueno, pues… eso.
Cuadraron los hombros, tensaron las mandíbulas y se pusieron en movimiento. Un instante después giraron elegantemente sobre sus talones, intercambiaron una sonrisa de incomodidad apenas perceptible y se encaminaron cada uno hacia su patrulla.
LIBRO CUARTO
EL LIBRO DE LAS 101 COSAS QUE PUEDE HACER UN MUCHACHO
Teppic había esperado…
¿Qué?
Oír el sonido entre líquido y gomoso de la carne chocando contra la roca, posiblemente, o quizá contemplar los panoramas del Viejo Reino extendiéndose debajo de él, aunque eso ya rozaba los límites del anhelo tan tímido que no se atreve ni a soñar que pueda ser verdad.
Lo que no había esperado era encontrarse con una neblina fría y húmeda.
La ciencia actual sabe que existen muchas más dimensiones que las cuatro clásicas. Los científicos afirman que lo normal es que esas dimensiones no tengan ningún contacto con el mundo porque las dimensiones extra son muy pequeñas y se curvan sobre sí mismas, y el hecho de que la realidad sea fractal hace que la mayor parte de ella esté cómoda y a buen recaudo dentro de sí misma. Eso significa que el universo está tan lleno de maravillas que ya podemos irnos despidiendo de la esperanza de comprenderlas todas o, más probablemente, que los científicos se van inventando las respuestas a medida que se les plantean nuevas preguntas.
Pero el multiverso está repleto de dimensioncitas, los pequeños parques de juegos de la creación donde los seres de la imaginación pueden divertirse sin ser atropellados por la parte más seria de la realidad. A veces se meten por los agujeros de la realidad y entran en contacto con este universo dando origen a los mitos, las leyendas y las acusaciones de Embriaguez y Conducta Desordenada.
Y un error de cálculo de lo más trivial había hecho que Maldito Bastardo entrara al trote en una de esas dimensioncitas.
La leyenda casi había dado en el blanco. La Esfinge rondaba por las fronteras del reino. El único problema era que la leyenda no había sido muy precisa a la hora de definir de qué fronteras hablaba.
La Esfinge es una criatura irreal, y existe únicamente porque ha sido imaginada. Es bien sabido que en un cosmos infinito todo aquello que pueda ser imaginado tiene que existir en algún sitio, y como una gran parte de los frutos de la imaginación son criaturas que no deberían estar presentes en un marco espacio-temporal mínimamente bien ordenado acaban viéndose empujadas a una dimensión colateral. Este hecho quizá explique el mal genio crónico que aqueja a la Esfinge, aunque naturalmente cualquier criatura que tenga cuerpo de león, pechos de mujer y alas de águila es propensa a sufrir serias crisis de identidad y no necesita mucho para enfadarse.
Ésa era la razón de que la Esfinge hubiera decidido inventar el Acertijo.
A esas alturas el Acertijo ya había demostrado su utilidad en varias dimensiones, y le había proporcionado considerable diversión e innumerables cenas.